Lejos de Roma del escritor Pablo Montoya

lejos_de_roma_001 Lejos de Roma (Alfaguara, 2008) es la segunda novela de Pablo Montoya,
autor también de cuentos (Cuentos de Niquía, 1996; La sinfónica y otros cuentos musicales, 1997; Habitantes, 1999; Razia, 2001; Réquiem por un fantasma, 2006), de prosas poéticas (Viajeros, 1999; Cuaderno de París, 2006; y Trazos, 2007), de ensayos (Música de pájaros, 2005) y de La sed del ojo (2004), su primera novela.
Es por lo menos sorprendente que una gran editorial, ocupadas ellas en general en publicar novelas de temas destinados a un público masivo por su énfasis en la actualidad, acceda a publicar una novela cuyo tema es el destierro de Ovidio, poeta romano del siglo uno después de Cristo, autor de Arte de amar, hermosos libro que, entre otros, y otras razones, le valió la fama y la admiración de su tiempo, pero también el exilio en Tomos (Rumania) a manos del emperador Augusto.
Pero es que Lejos de Roma, a pesar de lo ya dicho, no es una novela histórica en la noción que de este género tenemos comúnmente. Es decir, aunque hay una fidelidad en los hechos y en los personajes de primer orden, hay también una libertad literaria que hace que el relato cobre vida por sí mismo sin dependencias enciclopédicas ni estrictos ajustes de cuentas que, so pretexto de no traicionar la historia, convierten el texto en cartón piedra o en un pelmazo sin riesgos ni imaginación.
El lector se encuentra, aquí, frente a un Ovidio que, afligido por el destierro, conserva sin embargo su palabra y su pasión por la vida, y nos cuenta, como al oído, en un monólogo que se sostiene de principio a fin, los momentos esenciales de su existencia, desde su arribo a Tomos hasta el conmovedor instante del encuentro con el niño que es él mismo, y que, en un viaje imaginario como una dolorosa despedida, se pierden, se diluyen en el mar; pasando por sus años de gloria como el gran poeta de Roma, autor de Arte de amar, Metamorfosis, Remedios de amor, Lamentos y cartas desde el Ponto, entre otros, y por su arisca relación con el poder del cual, como cualquier artista auténtico, desconfió. El amor, el erotismo, el misterio nunca desvelado de la propia vida y de la vida de los otros le interesó sobremanera, por encima de cualquier otra circunstancia.
En una prosa mensurada aunque provista de imaginación y de ráfagas poéticas que quieren, sin duda, alcanzar el espíritu de aquel poeta mayor de la antigua Roma, Pablo Montoya divide su novela en cuarenta cortos capítulos que, poco a poco, como si se tratara de una carrera que se ganara por acumulación de puntos, va allanado la atención del lector, sumiéndolo en un mundo sólo en apariencia ajeno a su cotidianidad y a sus preguntas. Por más que sean 2.000 años los que separan al protagonista del lector, éste establece un diálogo con quien, aun siendo un artista de inmensas proporciones, sufre, se pregunta, vive y goza por los mismos asuntos a veces sublimes, a veces vulgares y acuciantes del diario pasar. Además de la desolación y de la humillación del exilio, Ovidio sufre el deterioro de su cuerpo causado por los años, la indignación de encontrarse lejos de la lengua que le ha dado lo mejor de su obra y cerca de una lengua bárbara que le duele más que las penurias de la carne, y la soledad de una playa donde sólo la bronca voz del mar le es reconocible; pero también lo aquejan las preguntas por la inutilidad o no de la existencia, por la bondad o el descuido de que pudieron estar hechos sus actos ante los seres que amó o que quiso proteger.
Al fin, un amor, el de la joven Emilia, le devuelve pasajeramente el ímpetu vital, el convencimiento de continuar, la risa y la embriaguez. Ella borró fugazmente el pesar por la pérdida obligada del placer de los cuerpos de los esclavos en Roma, y el de Fabia, su mujer.
Pablo Montoya no quiere hacer, y no hace, un panegírico de Ovidio ni una obra de relativa erudición sobre el tiempo de los emperadores. Ni siquiera quiere hacer una marcada referencia a la obra del poeta de Sulmona. En la novela el insigne poeta sufre las mismas vicisitudes por las cuales atraviesa cualquier mortal. Su piel, sus huesos y sus humores son deleznables y mezquinos. No así su palabra ni su alma. Lo que hace a un hombre extraordinario es su pensamiento y la honda sabiduría que acompaña aun sus peores días. Como en este pasaje, trivial, pero hermoso en sus palabras: "Miro la acción de los cangrejos [...] Están en manadas dispersas sobre la arena que tiene un brillo dorado [...] Acaso todos los secretos del cosmos estén definidos en esta escritura diseminada en la arena. El misterio del tiempo y del espacio, el de la muerte y el amor, el de esta ausencia mía de Roma que anula y fortalece a la vez. Todo quizás esté dicho en lo que miles de crustáceos hacen con sus patas en la arena". (p. 65).
En las obras de Pablo Montoya enunciadas arriba el lector se encuentra ante una prosa que privilegia la inmersión en mundos a veces desdibujados por individualidades en conflicto con la soledad, la violencia, el amor mediado por el lado oscuro del destino, la palabra de aristas filosas y punzantes. En ello, sin embargo, hay el esplendor de una creación acicateada por la acción de una poesía que se percibe, básicamente, en la precisión generosa del lenguaje y en la creación de una palabra que encuentra su expresión en el íntimo conocimiento de la realidad, no como es preferible mostrarla casi siempre: acomodada y evasiva, sino con su mueca gesticulante, la que tanto hace volver el rostro al hipócrita y al desentendido.
Lejos de Roma, por más que sea una narración acerca de personajes y tiempos históricos reales y determinados, no está exenta de las características de la escritura del autor. Allí está, si se quiere, el presente atroz de las torturas de Abu Ghraib en la imbécil guerra de Irak, y el de los destierros criminales en nuestro país. Lo que le ocurre a Ovidio le ocurre a cada uno de ellos: la ruina de su dignidad. No son licencias arbitrarias. Es la literatura que no permite que le sujeten y le pongan fórceps. Ese salto al vacío de la palabra de Montoya está respaldado por una conciencia que nada le concede al facilismo ni a la pirotecnia verbal, tan frecuentes y tan exitosos en nuestro medio. La buena literatura tiene los lectores que se merece, y la mala los suyos; aunque los de esta última sean legión, nada la puede redimir de su pobreza.
Lejos de Roma, la novela que narra las vicisitudes y los meandros de la conciencia -y la injusticia que contra ella comete el poder- de un poeta emblemático en los tiempos de los emperadores en la Roma de comienzos de la era cristiana, es un libro que nos trae a cuento no sólo la ambigua materia de que estamos hechos, sino también la lección cíclica del tiempo que en ocasiones no borra la delgada línea que separa sus períodos.

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