Las voces de la esclavitud

pablo_montoya_001De las novelas que se ocupan de la colonia colombiana sobresale La ceiba de la memoria (2007) de Roberto Burgos Cantor. Su propuesta experimental, la recreación

del mundo de la esclavitud del siglo XVII a partir de diversos personajes históricos, su profunda y moderna indagación ética  sobre el sufrimiento humano, así como el recorrido poético por diferentes espacios de la Nueva Granada, la convierten en una de las obras cumbres de la literatura colombiana. El propósito de Burgos, de hacer un fresco literario de la esclavitud, sin desconocer sus conexiones con la época moderna, se logra cabalmente. La ceiba de la memoria significa varias cosas. En primer lugar, evidencia  la plena madurez de un escritor que ha seguido fiel tanto a su universo literario anclado en el Caribe colombiano como a sus técnicas narrativas que tanto le deben al monólogo interior joyciano, a la puesta en abismo de la nueva novela francesa y a las visiones caleidoscópicas que provienen de la narrativa  norteamericana moderna. La ceiba de la memoria, en segundo lugar, es una lúcida continuación de una tradición literaria que se pregunta sobre la presencia de los negros en la conformación de la cultura contemporánea americana. Burgos no sólo dialoga con la literatura colombiana de asunto negro, piénsese en Candelario Obeso, en Jorge Artel, Manuel Zapata Olivella y Arnoldo Palacios, sino que sus consideraciones sobre la esclavitud, las mezclas raciales y el racismo establecen puentes con los momentos más trascendentales del movimiento negro universal. Quien se acerque a La ceiba de la memoria sabrá que la figura de ese árbol tutelar de los trópicos hunde sus raíces en la poesía de Léopold Sédar Senghor, de Aimé Cesaire, de Tchicaya U'Tamsi, de Derek Walcott. El libro conversa, igualmente, con las primeras novelas negras de Alejo Carpentier y con la obra ensayística de Edouard Glissant. Burgos construye un apasionante juego de resonancias literarias donde desfilan atmósferas, tiempos, personajes, consideraciones que remiten a El reino de este mundo (1949), a Changó el gran putas (1983), a El reino del caimito (1977), al Cuaderno de un retorno al país natal (1939) y a El discurso Antillano (1981). Son estas variadas conexiones las que otorga a la novela un soporte intertextual de matices universales de gran vitalidad. La ceiba de la memoria, en tercera instancia, rompe con el esquema tradicional de la novela histórica creando una zona de intersección donde se unen los finales del siglo XX con los inicios del siglo XVII. Según Amado Alonso y otros teóricos de la novela histórica, esta frecuente presencia de la modernidad, es decir de la intromisión del propio tiempo del autor en el pretérito tiempo recreado, le quitaría a la obra de Burgos su condición histórica. Tal acotación, sin embargo, que los investigadores han respetado a lo largo del tiempo, aquí resulta minimizada, pues resulta evidente que uno de los mayores aciertos de La ceiba de la memoria son sus deslizamientos de una época a otra.

Pablo Montoya (Barrancabermeja, Colombia, 1963). Ha publicado los libros de cuentos Cuentos de Niquía (Vericuetos, París 1996), La sinfónica y otros cuentos musicales (El propio bolsillo, Medellín 1997), Habitantes (Indigo, París 1999), Razia (Eafit, Medellín 2001) y Réquiem por un fantasma (Hombre Nuevo Editores, Medellín, 2006); los libros de prosas poéticas Viajeros (Universidad de Antioquia, Medellín 1999), Cuaderno de París (Eafit, Medellín, 2006) y Trazos (Universidad de Antioquia, Medellín, 2007); el libro de ensayos Música de pájaros (Universidad de Antioquia, Medellín, 2005); y las novelas La sed del ojo (Eafit, Medellín, 2004) y Lejos de Roma (Alfaguara, Bogotá, 2008). Pablo Montoya es Primer Premio del Concurso Nacional de Cuento "Germán Vargas" (1993). En 1999 el Centro Nacional del Libro de Francia le otorgó una beca para escritores extranjeros por su libro Viajeros. El libro Habitantes ganó en el 2000 el premio Autores Antioqueños. Réquiem por un fantasma fue premiado por la Alcaldía de Medellín en el 2005. Ha participado en diferentes antologías de cuento y poesía colombiana y latinoamericana. Realizó estudios de música en la Escuela Superior de música de Tunja. Hizo la licenciatura en filosofía y letras en la Universidad Santo Tomás de Aquino en Bogotá. Igualmente, obtuvo la maestría y el doctorado en Estudios Hispánicos y Latinoamericanos en la Universidad de la Sorbonne Nouvelle (París III). Sus traducciones de escritores franceses y africanos, sus ensayos sobre música, literatura y pintura, han sido publicados en diferentes revistas y periódicos de América Latina y Europa. Actualmente es profesor de literatura y coordina el Doctorado en Literatura de la Universidad de Antioquia.La novela asume una estructura polifónica. Hay, por ello, una múltiple focalización narrativa que favorece la movilidad espacial, temporal y psicológica que presentan los personajes. A través de las voces de españoles y africanos del siglo XVII y de latinoamericanos y europeos en el siglo XX, la novela va desgranando sus dolorosos eventos. Hay un fenómeno de abanico por esta diversidad de personajes a quienes se les da espacio para que hablen y se desnuden íntegramente ante el lector. Desnudez que no es de índole física sino sobre todo ética y moral. Todos los capítulos de la novela poseen un tipo de focalización interna porque sus narradores están involucrados directamente con la trata de los negros. Hablan los esclavos - Analia Tu-Bari y Benkos Biohó- casi siempre en primera persona. Hablan los sacerdotes desde una tercera o segunda persona del singular que termina otorgándoles la palabra -Pedro Claver y Alonso Sandoval-. Habla la española Dominica Orellana, la esposa del escribano de la ciudad. Habla Thomás Bledsoe, el autor que está escribiendo a mediados del siglo XX la novela sobre la esclavitud en Cartagena de Indias y cuyos capítulos fundamentales, aquellos en los que hablan los esclavos y los españoles del siglo XVII, forman parte de La ceiba de la memoria. Y habla una última voz, esa que se pasea por el museo del horror de Auschwitz y que es quien edifica el conjunto de la novela desde una perspectiva audazmente contemporánea. Ahora bien, en la medida en que se conocen los hechos, va surgiendo un contorno de permanente requisición frente a los modos en que la infamia humana ha marcado el pasado y el presente. La ceiba de la memoria plantea así otro de sus distintivos: la oscilación incesante entre la acción y la reflexión. El efecto de tal oscilación ética, acompañada por la polifonía narrativa y el diálogo de las épocas es, en definitiva, lo que da densidad y profundidad a la novela.

Estos aspectos reclaman, sin duda, la concentración de un lector juicioso. La ceiba de la memoria es una novela de alta complejidad estructural donde fluyen tres ejes temporales:
las primeras décadas del siglo XVI y dos períodos del siglo XX. La voluntaria fragmentación de los tiempos y los espacios, la ausencia de una lógica continuidad en la trama, son factores, entre otros, que se desprenden del contorno polifónico de la obra. Por otra parte, están las exigencias estilísticas de una prosa que menosprecia con frecuencia el rigor de la puntuación, acude a proliferación de preposiciones y demostrativos, y presenta sujetos tácitos que exigen del lector volver una y otra vez sobre las frases leídas. Pero esta es la propuesta del autor y él termina ganando ante los aciertos de su poderosa escritura. Una escritura que reproduce con fuerza los matices de la geografía y el clima; las secreciones orgánicas, las heridas, los olores, la mugre y la descomposición generada por la esclavitud; las moradas, los caminos, los ríos y el mar por donde transitó esa humanidad agobiada por los vejámenes; y, finalmente, los encuentros sexuales entre españoles y negros que ofrecen los más desgarradores y simbólicos momentos de este encuentro de hombres distintos y solo fundidos por el ansia amorosa de sus cuerpos. Lo más seguro es que el común lector colombiano, esa extraña criatura que vacilamos en aceptarla en su condición colectiva, termine expulsado de este inquietante universo narrativo que, ante el olvido y la amnesia del presente, opta por volver al ayer para enfrentar las hondas heridas que nuestro mestizaje posee en sus momentos fundacionales.

El fresco literario de la esclavitud que presenta La ceiba de la memoria está adherido a la indagación ética del mal. Burgos Cantor toca las raíces religiosas y económicas que sostuvieron las miserias morales y el dolor físico de la trata del hombre negro. Tzvetan Todorov dice en Los abusos de la memoria (1992), esa lección sobre los rituales de la memoria en los tiempos actuales, que todo acto de reminiscencia es necesariamente un acto de resistencia. Por ello cuando Analia Tu-Bari, una de las voces negras que habla en la novela, exclama: "Mi memoria es dolor", Burgos está refiriéndose no sólo a la necesidad individual de esa esclava de preguntarse por los motivos que han conducido a un grupo de hombres a despojarla de su familia y su aldea, de sus amores y su tierra, de su lenguaje y sus dioses, sino también a la urgencia que tienen los pueblos de sumergirse en su duelo histórico para sanar las raíces del mal. Y el mal no es que más que provocar sistemáticamente el sufrimiento humano. La ceiba de la memoria recuerda las peores vejaciones que vivieron los esclavos negros. Las bodegas de los barcos de la trata llenas de vómitos, excrementos y enfermedades, la marcada en la piel con el fuego, la revisión por parte de los traficantes de los orificios corporales -la nariz, las orejas, la boca, los genitales, el ano-, el trabajo extenuante de más de 16 horas diarias, las violaciones de las mujeres, la horca, el fusilamiento, la tortura para los cimarrones. En tanto que gira sobre el despojo humano y la extraña unión que realizaron los que torturaron con los torturados, la novela de Burgos es una pregunta constante sobre la alteridad. Pedro Claver, el santo, se pregunta qué puede hacer un soldado de Dios en un mundo de locura y de pillaje. Alonso de Sandoval, el filósofo, se pregunta qué puede hacer un hombre de conocimiento en un mundo de expropiación y crueldad. Dominica de Orellana, la esposa del escribano, se pregunta qué puede hacer la esposa de un funcionario en un mundo construido sobre la humillación y el dolor. Benkos Biohó, el negro, se pregunta qué puede hacer un esclavo en un mundo inhumano y salvaje. Thomas Bledsoe, el escritor, se pregunta qué puede hacer la escritura en un mundo que olvida y se ahoga en la desmemoria. Uno de los supremos hallazgos de la novela es que en torno a estos interrogantes van tejiéndose las respuestas. Y todas ellas forman un fondo ético que sólo pretende enaltecer la aplastada dignidad humana. Acaso una de esas repuestas, que más atañe a la literatura, es la que se expresa voluntariamente en las primeras páginas de la novela. "Las palabras son esencia de lo que nombran", y "nombrar es revelación". La letra salva porque ella es lo que hace memorables a los seres y a las cosas.

ceiba_001Me he referido al carácter dialógico de la novela. Esto supone uno de los rasgos esenciales de la alteridad tal como la concibe Burgos. Existencia de dos y en este sentido pluralidad que se extiende hasta abarcar la diversidad de los rostros sociales y de las épocas. Dos escritores reaccionan ante al horror: Thomas Beldsoe lo hace frente a la esclavitud en la Nueva Granada y el anónimo narrador frente a Auschwitz en Polonia. Dos monjes reaccionan frente al comercio de los negros: Pedro Claver lo hace desde la compasión y la misericordia y la entrega total al servicio de los dolientes, Alonso Sandoval desde la indagación en las fuentes filosóficas del cristianismo que le permitirá escribir uno de los libros precursores de los derechos humanos: De Instauranda Aethiopum Salute (1627). Dos esclavos reaccionan ante el ultraje: Tu-Bari, que se niega al olvido impuesto por los blancos, y Biohó lo hace desde el grito palenquero que traspasa el silencio. Finalmente, está Dominica de Orellana, la española que siente una fuerte atracción física e intelectual por el mundo de los negros bozales y ladinos. A todo momento Dominica intenta una comunicación desde la distancia con su institutriz austriaca Gudrun Bechtloff, que es como su alter ego, representantes las dos de lo que pudo ser entonces el ideal de la mujer liberada. Lo interesante es que en este permanente dualismo, Burgos no cae en la tentación de darle la palabra al victimario. El coro que se expresa en La ceiba de la memoria está sustentado en el dolor vivido por las víctimas de esta institución que dejó tantos millones de muertos a lo largo de los tres siglos de su existencia. En la novela jamás oímos a los burócratas del estado imperial, ni a los banqueros, ni a los mayores comerciantes de la trata. Apenas se escucha en el vocinglero puerto de Cartagena de Indias los gritos de los marineros que ofrecen las virtudes corporales de algún africano recién desembarcado. En cambio, oímos las conflictivas voces de los misioneros que hoy la historia valora como los apóstoles de los negros. Se oye la voz de Orellana que tiene que esclavizar pero que lo hace con suavidad y tratando de humanizar desde la comprensión y el respeto el infortunado presente del esclavo. Se oyen las voces de los negros que se niegan a olvidar su origen y se resisten a perder su dignidad. Todas las voces saben, en todo caso, que "lo que atenta contra lo humano crea monstruos, deformaciones, epidemias, más mal, desastres".

Es verdad que a la hora de sentirse víctimas de la Historia, los hombres, o mejor dicho, las comunidades golpeadas, suelen pregonar su malestar como si fuera el peor y piensan que ningún otro desgarramiento podría comparárseles con el que ellos padecen. Pero en La ceiba de la memoria jamás se presenta esta actitud. Burgos no se preocupa por afirmar que el de los negros ha sido el más cruel genocidio de todos los tiempos. No hay exterminio peor que otro. A todos los cubre por igual la ignominia. Es inútil y mezquino comparar a negros con judíos, a opositores soviéticos con armenios, a tutsis con indígenas americanos, para señalar un absurdo primer lugar en los ámbitos de la desdicha humana. En algún momento, sin embargo, uno de los narradores de la novela establece un paralelo entre los campos de concentración nazi y la trata de la esclavitud en Cartagena de Indias. Lo que supone la novela en este punto es provocar un paralelo de crueldad continuada a lo largo del tiempo para que los hombres sepan que nunca están exentos de caer en los pozos del crimen generalizado. Es como si se dijera, a partir de esta permanencia del sufrimiento, que no sólo hay que rememorar a las víctimas del pasado. Es menester también ocuparse de las de hoy. Y esto debe hacerse no desde la práctica de un frívolo y mediático culto de la memoria, sino desde una honda inmersión individual y colectiva en el pasado. La ceiba de la memoria, sin jamás caer en el tono inflamado del panfleto o en la denuncia de ribetes sociológicos, plantea lo que Todorov denomina "uso ejemplar" de la memoria. Con esta expresión el crítico se refiere a aquellos individuos que, a través del recuerdo sistemático de los acontecimientos tortuosos, defienden el respeto por la dignidad humana y no se someten ciegamente a la tiranía del pasado. Y al enfatizar esta necesidad ética de conservar los recuerdos, ellos saben que combaten las injusticias del hoy. La ceiba de la memoria, por este particular trato que da a las víctimas de la esclavitud, es una novela potencialmente liberadora. A lo largo de sus cuatrocientas páginas la escritura, sin desconocer jamás que se está en los terrenos donde la ficción y la historia se abrazan, se compromete con la justicia y posibilita el diálogo con la existencia siempre crítica del otro.

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