Maruchita la deseada

walter_garib_005Aquel domingo de apacible otoño, Maruchita fue el tema predilecto de habladuría en la concurrida cantina "Don Fadasur". Desde temprano los contertulios se referían a ella tal si fuese un personaje del cual es lícito decir cualquier agudeza, chascarrillo, exageración, mientras bebían, picoteaban una merienda, jugaban al billar, al dominó o tentaban

suerte al naipe.
Ahí acudían los eternos amigos de libar de sol a sol, aunque estuviese nublado o la lluvia obstruyera los caminos de acceso. Entre los asiduos se contaba el alcalde don Evaristo del Hortelano, vinculado a los terratenientes del pueblo, los empleados de la municipalidad, y quienes se precian de ser alguien. Era un ritual ineludible para los hombres de Quilacoya concurrir a la cantina, donde se recogen las mejores noticias del pueblo y nadie queda insatisfecho.

 

En medio del holgorio, del humo pestilente de cigarrillos de sospechosa calidad y del sudor turbulento de quienes no se bañan por costumbre o se olvidan, soltaban necedades sin dar respiro a la lengua. Igual a niños se atropellaban narrando sus experiencias diarias, en las que no estaban ausentes los ruidos guturales de tinte grosero, para fortalecer sus dichos.

Walter Garib. Escritor chileno (1933). Ha publicado Malandanzas de un enano (2009), El viajero de la alfombra mágica (2008), No recomendable para señoritas (2007), Me dicen El Querubin (2007), Hoy mañana del ayer (2006), Historias que caben en un deda (2004), La noche interior, (Antología de Cuentos varios autores 2001), L'Homme qui cherchait son visage (2000), 100 Cuentos brevísimos de Latinoamérica, Antología de Cuentos (2000), El otro Caín (1997), El hombre del rostro prestado (1997), Vendimial 3 (Antología de Cuentos varios autores 1995), Pícaros y atrevidas (1994), Antología del cuento erótico (Varios autores), Caudillo iluminado (1993), Cantarrana no es la luna (1993), Por desamor al amor (1992), El viajero de la alfombra mágica (1991), Las muertes de un falte difunto (1990), Las noches del Juicio Final (1989), De cómo fue el destierro de Lázaro Carvajal (1988), Travesuras de un pequeño tirano (1986), Agonía para un hombre solo (1977), El pescador y el gigante (1973), Festín para inválidos (1972) y La cuerda tensa (1963).

Quien se atrevió primero a hablar de Maruchita, fue un tipo con un hombro caído, la barba boscosa donde no había un claro, y con un brillo en sus ojos que parecía vivir el goce de correrías recientes.
-A esa damita, y debe quedar entre nosotros, la cabalgué el viernes a hurtadillas. Fue una jornada maravillosa, colegas -se ufanó Euclides, justo cuando se balanceaba en la silla, como si ésta fuese la apetecida Maruchita de sus placenteros recuerdos.
Pepe, un mocetón de mirada vidriosa, quien era uno de sus compañeros en la mesa de brisca, le espetó sin disimular su malestar, que parecía crecer cuando hablaba. Mientras lo señalaba con el dedo acusador a no más de un jeme de distancia, dijo:
-Tú eres un farsante redomado, Euclides. No tienes agallas ni para tirarte un pedo en presencia de tu mujer, y vienes a alardear a la cantina. ¡Vaya desfachatez, compadre! Yo sí que la monté el otro día y bien montada, y como nunca la disfruté hasta quedar adolorido -y se echó a reír, entre tanto se rascaba la cabeza por debajo del sombrero.
Desde corta distancia, uno de los jugadores de billar pidió a Pepe y Euclides que por prudencia callaran. Era sabido en Quilacoya que ambos, cuando estaban cerca de Maruchita, de cobardes se les atragantaba la lengua y les daba ganas de mearse en los pantalones.
-Ella, han de saber -agregó el billarista bajando la voz, como si fuese a decir un secreto- es una hembra distinguida de nobles hechuras. A todos, aunque nos pese, nos tiene trastornados. Nadie de los presentes lo puede negar. Bien sabemos que es algo arisca, temperamental, como deben ser las de su clase, pero ni ahora ni nunca será merienda para ustedes, pedazos de sinvergüenzas.
-A mí, y no quiero presumir de nada -dijo otro de los jugadores de billar, mientras apoyaba el taco en su hombro, tal si fuese un instrumento de labranza- me gusta la suavidad y color de su piel, y ese modo sensual de menear las nalgas. ¡Qué vaivén, compañeros! -y mientras sonreía haciendo mímica, se puso a mover las caderas, como expresión de júbilo.
Una salva de aplausos premió sus dichos y contorsiones de payaso. El hombre había interpretado el parecer general, escrito en los ojos de aquellos huéspedes acosados por los recuerdos.
-Mejor se callan mentirosos de mala leche -intervino Fadasur el cantinero, mientras llenaba una y otra vez los vasos de vino que hacía circular entre las mesas- pues no cuesta nada presumir. ¿Acaso me toman por imbécil para creer tanta fanfarronería? Maruchita desde que llegó a Quilacoya esta primavera, es fiel a don Evaristo del Hortelano nuestro alcalde, a quien ustedes deben obediencia. No creo que ninguno de los aquí presentes se haya atrevido a acercarse a ella, a no ser por razones de servicio.
Poco a poco se avivó la charla, hasta desembocar en euforia colectiva matizada de insultos. Próximo al mediodía, la cantina bullía y casi nadie de los contertulios se abstuvo de opinar sobre Maruchita, cuya honorabilidad de hembra estaba siendo cuestionada. Había risas escandalosas, brindis para amenizar una conversación plagada de infundios, y no pocas exageraciones de macho.
Nunca en la cantina de Quilacoya, ni en los momentos de mayor convulsión social o política cuando se aproximaban las elecciones, se había suscitado una discrepancia de tal naturaleza. No es exageración asegurar que desde la llegada de Maruchita, el pueblo adquirió un semblante distinto, donde hasta el aire parecía cargado de rumores. Euclides, quien permanecía junto a una de las ventanas que daban a la calle, dedicado a espiar a los transeúntes por si veía alguna señal de interés para comentar, dio la voz de alarma:
-Ha llegado la hora de la verdad, compañeros.
Cierta persona vinculada a ellos, se acercaba desde la plaza.
Se agitó la cantina. Ni un temblor de tierra hubiese provocado el repentino choque de vasos, para hacer un brindis de adiós y concluir así la presencia de público en el lugar. El naipe quedó desparramado sobre la mesa, en medio de la dispersión de sillas, de uno que otro vaso tumbado, en tanto las bolas del billar enmudecieron, mientras los jugadores, taco en mano, volaban en desbandada hacia la salida del boliche.
Hasta el viejo Fadasur, renuente a creer en historias fantásticas, que con majadera insistencia narraban los borrachos de siempre, interrumpió sus obligaciones de cantinero. De un brinco subió a una tarima dando empellones para mirar hacia el exterior.
Nadie quedó sin posesionarse de un sitio de privilegio, ya sea junto a las ventanas, en la puerta de vaivén o encaramado sobre las espaldas de un colega. En el rostro de aquellos indiscretos y presumidos hombres, tocados por la jactancia, se dibujaba la viva ansiedad de presenciar un hecho, que ese día traía una primicia.
Por el centro de la calle polvorienta se aproximaba el alcalde don Evaristo del Hortelano. A menudo, antes de ir a misa, aparecía en la cantina "Don Fadasur" a echarse un trago. En aquella ocasión venía cabalgando a Maruchita, la más codiciada potranca de Quilacoya.

 

"Maruchita la deseada" enviado a Aurora Boreal® por el escritor Walter Garib. "Maruchita la deseada" pertenece al libro de cuentos No recomendable para señoritas (Cuentos) de Walter Garib - Editorial Chañaral Alto, Ediciones La Pluma del Ganso. México D. F. México, 2007.  Foto Walter Garib © Jorge Saccan enviada a Aurora Boreal® por Jorge Saccan.

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