Minicuentos - Diego A. Nieto Marcó

MINIPRÓLOGO

El minicuento, por su extensión, nos tienta a leer uno tras otro. (Olvidamos que se acerca más al poema que a la narración.) Así, la emoción de cada uno elimina la del anterior. Los Petits poèmes en prose de Baudelaire o los cuentos del maestro Anderson Imbert nos aconsejan hacer lo contrario: dejar el libro y saborear lo leído, si merece ser saboreado.

 

ELLA

I


MADRE

Noche tropical, de las que invitan a la contemplación y su felicidad. Me senté en la terraza del primer café que encontré en Avenida Copacabana. En la mesa contigua oí un llanto. Miré de reojo: rubia, de negro, apretaba un collar de cuentas blancas: “Me lo regaló él”, dijo. Su amiga escuchaba. “Cerveza”, pidió. “Dos”, dijo ella. “El mejor cliente que tenía”, seguía; “pero no entiende”. “¿Quién es?”. “No puedo decirlo; del gobierno, importante, y casado”, sollozó. “Uno así quisiera yo”. “El mejor; pero justo quería hoy, hoy de todos los días del año”. “¿Le habrás dicho?”. “Sí, y me escuchó. Pero no entiende; quería y quería. Me cogió por la muñeca, me llevó al dormitorio; de un empujón me tiró encima de a la cama. ‘Hoy te pago el doble’, me gritó. No podía; no puedo. ¿Me imaginas? Yo, hoy no; hoy es un día sagrado. Me pegó, dos cachetadas, una patada. ‘Puta’, me gritó cuando dio el portazo”. Calló. Miró llorosa la noche marina. “Seré eso,” siguió, “lo sé, pero es el aniversario de la muerte de mi hija”.

 

II

TERROR OCULTO

No sé cómo llegué a esto. Fue lento, sin que lo advirtiera. Desde aquello, el rincón en casa de mi madre, cosquillas, caricias, y el éxtasis entre las primeras sábanas que se nos pegaban al cuerpo la noche en que nos unimos para siempre. Desde aquello llegar a esto. Cada vez que abre la puerta, me tenso; cada vez que me habla, tiemblo, y mi respuesta tiembla. Sólo la posibilidad de su llegada, me aterra. Sé que no tengo libertad de movimiento, que entrará y si no estoy me buscará y me encontrará. Y sé muy bien lo que sigue: el olor de urgencias, las preguntas, la explicación que no se quiere dar. No sé cómo llegué a esto.

 

III

LA SOMBRA

Despertó sobresaltada. ¿Qué había sido eso? ¿Un sueño? La luz. No. La oscuridad, mejor. Si era él, y seguro que era él, lo habían soltado, que no la viera. Se levantó y sigilosa fue hasta la puerta. Una rendija. El salón. Rayas de luz de calle en la persiana bajada; ni un ruido. Pero estaba allí, agazapado; lo presentía; lo sabía. La había encontrado. Tanta seguridad. El alejamiento. La pulsera. Nueva vivienda. Un sexto, menos accesible. Y ahí estaba él, en la oscuridad. No se oía nada, porque seguro que iba de puntillas, y desnudo, como cuando todavía se querían. Una sombra, sí, más oscura. La mataría. Esta vez la mataría. Pero antes la haría sufrir; le haría esas marcas, con un cigarro, con un cuchillo. No podía más. Cerró despacio. Anduvo por la habitación a oscuras, se mesó los cabellos, se dijo cosas, se golpeó las rodillas con los puños y la frente contra la pared. Estaba allí, esa sombra. La había encontrado. Tenía que esconderse. Debajo de la cama, dentro del armario. No, la encontraría. La ventana. Con sigilo subió la persiana y trepó al alfeizar. Esperó inmóvil. Hasta que desde el otro lado de la puerta le llegó un crujido.
La policía forzó la entrada. El piso estaba vacío. Lo consideraron un suicidio.

 

LA DECISIÓN

I


EL PRISIONERO

Casi sin aire por la carrera y el miedo, llegó a la orilla. Del otro lado, el bosque y los pájaros libres. Pero el río corría hinchado, roncaba, arrastraba troncos y ramas, estallaba contra las rocas. Se volvió. Al fondo del campo arado divisó las altas alambradas y sus torres de casco y metralleta. Oyó entonces el ladrido enemigo; una voz de mando. Y se arrojó a las aguas.

 

II

 

PADRE JORGE

Oficiada la misa, el padre Jorge guardó las hostias, cerró el sagrario y se volvió. Los pocos feligreses de las siete se retiraban, menos Pilar, junto al viacrucis, observó de reojo. El sacristán, antes de marcharse, había apagado luces y velas y en la nave sólo quedaba la luz gris del alba, también observó. Bajó del antealtar y fue hasta ella. “¿Quieres confesarte?” “No, gracias. Sabes lo que quiero, lo que necesito”. “Ya no puede ser, Pilar. Nos hemos arrepentido y recuperado la gracia del Señor.” “Todo lo arriesgo, la casa, la familia, los niños. Por ti, Jorge.” “Y yo, Pilar, arriesgo la salvación”.

 

DEL FIN

I

 

Desayunaron en silencio y, como todos los días, salieron a correr, por caminos diferentes.

 

II

 

Cuando él se lo dijo, ella calló, miró el suelo, pero de reojo aún espió su cara endurecida. Ni una lágrima iba a soltar, ya mucho había soltado cuando él no la veía. Estrechó una de sus manos desprevenidas entre las suyas y hundió su mirada en la de él. Guardó el silencio merecido. Y se soltó, ya para siempre.

 

III

 

Sin alterarse, la esperaba, recibió la noticia. Miró por la ventana. El otoño se había completado: el aire fino, las hojas muertas, la humedad de la tierra. Digno del último acto, pensó, y subió a la azotea.

 

 

diego nieto 350Diego A. Nieto Marcó
Buenos Aires 1951. Reside en Argentina hasta 1974, cuando comienza un viaje de varios años (Brasil, Paraguay, Estados Unidos, Portugal, etc), al final del cual se radica en España. Estudia Filosofía en la Universidad de la Plata, y Filología Inglesa en la Universidad Complutense de Madrid, graduándose en la Universidad de Granada. Actualmente vive en Málaga donde trabaja como profesor en la Escuela Oficial de Idiomas. En esa ciudad, entre 2002 y 2013, dirige la revista MARTIRICOS de relato corto en inglés. En 1989 recibe el premio de poesía Florian de Ocampo por su obra Desde el alba. Entre sus obras se pueden citar, A orillas del Bahana (novela), Cuentos de un hombre a solas, Los falsarios (cuentos), La voz y sus sombras (poesía).

Material enviado por Diego Antonio Nieto Marcó a Aurora Boreal®. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Diego Antonio Nieto Marcó. Fotografía Diego Antonio Nieto Marcó © Diego Antonio Nieto Marcó.

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