La noche en blanco

reina_roffe_012La mujer del A los había visto llegar. Casi siempre lo hacían a la medianoche, no a esa casa de apartamentos, sino a cualquiera, en cualquier barrio, en cualquier parte de la ciudad. Sólo aquellos que eran buscados, a veces los veían llegar; los demás no querían ver ni oír nada.
Del coche bajaron dos hombres, eran inconfundibles. La mujer del A se apartó de la ventana, despertó a la niña, que dormía profundamente, y, sin más, la tomó en sus brazos y la sacó al pasillo en piyama. Tocó tres timbres breves, firmes, alarmantes en la puerta del B. Mientras esperaba que le abrieran, en esos escasos segundos, apretó a la niña contra su pecho. La niña, anegada aún en el sueño, preguntó:
-¿Qué pasa, mami?
El pasillo estaba oscuro, todo el edificio en silencio. Sólo un ruido mecánico, agónico atravesó aquellos escasos segundos, sólo un resplandor iluminó fugazmente la espera, provenían del ascensor que descendía hacia la planta baja. 
La mujer debió de albergar alguna esperanza, pues lo que dijo, cuando la vieja le abrió la puerta, fue:
-Pase lo que pase, no salga, no llame a nadie. Quédese con la nena nada más por esta noche.
La vieja retrocedió unos pasos y se echó a un lado. Intentó alisarse los cabellos, que llevaba revueltos, pero sus manos no respondieron.
La niña, ahora de pie en la habitación única del B, se restregó los ojos y bostezó con la boca muy abierta; luego, se volvió hacia la puerta como buscando algo, a alguien. Su madre había desaparecido. De nuevo, se restregó los ojos y, dirigiéndose a la vieja, dijo:

 

Reina Roffé nació en Buenos Aires y vive en Madrid desde 1988. Narradora y ensayista, entre sus obras figuran las novelas Llamado al Puf, Monte de Venus, La rompiente, El cielo dividido, El otro amor de Federico, el libro de relatos Aves exóticas. Cinco cuentos con mujeres raras y el de entrevistas Conversaciones americanas. Es autora, además, de Juan Rulfo: autobiografía armada y de la biografía Juan Rulfo. Las mañas del zorro.

-¿Qué pasa?
La vieja quitó unos periódicos del sofá y le indicó a la niña que se sentara allí. Después de esto, ambas, la niña y la vieja, formaron dos siluetas fijas, pétreas, expectantes una de la otra y de lo que iba a suceder, de lo que ya estaba sucediendo.
La presencia de los hombres se dejó sentir sin demasiada bulla en el edificio. Fueron certeros, expeditivos. Prescindieron de llamar. Dieron una patada en el A y entraron. La operación fue limpia, rápida.
-Si esto no es una guerra... -murmuró la vieja evaluando la situación, mientras aplastaba el cigarrillo a medio fumar en un cenicero lleno de colillas y ceniza.
La niña miró el cenicero embobada, con el embeleso del sueño, de la duermevela. Todavía de pie, dijo:
-¡Qué olor!
La vieja repitió entre dientes:
-Si esto no es una guerra... -al tiempo que se servía un trago de licor como si escanciara en la copa su alimento primordial, un elixir.
-Quiero agua -se oyó decir a la niña en un tono de voz normal; antes, todo se había dicho en susurros.
-En mi casa, las cosas se piden por favor -respondió la vieja que aún usaba un tono quedo, bajo; y con su acento extranjero ilustró el tratamiento que deseaba recibir-: Señora, ¿me puede usted dar un vaso de agua? Gracias.
La niña, después de beber un sorbo, dijo desafiante:
-Acá nunca hubo una guerra.
La vieja, a la vez, saboreó su elixir, chasqueó la lengua.
-Me lo dijo la maestra, en el cole -se ratificó la niña.
El silencio persistía como antes de los ruidos que, de cualquier forma, habían sido discretos.
-Te hice un lugar en el sofá, ¿por qué no te sentaste? -la vieja ajustó el cinturón de su bata, y agregó-: Será mejor que duermas.
-Ya no tengo sueño -dijo la niña observando la habitación, que era todo el apartamento, un cuarto único repleto de muebles, fotografías, libros y periódicos apilados sobre el piso, en cada rincón. Finalmente, se acomodó en el sofá, tomó un diario, lo abrió y se escondió detrás de sus páginas.
La vieja sonrió como si, de pronto, la hubiera enternecido un recuerdo, una imagen soterrada que emergía de su memoria y le permitía distenderse un instante, despejar lo oscuro, asociar lo bueno. Se sentó a una mesa y aguardó el siguiente movimiento de la niña. Bebió, fumó un cigarrillo. En el mantel había migas, cortezas de pan, manchas de vino, tiznes, pequeños agujeros, quemaduras. Contabilizó el rastro de los días vertidos sobre la tela a cuadros. La niña seguía quieta, detrás del diario.
-¿Cómo te llamás? -se animó a decirle.
La niña no respondió.
-¿Te comieron la lengua los ratones? -dijo y, de inmediato, se arrepintió. Pensó que no sabía tratar con niños, nunca se le había dado bien, a pesar de haber tenido dos.
-¿Fue el ratoncito Pérez? -insistió desafortunadamente para enmendar el error. Cuando iba a añadir algo más, tuvo un acceso de tos. Bebió otro trago, pero el licor no detuvo aquella acometida que parecía emanar de los pulmones, de los años de alcohol y tabaco que le había echado al cuerpo. Carraspeó tratando de suavizar las asperezas; incluso se levantó a servirse un vaso de agua, a limpiarse la nariz y las flemas. Al volver a su sitio, permaneció callada. Aunque de tanto en tanto necesitaba aclararse la garganta, tragar saliva, respirar hondo. Miraba el deslucido azul en los cuadros del mantel.
Eran los dos tan pequeños, se dijo para sí, recordando a sus hijos. Uno había muerto de neumonía, el otro de una enfermedad sin nombre, hacía ya tanto tiempo.
La niña asomó la cabeza por encima del diario y se escondió tan pronto como pudo comprobar que la vieja continuaba ahí, frente a ella, a unos metros.
-Ah, ya me acordé -dijo la vieja de repente-. Te llamás Petronila.
-No -respondió enseguida la niña bajando el diario-, ése es un nombre muy feo. Yo me llamo Alicia.
Un nombre muy feo, se dijo la vieja, feo, el hambre; de eso, de hambre había muerto uno de sus hijos.
La niña tenía el diario sobre su falda, se había cruzado de brazos y miraba sin ver las páginas, desolada, con la cabeza baja y una expresión de encono.
La vieja fue a sentarse a su lado.
-¿Sabés leer, Alicia?
La niña primero rezongó, después dijo:
-Sí, y de corrido.
-¿Podrías leerme lo que dice ahí, debajo de esta foto? Tiene una letra tan chiquita...
-Fran, Fran -balbuceó Alicia-, Mit, Mite...
La vieja se quitó los anteojos, con su aliento humedeció los cristales y los frotó con un pañuelo de papel arrugado que sacó del bolsillo de la bata.
-A ver, a ver -dijo colocándose los anteojos.
-Es muy difícil -exclamó Alicia.
-Ahí dice François Mitterrand.
-Mi-tte-rrán. ¿Quién es?
-El nuevo presidente de Francia.
-Francia está muy lejos.
-De muy lejos vengo yo -replicó la vieja canturreando.
La niña empezaba a relajarse. Bostezó largamente y se estiró con un suave ronroneo de gato. La vieja aprovechó para decirle:
-Creo que deberías dormir.
-No, no voy a dormir nunca más en la vida -contestó muy resuelta y volvió a simular que leía el diario.
Que le tuviera a la nena nada más por esta noche, le había dicho la mujer del A, una desconocida, con quien hasta apenas una hora atrás no había cruzado más que el saludo. ¿Cómo pudo creer que sólo sería por esta noche?, pensó. Ella, en cambio, nunca había creído que iba a ser por una noche, casi cuarenta años atrás, cuando llegaron con su blanca, impoluta piel quienes la fueran a buscar, allá, en la France de la France, en París. Olían a tabaco inglés. Aquellos alemanes olían a tabaco inglés, limpios, blancos, con sus trajes perfectos y sus botas de cuero reluciente. ¿Dónde la habían llevado primero? Tenía los recuerdos superpuestos. Quizás a la rue des Saussaies, allí interrogaban, allí la Gestapo sumergía a las mujeres en una bañera, antes y después de las preguntas, eran tan pulcros. Sí, había estado en la rue des Saussaies y en la cárcel de Fresnes, vio su impresionante portal. Ella, al contrario que la mujer del A, no albergó ninguna esperanza de vida; sintió, eso sí, una especie de perverso alivio porque sus hijos ya habían fallecido cuando la fueron a buscar. ¿En el 42, en el 43?, las fechas se le escapaban ahora, tenía la sensación de que en menos de un año ambos se le habían muerto, el más pequeño de hambre, por no querer comer, por no tolerar ningún alimento, ni papillas ni jugo de carne, nada. Era extraño sentir alivio, pero la muerte les había evitado cosas todavía más tremendas; un alivio que la acompañó luego, durante todo aquel tiempo en el campo de concentración, donde esperaba lo peor, donde iban a parar los casos difíciles, peliagudos, como el de ella, una francesa que no soportó despertarse con el ruido de las cuadrillas militares sobre París.
-¿Lo conoce? -dijo de pronto la niña.
-¿A quién?
-A éste -respondió señalando la foto-, a Mitterrand.
-Sí, lo conocí cuando se hacía llamar Morland.
-¿Tenía otro nombre, como los artistas?
-Ajá -asintió la vieja.
-¿En serio?
-Por supuesto, yo nunca miento. Era su nombre de batalla, un seudónimo, un nombre falso, como a veces usan los artistas.
-¿Era amigo suyo?
-Digamos que era amigo mío -dijo, y al ver que la niña esperaba una explicación, continuó-, y de los que deseaban la liberación de mi país. Fue jefe de la Resistencia, en la Segunda Guerra Mundial. ¿Has oído hablar de esto?
-Sí -dijo la niña-, pero yo de esa historia todavía no sé mucho -y tratando de demostrar lo que sabía, agregó-: Entonces Mitterrand es un patriota, como San Martín y Bolívar.
La vieja se rio y tuvo otro acceso de tos. Se le inflamó la cara, el cuello, se le enrojecieron los ojos; debió secarse las lágrimas con el pañuelo arrugado que guardaba en el bolsillo de la bata.
-Bebe y fuma demasiado -la regañó Alicia-. No para de toser y es usted muy mayor.
Era cierto, pensó la vieja, bebía y fumaba mucho. El tabaco y el licor eran los únicos placeres que le pedía, le exigía su cuerpo. Los únicos que necesitaba, a los demás ni siquiera podía echarlos de menos, había prescindido de ellos inadvertidamente. Y no era tan mayor. Había cumplido 62 años, una edad en la que muchas mujeres aún gozaban del sexo, presumían y cuidaban la línea. Ella, por el contrario, no había recuperado el peso perdido durante la guerra. Su piel se le pegaba a los huesos. Nada retuvo de lo que había engullido al salir del campo alemán, de todo lo que le obligaron a comer. Porque volvía a perderlo en la cama y en los viajes. Había viajado de un país a otro, había saltado de una cama a otra, había hecho el amor hasta el desvanecimiento, había huido con el cuerpo, con la mente, siguiendo a sus amantes a cualquier sitio sin ninguna convicción mas que la de dejarse ir. Había aprendido varias lenguas y con todas ellas había hablado el idioma de la seducción para no recalar en ningún amor definitivo. Sólo por cansancio, por pereza, por el ancho océano entre una orilla y otra, se afincó donde estaba, en esa ciudad del cono sur que se parecía a París, que empezaba a dolerle como París en guerra.
El cristal de la vitrina que tenía frente a ella la reflejaba. Intentó atusarse el pelo con un gesto inútil de coquetería. Las canas gruesas, rebeldes y los tintes habían convertido su cabellera en una mata opaca y enmarañada. En otra época, rememoró, su melena lucía con el brillo de la seda, tersa, acariciable, le daba personalidad, aunque siempre se supo poquita cosa: baja, descarnada, miope y con lentes de culo de botella que la hacían mayor, más de lo que era, pero esto ya carecía de importancia. Ahora se hallaba consumiendo serenamente, sin tiempos, sin fugas, esa vida íntima construida entre las cuatro paredes de su apartamento que contenían la medida exacta de su deseo: cigarrillos negros, brandy, buena lectura, el bel canto los días de fiesta, una canción en la radio cada noche y su proverbial desorden que a nadie llamaba la atención. Ella y sus miasmas, sus manías, ella y nada más que ella. Era un descanso, una cura, el mejor retiro que había podido conseguir después de tantas batallitas.
-Vamos a ver, Alicia -dijo con una repentina urgencia-, tenés que decirme dónde está tu papá.
-No lo sé -respondió sin levantar la vista del diario.
-¿Cómo que no sabés?
-Tuvo que irse y no sé dónde está.
-¿Y tus abuelos? Porque tendrás abuelos, algún tío, ¿verdad?
-Mis abuelos murieron antes de que yo naciera -dijo, e inmediatamente, como acordándose de algo, añadió-. Y no me haga más preguntas, a mi mamá no le gusta que hable con extraños.
-Si te dejó acá es porque confía en mí.
Alicia se mordió una uña, la escupió, luego dijo:
-No sé, no sé nada, de verdad.
-¿De verdad, verdadera? -dijo apelando a un juego de palabras que había empleado con sus hijos alguna vez, un juego infantil que creía olvidado.
-Claro -respondió Alicia con una límpida carcajada-, la verdad siempre es verdadera.
-¿Cuándo se fue tu papá?
-Uy, un montón -exclamó de manera espontánea.
-¿Cuánto hace que desapareció? -dijo la vieja y, no bien formular la pregunta, se estremeció.
-Unos cuatro años -contó Alicia ajena al estremecimiento de la vieja-. Mamá y yo estábamos en la playa, cuando volvimos papá se había ido. Yo era chiquita, pero me acuerdo. Había un despelote en la casa, todo tirado. Entonces, regresamos a la playa, pero no a la misma, sino a otra, y después nos fuimos a las sierras.
-No se quedaban mucho tiempo en un mismo lugar.
-Mamá decía que era mejor mudarse. Casa nueva, vida nueva.
-Pero volvieron a la ciudad.
-Sí, sí -dijo ahora contrariada, con fastidio-. Tengo frío, mucho frío.
La niña había empezado a temblar. Pero la vieja no pudo ofrecerle sus brazos; a cambio, corrió a buscar una manta y la arropó.
-¿Mejor así?
-Regular -respondió la niña con un tono de abandono, de aflicción.
Dejaré de hacerle preguntas, se dijo la vieja, el interrogatorio, aun el más amable, fuerza las palabras, es una especie de tortura, destempla, como un espejo sombrío, deformante, que no refleja lo que se debe decir o refleja más de la cuenta y por eso atemoriza con sus sombras. Lo sabía, lo había vivido primero con sus padres, luego con los hombres que fueron sus amantes y también en la rue des Saussaies. De los detalles no guardaba memoria, sólo sensaciones: la escandalosa galería de ecos, la visión arrebatadora de los subsuelos percudidos de sangre, un ritmo vertiginoso de cascada, cayendo, retornando, y la clausura de sus labios hinchados de apretarlos. Entonces, pese al miedo, se creía valiente, había afrontado toda clase de interrogatorios, vejaciones, crímenes, incluso el dolor más grande, el que no se podía describir ni procesar, el que llevaba como un cirio ardiente en lo más profundo, la muerte de sus hijos. Pero ahora se prefería cobarde, quieta, en calma, indiferente, se prefería ahí donde estaba, habitando su espacio interno, su recinto enlutado. Sesenta y dos años de un siglo que sumaba hambrunas, persecuciones, genocidio, fanatismo, necedad, delirio. El mundo era eso: una factoría incesante de estupidez y horror. ¿Qué iba a hacer ella, una veterana sola y enferma con esa pobre niña asustada? Era evidente que su madre había vuelto a la ciudad creyendo que los dictadores y sus sicarios, instalados en el poder desde hacía cinco años, empezaban a aflojar. Parecía olerse en el aire una tregua o el final de la etapa más oscura y violenta. Ya se habían cobrado una víctima de la familia, el padre de la niña, para qué iban a querer otra. Fue un error, un exceso de confianza arriesgarse así, poner en peligro a la pequeña y comprometerla a ella, que no quería saber nada de más batallitas. Después de la Liberación de París, recordó, todavía una semana después de que las campanas de todas las iglesias anunciaran el final de la ocupación, de la guerra, y las calles se atiborraran de gente y de júbilo, persistían los francotiradores que apuntaban a matar.
-¿Querés que te caliente un vaso de leche? -dijo al advertir que la niña seguía temblando.
-Qué asco -manifestó Alicia y frunció la nariz.
-De acuerdo -dijo la vieja conciliadora-. Cuando quieras algo, me lo decís.
-Bueno... -se quedó pensando y agregó-. ¿Sabe alguna canción?
-Me temo que no.
-Es una pena. Mi señorita dice que la música tranquiliza a los chicos y a las fieras.
-Muy cierto. ¿Estás intranquila?
-Un poquito, un poquito bastante.
-Ah, ¿todavía con frío?
-Si tenés frío, tapáte con la manta de tu tío -dijo Alicia imitando el acento de la vieja- Si tenés calor, tocá el tambor.
-Ahora te burlás de mí, ¿no? -dijo con una expresión cómplice.
La niña se rio con una risa sonora, exagerada. Festejó una y otra vez con esa risa su atrevimiento, su picardía. Luego, se calló, miró hacia el techo, volvió a reír, se arrebujó en la manta, tiritó súbitamente y se le llenaron los ojos de lágrimas.
-Alicia, nena -exclamó la vieja que tampoco esta vez pudo abrazarla-. ¿Qué te pasa?
-Nada -respondió secándose las lágrimas con sus manos trémulas.
-¿Seguro?
-A Seguro se lo llevaron preso -dijo de manera automática, como si la respuesta formara parte de algo aprendido que se dispara solo, sin intención, ya vacío de significado, de gracia, carente de interés para la niña que ahora añadía-: No me gusta la noche.
-Entonces, dormí -le sugirió la vieja.
-Yo no voy a dormir nunca más en la vida -contestó Alicia con un hilo de voz. Se había recostado envuelta en la manta y luchaba por mantener los ojos abiertos.
Qué extremos, qué tercos son los niños, dijo para sí la vieja, tan raros con su cándido dramatismo, como aquel hijo suyo que se negó al alimento, que se dejó ir, cuando los sicarios, los francotiradores, esa peste que se reproducía por generación espontánea, le volaron la cabeza a su padre. Se le habían ido uno detrás del otro, en cadena, su compañero y los hijos. Y ella, también ida, un muerto viviente. Ninguno de sus pequeños había alcanzado la edad de Alicia. Una desgracia con suerte, se consoló, porque había cosas más tremendas que la muerte. El dolor, la orfandad, el desamparo, la mentira, y lo que pensaba hacer con esa pobre criatura asustada. Porque algo tenía que hacer.
Los pensamientos la incomodaron en el recodo del sofá donde permanecía al acecho de la niña sin poder tocarla.
-Usted no es lo que yo creía -dijo Alicia saliendo del letargo, hablando para resistírsele al sueño.
-¿Y qué creías de mí?
-Que era una sabia.
-¿Por los anteojos?
-Sí, pero también porque se parece a Madame Curie, la mujer que aparece en un libro del cole.
-Y ahora, al conocerme, has comprobado que no soy lo que parezco.
-Qué sé yo -dijo colocándose en posición fetal-. Cuando la veía en el pasillo o en la calle me daba la impresión de que era muy seria, una vieja chinchuda como la directora de un cole al que fui, al que fui -repitió débilmente-, no me acuerdo.
-Dormí, Alicia, descansá.
Pero Alicia, desoyéndola, continuó:
-No es tan seria usted, es -buscó las palabras que el sueño se llevaba-, es una abuelita.
-Dormí -dijo la vieja conmovida-, todavía quedan unas horas para que amanezca. Luego, se levantó y fue hacia la mesa para servirse una copa y ponerle distancia a las emociones.
Si amanecía con buen tiempo, se dijo, haría lo que tenía que hacer. Entonces, se dirigiría con paso seguro (aunque a Seguro se lo llevaron preso) a una agencia de viaje y compraría un pasaje a París, ya era hora de regresar a casa. Quizá Morland aún se acordaría de ella y podría arreglarle una buena pensión, un subsidio hasta el final de sus días. Pasearía a la orilla del Sena y se hincharía a brandy en el café de Flore, fumaría gitanes. Qué hermosa postal, ironizó, ya se veía en ella: una abuelita con lentes de culo de botella en la France de la France bebiendo y fumando a sus anchas.
-¿Cuándo va a venir mi mamá? -dijo Alicia con un suspiro hondo y los párpados tensos por el sueño, un sueño más poderoso que su voluntad.
-Mañana -respondió la vieja desde aquella distancia en la que pretendía haberse instalado. Su rostro tenía el color de los cirios, de esa larga noche en blanco.
-¿De verdad, verdadera? -dijo la niña antes de dormirse.
Sus hijos nunca llegaron a conocer la verdad. Mejor, pensó la vieja, les habría mentido tanto.

La noche en blanco enviado a Aurora Boreal® por la escritora Reina Roffé. Foto Reina Roffé©Reina Roffé.

 

Suscríbete

Suscríbete a nuestro boletín y mantente informado de nuestras actividades
Estoy de acuerdo con el Términos y Condiciones