'Las sirenas'

rosalba_campra_003Para Peter Ingwersen, a cuya historia familiar debo lugares y nombres de este cuento


Conocí a Henrikke Emilie Pedersen a fines del año diez. Se acercaba por ese entonces a los ochenta, pero su memoria era extraordinariamente lúcida y su conversación cautivante. Si me habré quedado horas enteras sentado frente a ella en la penumbra, oyéndola rememorar tiempos pasados. Ahora el café de la casa de tres pisos en la esquina de la Strandgade estaba cerrado, pero ella había conservado intacto el salón con las mesas relucientes, el mostrador de remates de bronce, en un rincón la salamandra a cuya lumbre le habían contado las pausadas historias que ahora repetía para mí.
En invierno, cuando las travesías a Groenlandia se interrumpían, alquilaba los cuartos de arriba a los capitanes que se demoraban en Copenhague. En el cuarto donde ahora estaba yo, se había alojado durante muchos inviernos un noruego silencioso que se ahorcó en el puerto, adonde iba a contemplar todos los días un mascarón de proa en forma de sirena de la que, dicen, se había enamorado.

La señora Henrikke usaba una especie de cofia con velo, o algo así, que le escondía la cara. Me imaginaba que no quería exponer a los ojos de los demás -o tal vez a los suyos, sobre todo- los estragos que el tiempo había impuesto a su hermosura.

Aunque hermosura no sea la palabra exacta, más bien esa especie de aura vertiginosa que tienen ciertas mujeres de quienes uno no acierta a imaginar el pasado. Así se la veía en el daguerrotipo que tenía en su escritorio, una cara muy poco danesa, traspié de alguna antepasada o recuerdo de viaje de un abuelo marinero. Las manos, ahora siempre enguantadas, estaban cubiertas de anillos suntuosos y se apoyaban con majestad en algo invisible, quizá simplemente el respaldo de una silla fuera del encuadre. Llevaba los cabellos oscuros partidos al medio, enmarcando la frente de comba suave. Y no sonreía. Sus ojos fascinaban como los de esas aves de rapiña que hipnotizan a su presa, ojos seguramente verdes como cavernas acuáticas, a menos que fueran dorados, siempre fijos en los ojos de quien mirara el retrato. Dije que no sonreía pero no es cierto del todo, las comisuras de los labios se encrespaban en algo que era más bien sabiduría que sonrisa, una especie de burla secreta.
 

 

 

Rosalba Campra. Nació en Córdoba (Argentina) y reside en Italia. Narradora, ensayista y docente universitaria. Entre sus textos narrativos se cuentan Los años del arcángel, Herencias, Ciudades para errantes, Ella contaba cuentos chinos, Formas de la memoria, Mínima Mitológica; entre sus ensayos La selva en el damero; América Latina: la identidad y la máscara; Territorios de la ficción: lo fantástico; Cortázar para cómplices. De más difícil clasificación resultan las obras en las que se superponen escritura ficcional e imagen, como en Constancias y The book of Labyrinths.

Una vez, llegando con el té, me encontró con el retrato en las manos. De pie esperó que volviera a ponerlo sobre el escritorio, susurró "gracias", y antes de que yo dijera nada empezó a contarme. Le habían hecho ese retrato cuando su marido resucitó. Chresten Hansen se embarcaba una vez al año, rumbo a Suriname o al Brasil. Aquella vez, a poco de llegar a Río de Janeiro, en abril de 1855, hubo una epidemia de fiebre amarilla. Él se enfermó. Se despertó en medio de una pila de cuerpos desnudos, sobre un carro que los llevaba hacia la fosa común, fuera de la ciudad. Desnudo como estaba, corrió, corrió hasta llegar al puerto, donde los marineros lo izaron gritando "¡Milagro!". Se hizo armar una carpa en la proa, y en cuarentena volvió a enfrentar los vientos del Atlántico hasta Copenhague. Las joyas del retrato se las había traído en ese viaje. De todos modos Chresten Hansen la había dejado definitivamente viuda en 1877, a los cuarenta y cinco años pero llena de energías, así que siguió atendiendo el café en el primer piso y hospedando capitanes en el tercero, hasta que se empezaron a usar en la línea de Groenlandia los barcos de vapor que hacían la travesía aun en invierno, y en 1888 el café cerró.
Pensé que si un día me atrevía a darle un disgusto a mi padre y en vez de seguir con las importaciones, como siempre se ha hecho en la familia, me ponía a escribir, no tendría más que recordar las historias elípticas, vagamente escabrosas de la señora Henrikke para encontrar el material de mis cuentos. Y pasaba las tardes a su lado, tomando el té y escuchándola, en vez de hacer lo que hubiera correspondido a mi edad, supongo, ir a los cafés donde se reunía la gente, cortejar a esas otras mujeres pálidas, o simplemente terminar un poco más rápido los trámites para los que mi padre me había mandado a Dinamarca.
Y el día llegó en que, a pesar de las largas tardes junto a la salamandra, de mi poca actividad y de lo apacible del invierno, terminé de comparar los precios, de estudiar las propuestas y de firmar los contratos, y no tuve más pretextos para demorar mi regreso a Buenos Aires. Se lo dije a la señora Henrikke, quien lo lamentó educadamente. Mientras iba cerrando las valijas pensé cómo habría añorado esas tardes neblinosas, el té, las historias de su voz cantarina.
henrikke_001Bajé a despedirme. Me tomó las manos con sus manos enguantadas, tan livianas, y dijo solamente "Qué pena". Pensé en lo hermosa que había sido, en los capitanes que seguramente la amaron y en cada despedida al final del invierno sentían el corazón estrujarse de nostalgia y no decían nada.
Se levantó el velo y me besó. Cerré los ojos delante de la belleza intacta de Henrikke Emilie Pedersen, de la dulzura temblorosa de su boca sin sonrisa. Me miraba tiernamente burlona como desde el retrato, con sus ojos dorados, segura de mi estupor y mi silencio.
Casi cinco años después, a la muerte imprevista de mi padre, tuve que volver a Copenhague. Fui a saludar a la hija de Henrikke, con quien supe había pasado sus últimos años. Me recibió amablemente, hablamos de su madre, de la venta de la casa de la Strandgade cuando ella murió en 1912. Yo tomaba el té tratando de descubrir en esta casa florida y austera alguno de los muebles, el retrato, cuando desesperadamente me oí contarle todo. Dio un respingo y se quedó en silencio. Después reflexionó un poco y apoyó la taza. Esperaba que yo no pensase que su madre estaba loca. Siempre hacía eso cuando tenía algún huésped joven. Al despedirse. Un juego o algo así, una breve manía inofensiva. Tal vez una máscara.
Emilie Hansine Densine Hansen me acompañó cuidadosa hacia la puerta, y se quedó mirándome desde atrás de las cortinas hasta que di vuelta la calle y ya no pude verla, ni imaginarla.

* Este relato pertenece a Herencias, Alción, Córdoba 2002. Enviado a Aurora Boreal® por cortesía de la escritora Rosalba Campra. Foto Rosalba Campra©Lucia Baldini. Daguerrotipo de Henrikke Emile Pedersen, fines siglo XIX, con permiso para reproducirlo en Aurora Boreal® de Peter Ingwersen.

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