Navidades

guantes_001Siempre la misma tontería de acostarse temprano la madrugada del día de Navidad. Éramos tres: mis dos hermanas y yo. Los menores no osábamos movernos de la cama, pero Janet, la mayor, ya adolescente, se mostraba más atrevida, pues ella sí se levantaba y sin miedo nos susurraba:

-Bajo a ver lo que nos trajo Santa Claus este año.

Se sentaba al estilo indio frente al árbol blanco de plástico y uno a uno iba abriendo los regalos. Les quitaba cuidadosamente la cinta engomada pero después los dejaba tal y como los había encontrado. Nos despertaba muy entrada la noche para contarnos lo que no debíamos saber hasta el amanecer. Concluía su letanía asegurándonos que lo de Santa era una bobería inventada por los adultos .

Nosotros nos tapábamos los oídos con la punta de los dedos o metíamos la cabeza debajo de la almohada, negando así una verdad que ya habíamos sospechado. Ella persistía:

-Bragas, calcetines, libros, lápices... pura, pura basura.

Emilio Mozo (Camagüey, Cuba), narrador y poeta. Recibió una maestría en lengua y literatura española de McGill University (Montreal) y completó los requisitos académicos para el doctorado en Middlebury College (Vermont). Fue honrado con el doctorado Honoris Causa en Literatura por la World Academy of Arts and Culture (1987). Como narrador ha publicado: Cuentos para niños traviesos (1994) Discretos aportes (1997) Shakespeare tropical (1998) Los cuentos de Emilio (2009) 13 cuentos de Emilio (2009) y El gato encantado (2010) ; y como poeta: Desde el ojo de la hormiga (1987), En el ala del mosquito (1988), Marginalmente literario (1991), Una como autobiografía espiritual (1993) y Entre el agua y el pan (1996). emilio_mozo_001La mañana de Navidad, nunca antes de las nueve, -por orden de papá- entrábamos en su habitación para despertarlo. Gordo y peludo como una foca, boca abajo en el centro de la cama.

-Feliz Navidad, papá- le decía Janet tirándole de una oreja. El, entre sueños, respondía: -Bueno, si quieren que me levante ya saben lo que tienen que hacer.

Entonces comenzaba la sesión del masaje. Primero Betty, la menor, tenía que tirarle de los dedos de los pies y después de los de las manos. Eso, según él, le hacía circular la sangre por las coyunturas. Boca arriba hacía que Janet le diera masajes en el peludo vientre. Como a ella le daba asco, lo hacía con los ojos cerrados, mordiéndose la lengua hasta que se le ponía azul. El, mientras tanto, producía unos sonidos muy extraños, como si se estuviera ahogando.

La etapa final del ritual llegaba cuando se volteaba sobre su inmenso estómago, invitándome a golpearle la espalda con los puños. Tenía que hacerlo cuidadosamente para no pasarme. En una ocasión se me fue la mano y papa reaccionó lanzándome contra la pared con tal fuerza que rompí la silla antigua, herencia de la abuela inglesa.

Ya en las siguientes navidades papá añadió el boxeo, dando comienzo así a una amarga tradición: tenía que enfrentarme a él delante de toda la familia. La primera vez papá, como siempre, nos hizo esperar para abrir los regalos: entró al gran salón de las visitas bien entrada la tarde, después de desayunar con mamá en su habitación. Al llegar dijo con voz ronca y teatral:

-Feliz Navidad a toda la concurrencia-
Hubo una pausa de silencio.
-Emile busca los guantes, que hay que demostrarle a la familia que ya eres casi un hombre.

Tendría yo entonces unos quince años y en realidad era bastante grande para mi edad, casi tan alto como papá. Me sentía torpe, humillado.

Con los guantes puestos, de pie frente a la gran chimenea, tenía la sensación de estar indefenso delante de todos. Primero fue el discurso de cómo me había ido en el colegio, de mis triunfos, de mis errores cometidos ese año... y cuando me distraje absorto por su voz de Comandante en Jefe... ¡pum! me pegó una fuerte bofetada con un lado del guante de boxeo.

-Me parece que Emile no se ha hecho hombre todavía -dijo satisfecho, sonriente-. Ala, chaval, siéntate, a lo mejor el año que viene.

Se quitó los guantes, se bebió un vaso de whiskey y comenzó a distribuir los regalos que nosotros obedientemente le alcanzábamos.

Pero la Navidad del 62 fue diferente. No sé cómo ocurrió. Había acumulado una furia antigua y primitiva, algo que vivía en mi pecho y quería ser lágrima. No le di la oportunidad de hablar: le pegué un puñetazo en la nuca con tal fuerza que se derrumbó sobre el árbol de Navidad, rompiendo varias de las bombillas blancas, rojas y verdes que lo adornaban. Silencio. Noté entre todas las caras serias del grupo la de Janet, que sonreía con complicidad.

Uno de los tíos carraspeó, y dijo, ensayando un chiste:
-Parece que el muchacho ya se ha hecho hombre.

Pvaso_whisky_001apá se levantó confuso y se sirvió un vaso de whiskey. Comenzó a repartir los regalos como si nada hubiera ocurrido. A partir de ese año no se volvió a repetir el rito del masaje ni la lucha pugilística, aunque, eso sí, papá continuó haciendo su "Grand Entrance" la tarde del día de Navidad. El suceso nunca fue comentado ni repetido entre nosotros pensaba que hasta yo lo había olvidado. Sólo hoy que mi hijo me ha regalado unos guantes de boxeo por Navidad reflexiono, recuerdo, pero no me los pongo.

 

 

Navidades enviado a Aurora Boreal® por el escritor Emilio Mozo. Foto Emilio Mozo©Stephanie Colvey.

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