Globo, domingo, silencio y ellos

globo_002La mañana estaba con mucho sol pero ellos se habían levantado tarde. Clemencia fue la primera en salir de la cama. Encontró al niño en la ventana de la sala, viendo pasar gente, carros. Al salir Clemencia de la ducha, Hernando le propuso ir al Parque Nacional con el bebé.
Desayunaron a monosílabos. Hernando dijo sus cortas palabras con la boca ocupada y sin quitar los ojos del periódico. Las palabras que pudieran terminar una frase más bien parecían estar en la música de la radio, en los balbuceos del niño tratando de hacerse entender desde los brazos de Clemencia. Hernando terminó el desayuno mirando la página de anuncios de cine. El nombre de una película y el del director le distrajeron mientras escarbaba las encías con la lengua. Volvió a mirar los otros anuncios pero de nuevo se detuvo en aquella viñeta de siluetas oscuras con una ciudad al fondo.
La noche del sábado ellos habían tenido una discusión de celos, todo porque antes de las cuatro Hernando salió apresurado, con una explicación dada como a empellones y después no pudieron ir de compras, ya era muy tarde cuando él regresó. Las paces en la cama no llegaron. A pesar de que ella quiso olvidar que Hernando la había dejado vestida para ir de compras.
A pie fueron al parque. Los domingos preferían no usar el carro para salir, a no ser que fuera para ir al supermercado o visitar alguna de las dos parejas de amigos que tenían y que solían visitar, una vivía en Chía y la otra por los lados de Usaquén. La voz del niño fue el único diapasón erguido sobre la mudez de la pareja. Al pasar junto al señor de los globos de helio el bebé los hizo detenerse. Después Clemencia caminó sola con él. En la otra manita del niño estaba el globo, tieso en la punta del hilo, mecido a veces por el viento. Hernando llenó su silencio mirando a los demás paseantes, los prados, las fuentes.

Luego del medio día el cielo se encapotó de repente y sopló un viento frío. Ellos y los demás del parque apresuraron sus pasos buscando llegar rápido a la calle, o a lo mejor resguardarse bajo algo. Hernando levantó al niño. El viento se hizo más fuerte y se llevó el globo de las manos del niño. El globo ascendió a jalones, a veces parecía detenerse y después volvía a alejarse más. A la mirada de asombro y susto del niño siguió un llanto a mocos, y ya el señor de los globos estaba muy lejos de ellos, o se habría retirado del parque también. Un mimo insistía con sus movimientos de fondo marino ante un anciano y un muchacho en muletas, y el bebé a veces miraba hacia el cielo. Era cuando reanudaba su llanto.

 

José Cardona-López. Profesor titular de español, literatura hispanoamericana y creación literaria en Texas A&M International University. Ha publicado la novela Sueños para una siesta (1986), y los libros de cuentos La puerta del espejo (1983), Siete y tres nueve (2003), Todo es adrede (2009, 1993) y Al otro lado del acaso (2012). Cuentos y poemas suyos han sido incluidos en antologías publicadas en Canadá, Colombia, España, Estados Unidos y Perú. Ha publicado Teoría y práctica de la nouvelle (2003), libro en el que de manera amplia presenta, discute y aplica la teoría sobre la nouvelle (novela corta).

jose_cardona_003Tomaron una buseta. En la 48 se bajaron. Calmando al niño, corriendo con sus cabezas agachadas porque ya la lluvia se había descargado, llegaron al apartamento. Ni Pluto en la televisión ni la historia que Clemencia le contó pudieron calmar al niño. Entonces la doméstica lo puso en sus piernas. Luego de mirar y señalar al cielo desde la ventana de la sala, el niño acabó por quedarse dormido.
Escampó pero el día continuó gris. Hernando estuvo en su estudio acomodando libros, le dio por organizarlos en orden alfabético de autor. Clemencia permaneció en la sala con una novela de Moravia. Quiso acabarla de una sola sentada, pero la invitación de Hernando a ir a cine no la dejó. Hernando habló de los nombres del director y los protagonistas, fue cuando ella dobló la punta de una hoja y cerró el libro.
Clemencia fue a vestirse y Hernando se sentó en el sofá a esperarla. Cuando empezaba una segunda canción de Pablo Milanés en el equipo, Hernando vio entrar a Clemencia al baño. Se había puesto el traje marrón de shantung. La vez que ella se lo había estrenado fueron a un restaurante de la Pepe Sierra. El vino se le había chorreado a Hernando en el pantalón y ella había reído, fue una risa esplendorosa, entre inocente y coqueta. Aquel vestido, por primera vez en el cuerpo de ella había aderezado esa risa de un aire nuevo, como si la risa también fuera estrenada. Hernando recordó que no había vuelto a verla reír de esa forma y se dedicó a esperarla y a pensar en cosas de la oficina.
Clemencia salió del baño y fue a la alcoba. Después fue a la sala, ataviada de un buzo verde claro y con el bolso al hombro.
-Salimos-. Dijo ella.
-Perfecto-. Apagó el equipo de sonido y fue a ponerse una chaqueta.
Antes de salir Clemencia le repitió a la mucama lo que debía hacer con el nené cuando se despertara. Cada que salían a la calle repetía las mismas instrucciones. Siempre quería estar segura del cuidado con el niño, y la seguridad la hallaba de esa manera.
Fueron al Palermo, era una película de una pareja joven y similar a ellos. Dos seres, hastiados por la rutina de sus vidas, terminaban por separarse luego de que ambos vivieran situaciones cargadas de aventuras tristes y alegres, pero más alegres que tristes. La trama era sencilla: felicidad matrimonial, aparición de los celos con sus desesperos, las aventuras de cada uno de ellos, y luego el divorcio. A Clemencia y a Hernando les impresionó mucho el final, sobre todo la escena con que se acababa la película. La mujer se quedaba sola, sentada en una banca, con la vista frente a unos árboles en otoño y el poniente en la parte superior de la pantalla. A partir de una toma lenta sobre el perfil de la mujer, explorándole cada ángulo facial, la cámara se había retirado despaciosa hasta abarcar la escena completa: ella, los árboles, el sol cayendo, y en el medio, al fondo, el hombre que se alejaba sobre un pavimento muy cargado de hojas tostadas. La música, que se apagaba a medida que la cámara ganaba más imagen, había estado a cuenta de un violonchelo. Luego vino el silencio absoluto en la pantalla mientras pasaban los créditos, el mismo silencio que se extendió hasta la platea del teatro, roto después por el ruido de la gente al levantarse de las sillas y dirigirse a la salida. Afuera la noche estaba muy helada. Algunos que salían del teatro se frotaban las manos, otros se ajustaban chaquetas y abrigos, se cruzaban las bufandas. Había llovido de nuevo.
Clemencia y Hernando caminaron sin hablarse, aunque él tenía un brazo sobre los hombros de ella. Doblaron por la 46 y la calle ahora estaba muy sola. En la Séptima los autos no eran muchos, uno que otro rodar de un par de luces enterradas en la noche. Los edificios eran moles húmedas y heladas que se continuaban unas a otras, formando una espina de concreto lavada por la lluvia y la noche.
Ya en la 48 Clemencia fue quien terminó por hablar. Dijo algo de una escena de la película y su relación con la del final. Hernando le respondió con un movimiento de cabeza, como de afirmación. Ella insistió en hablar, ahora comentando algo del niño, de aquel domingo de él con el globo perdido, de su llanto. Hernando la oía pero estaba aplicado a recordar el final de la película, a recordar la última imagen, con ese violonchelo que se apagaba lento, que se volvía silencio. Hernando hizo una sonrisa pero no salió de sus pensamientos.
En silencio llegaron al edificio, sueltos subieron las gradas. El taconeo de ellos en las baldosa parecía existir en otro espacio. Tan pronto entraron al apartamento Clemencia preguntó por el niño. Hernando fue a sentarse en el comedor. El televisor estaba encendido pero él no lo escuchaba, ahora su humanidad estaba concentrada en mirar el helecho del rincón de la sala. Lo veía muy débil y de nuevo pensó en la película. Comieron callados. Clemencia terminó y volvió a preguntarle a la doméstica por el nené. La muchacha le dijo que él había estado correteando mucho y que cuando estuvo tres veces en la ventana, entre pucheros había mirado y señalado al cielo.
-No hace mucho que se durmió-, agregó.
La mucama también había estado con el niño junto a la chimenea, hasta que el calor de los leños y las historias cantadas terminaron por dormirlo. Clemencia estaba agradecida por la labor de la muchacha, además porque había preparado la chimenea para ellos. Se fruncía en deseos por el fuego, quería estar junto a la chimenea, dársele toda.
La muchacha recogió platos y luego estuvo frente al televisor. La luz y el ronco ruido del aparato desaparecieron cuando ella fue a acostarse. Hernando y Clemencia quedaron solos, muy callados, como si cada uno existiera allí sin la presencia del otro, como si ese espacio fuera el suyo y al mismo tiempo tampoco.
Clemencia preparó café. La taza de Hernando la dejó en la mesa del comedor, ella fue con la suya a sentarse frente al fuego. Con el periódico en una mano Hernando espulgó algunas ramas del helecho, recogió su taza de café y fue a la chimenea. Tomándose el café estiraron sus piernas muy cerca de los leños. Ambos volvían a recordar la película, pero no hablaban de ella.
globo_001Hablaron del helecho de la sala. Hernando dijo de echarle un fertilizante y cambiarlo de sitio. Hablaron del niño, de las travesuras que había hecho el viernes en la guardería. Hablaron del llanto por la pérdida del globo y la conversación empezó a acabarse lentamente. Las palabras morían en el fragor de la chimenea sin siquiera detenerse en los oídos. Clemencia retomó la novela de Moravia, todavía le quedaban dos horas de domingo antes de irse a dormir. Fue a la hoja doblada en la punta, leyó un párrafo arriba de donde había suspendido la lectura y a su memoria regresó la película, esa escena final. Sus ojos siguieron una a una las palabras del libro, pero su mente insistía en la escena final de la película. Hernando se puso los lentes, buscó la página internacional del periódico. Leyó cualquier noticia, mientras volvía a pensar en la película.
Como seres en fotografía están quietos junto al fuego. Dentro del apartamento palpita un silencio apenas roto por el chisporroteo de los leños, por espaciados y lejanos ruidos de la calle que se filtran por la ventana. Están callados, recuerdan la película y el silencio entre ellos es mayor que la fatiga del domingo que desde la hora del desayuno se había dejado sentir. Las nubes del silencio cada vez son más espesas, y se posan una sobre otra para formar paños como de algodón prensado en las superficies del apartamento, en los cuerpos de ellos. Hernando y Clemencia, en vilo por el creciente silencio, parecen que estuvieran entrando al sueño de un sordomudo, entornando pesadamente cada cortina del aire de aquellos sueños, llegando a unos espacios en que las cosas ocurren en un tiempo que parece no ser tiempo, pero que suceden. Es el silencio de ellos.
Hernando recuerda el final de la película. Sus ojos están detenidos en una foto del periódico que celebra una proeza espacial y su mente repta en la última imagen de la cinta. Recuerda el juego de la cámara con el rostro de la mujer. Ella tenía una boca muy sensual y junto a las puntas ya se pronunciaban los surcos nasolabiales. En la escena la mujer había hecho un leve gesto que tras de sí llevaba un intento de sonrisa. La escena toda había abarcado la pantalla, y es ahí cuando Hernando recuerda que hubo otro movimiento muy breve en los ojos de la mujer, como si los dirigiera hacia el hombre que se alejaba.
El silencio es una goma helada que envuelve los cuerpos. Ahora el silencio nada en el aire, se mueve sin hacer ruido entre los objetos, se arrastra descalzo en el piso. Es una esponja que absorbe todo, una jalea glacial que tapiza las cosas. El silencio ya es ese caminar callado como desde el fondo del tiempo que ellos están viviendo frente a la chimenea, sin hablarse. Sus lenguas duermen de nuevo en la tregua del silencio, mientras arriba las dos memorias están en el final de la película. El silencio ya es sustancia gris, ya es un pozo de mercurio, ya es escarcha sobre las pieles, como si un mildiu les germinara. Es el silencio de ellos.
fuego_chimenea_001Aunque su pensamiento insiste en el bebé, Clemencia piensa en la película, en aquella escena final. Las imágenes se le mezclan con la del niño jugando, del niño preguntando, del niño durmiendo, del niño llorando por la pérdida del globo. El final de la película está en las manos de la memoria de Clemencia: los árboles escasos de hojas, el poniente atravesado de ramas, la mujer de terno beige, sentada muy quieta en la banca, la perspectiva por la que asciende el hombre. El bebé aparece por última vez en su pensamiento cuando al recuerdo se añade la música del violonchelo. Entonces el silencio del apartamento, el de ella, es esa música callada en sus oídos. El recuerdo de la escena queda suspendido a la imagen del hombre caminando. Clemencia había notado que, tal vez un segundo antes de aparecer los créditos de la película, el hombre había girado la cabeza, como queriendo mirar a la mujer, pero sin detener su caminar.
No se miran. Clemencia continúa con sus ojos en la chimenea y Hernando con los suyos en el periódico. Las cuerdas del silencio enrollan las cosas, amortajan los cuerpos. El silencio es una estela gruesa de metal blando que ciñe cada milímetro de sus pieles, en sus cuellos es casi fuerza de acero. Hernando y Clemencia piensan en el final de la película, en los movimientos que vieron en los dos personajes. Pero la película se había terminado con la última imagen casi quieta. El hombre caminaba con la cabeza al frente, alcanzando planos que en la cámara ya se hacían borrosos. La mujer miraba unos árboles al lado derecho de la pantalla. Ninguno intentaba mirar al otro. Luego había venido el silencio con la agonía del violonchelo, el mismo silencio de Hernando y Clemencia en la calle y bajo la noche helada, el del apartamento ahora, el de los dos en la chimenea. Ese que es el silencio de ellos.

Globo, domingo, silencio y ellos enviado a Aurora Boreal® por José Cardona-López. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de José Cardona-López. Foto José Cardona-López © Mika Akikuni. Foto de niño con globo  rojo de la película Le Ballon Rouge de Albert Lamorisse.

 

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