La muerte cruel de Fonseca

guillermo_001Escribir sobre la muerte es un tema difícil. Mas complicado aún, cuando se trata de Fonseca, porque crecimos juntos y compartimos una infinidad de experiencias durante el tiempo. Muy cercanas. Muchos años.

En aquel entonces, yo vivía en Roma, y me enteré de la muerte cruel de Fonseca, por otro amigo común de la infancia que envió un mail en cadena a los amigos cercanos. La referencia decía algo así como: “...noticias tristes de Fonseca”... y esa frase fatal pero discreta, fue suficiente para confirmar que la cosa no había terminado bien.

 

La primera imagen que se me pasó por la cabeza fue la de Fonseca en uno de sus trajes de lino con corbata de seda y camisa de gemelos, una tarde que jugábamos al King. Impecablemente peinado, con una manicura que daba la sensación de que se la habían hecho unos minutos antes. Él, fumando uno de sus negros y delgados cigarrillos marca More, mientras descartábamos la mano de las “no bazas,
no corazones, no jotas ni ‘ka-es’, no ‘cu-es’, no k de corazón y no las dos últimas bazas,” para pasar a los triunfos y hacer el balance. ¿Cuántas tardes juntos...? Por no mencionar las interminables noches jugando al póquer hasta altas horas de la madrugada, en un sótano de su casa al que él había bautizado cariñosamente, “la cueva.”

 

Guillermo Camacho escritor colombiano. En la actualidad reside entre Dinamarca y España.

En el camino a casa, antes de llegar al Gran Raccordo Anular, estoy seguro de que lo vi pasar en su convertible Aston Martin azul, con unas gafas de sol. Me escoltó hasta mi apartamento de la Via Cassia mientras una infinidad de imágenes de aquellos años dorados que compartimos, iban y venían en un regocijo de recuerdos. Fonseca era un dandi, no hay duda de eso. Las camisas se las cosían a la medida y un sastre en la calle sesenta, arriba de la trece, un tipo de nombre Nelson, le cosía los trajes de chaleco que siempre usó. Al menos, así lo recuerdo. Ya en esa época imaginé que Fonseca había nacido en la ciudad y tal vez en la época equivocada. De niño hablaba de cosas grandes, de proyectos monumentales, de amasar riquezas impensables, de supernovas inalcanzables, de agujeros negros y extraños en un universo sin unicornios azules mientras yo estaba más preocupado por conseguir plata para comprar libros y poder terminar de pagar un clarinete a plazos.

Una vez en la universidad, le escuché a un compañero una frase que decía que la crema de Medellín se había corrompido. Me tomó años darle el sentido completo a la frase. Tal vez la noche que me enteré de la muerte cruel de Fonseca entendí la profundidad de lo que aquella frase quería decir.

¿Fue necesario derribar a Fonseca de seis balazos en la cara?

¿Qué debe haber hecho uno para merecer una sentencia de ese calibre?

Desde que me enteré de la muerte cruel de Fonseca, me ha torturado la idea de lo que debió cruzar por su mente en el momento que forcejeaba con el sicario que lo estaba ajusticiando con seis tiros en la frente. Desde aquel día, tengo el presentimiento de que se le pasó toda su vida en esos seis instantes. Estoy seguro de que alcanzó a recordar el berrido de su nacimiento una mañana lluviosa de septiembre. Ya entonces había quedado sellado el pacto con el destino. Estoy seguro que se habrá acordado de sus hijos que quedaban desamparados, de la noche en que enterramos a su padre, del atardecer en que le falló el radar en la avioneta que volaba y desesperado aterrizó de emergencia en una pista militar de un país vecino. Un mes y medio lo tuvieron detenido en un cuartel militar con continuos interrogatorios. Después nos reíamos a carcajadas cuando nos contaba que le habían devuelto la avioneta en cajas. La habían desarmado buscando los famosos equipos de espionaje. Lo único que encontraron fue una máquina fotográfica con seis rollos de película con las fotos de la travesía que había realizado por el Caribe colombiano y una pila de calzoncillos sucios.

¿Qué precio terrible le hizo pagar el destino? Este relato siempre me quedará a medias, amputado, porque a Fonseca le perdí el rastro de media vida. Reconstruir los primeros veinticinco años me obligaría a pedir prestados los recuerdos de todo el combo de amigos y sería necesario hacer un viaje de regreso, una vez las heridas estuviesen sanadas, para hacerlos hablar. Seguramente también sería necesario anestesiarlos con alcohol hasta que empezaran a cantar desinhibidos de complejos y culpas. Porque sé que todos en el fondo lo queríamos como a un hermano. También sé, a pesar de la distancia y el tiempo, que todos se alejaron de Fonseca mucho antes, debido a un pleito antiguo de negocios-esto, sumado a la primera trágica muerte de uno de los miembros del combo de un cáncer a una temprana edad. Todos habían asistido al primer entierro. Yo no pude estar presente porque ya en aquel entonces vivía en el norte de Europa donde trabajaba y en las noches escribía estos relatos en la intimidad de mi estudio. Los otros veinticinco años de Fonseca debería reconstruirlos a retazos e inventar una interpretación más conveniente porque me sería imposible recolectar sus acciones y amistades de aquellos años objetivamente.

Me los puedo imaginar a todos -los amigos comunes de aquellos años-dándose cita la mañana del entierro. Se habrán encontrado en casa de alguno de ellos y se habrán comportado como desconocidos que no tienen nada qué contarse. Habrán destapado algún licor para pasar la amargura de la tristeza y cada uno a su manera lo habrá recordado. Se habrán preguntado por los destinos de cada cual. Se habrán saludado con las esposas que habrán juzgado y habrán hecho comentarios de mal gusto sobre el difunto. Se habrán recordado de nosotros los ausentes, y nos habrán disculpado por aquello de la distancia. Luego, habrán acompañado a Fonseca al cementerio para darle el último adiós. Para rematar, se habrán reunido en un restaurante donde habrán tomado una sopa cualquiera sin muchos comentarios. Se habrán despedido y se habrán prometido encontrarse más a menudo para reconstruir un pasado donde todo era mejor. Pero la verdad es que a estas alturas, cada uno andará en lo suyo y estará llorando a Fonseca a su manera. ¡Este relato parece ser mi manera!

La coreografía de la vida es extraña. Un año después de la muerte cruel de Fonseca habrá una misa. ¡Los amigos del combo se volverán a encontrar pero Fonseca no volverá! Estará viéndonos a todos desde algún lugar del más allá, donde habrá encontrado su paz eterna, sentado en una poltrona de terciopelo rosado. Será feliz con las cosas sencillas, lejano ya de todas las fatigas terrenales. Y si en el más allá hay televisión, estará viendo la serie de turno y se reirá a carcajadas de todo mientras acá estará cayendo un diluvio universal.


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