Envío capital

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No sé si me lo inculcó mi padre, lo saqué de algún libro o lo deduje de mi nombre con el tiempo. Lo cierto es que crecí con una firme convicción sobre el valor de la honra. Me llamo Honorato Caballero, alias "Quasimodo", y estoy desde hace cuatro meses en la celda 39 del Penal García Moreno de Quito, aguardando sentencia. La espera es larga, pero no tengo queja. Incluso puedo decir que la gente me aprecia. Lo comprobé el día en que, al pasear por el patio del panóptico, uno de los presos se acercó y me dijo: "No se ofenda: nosotros también le llamamos «Quasimodo»... pero con respeto. ¡Qué estilo el suyo, carajo!". Me extendió la mano y se la tomé, convencido de merecer la felicitación de un entendido, de un profesional. En cambio, el fiscal me acusa de un crimen execrable, sádico, inédito en los anales del país. No creo que sea así, y para demostrarlo sólo puedo contar mi historia, tal como ocurrió.
Conocí a Ana María cuando yo estudiaba Derecho. No fue un encuentro casual, pues ella iba a un instituto de Arte Dramático cercano a la facultad. Era esbelta, cejas altivas y pómulos angulosos y simétricos. Quedé perplejo el día en que, llevado por un golpe de audacia, conseguí que fuéramos a tomar un café.
Para ser fiel a la cronología de los hechos, debo confesar que, al llegar a casa, me sometí a un escrutinio frente al espejo. De niño había sufrido una poliomielitis y, al mirar mi figura encanijada y dispareja, me dolió la vista y el sentimiento. Ese instante renuncié a la pretensión de conquistar a Ana María, pero fue ella quien al día siguiente me tomó de la mano como si fuéramos enamorados.
—Me encanta que trabajes en la Cancillería... para diplomático —me dijo, mientras seguíamos el camino.
—Ante todo, soy poeta —contesté, fiel a mi íntima vocación.
—Ambas cosas van bien —replicó con mayor entusiasmo todavía.


No muy convencido de ello, acompañé a Ana María hasta su casa, y luego, guiado por alguna suerte de instinto animal, fui a parar en el Bar Silvia. En ese sitio de bohemia decadente, al calor de una botella de "Trópico Seco", había destruido años antes mis poemas inéditos, debido al abandono en que me dejó el amor y musa de esos tiempos. Al eco de aquella poesía rota, me puse a analizar mi encuentro con Ana María y algo debió de haber rimado bien, pues un año más tarde estábamos en el altar del Colegio San Gabriel, donde bajo la mirada triste de la Virgen Dolorosa contrajimos matrimonio.
Al poco tiempo me llamaron a la dirección de personal de la Cancillería para entregarme el nombramiento a la Misión Permanente en Ginebra. Tenía 25 años y rango de primer secretario. Era mi primera salida al exterior y no podía quejarme del destino asignado. Me gusta la expresión "destino asignado", pues desde que uno entra a la Carrera pierde la capacidad de decidir su propio sino. Y, al decir esto, no pretendo trasladar parte de la responsabilidad al Ministerio, sino la totalidad de ella. Como dijo alguien: "El mundo es todo lo que acaece; es la totalidad de los hechos, no de las cosas".
Pues bien, al mes viajé solo a Ginebra para buscar apartamento y, luego de dar muchas vueltas, tomé una pequeña casa en Gd Saconnex, barrio aledaño a la ciudad. Cuando Ana María llegó, se sintió defraudada: la casa no quedaba a orillas del lago Lemán, como había imaginado, y por dentro las paredes estaban llenas de marcas y pinchaduras, herencia del anterior inquilino. Pese al cansancio del viaje, insistió en inspeccionar el inmueble. Cuando bajamos al sous-sol, se topó con una bodega fría, atravesada de tubos, espitas y cables. Sus ojos se posaron en una puerta de metal, pintada del color acerado de las paredes. Con manivela en el centro, parecía una escotilla y, al abrirla, dimos con algo parecido a una bóveda de seguridad.

 

Jaime Marchán. Nació en Quito en 1947. De muchacho, colaboró como cronista juvenil en el diario El Comercio y publicó sus primeros trabajos en revistas universitarias. Como diplomático, ha ejercido las funciones de embajador en Belgrado, Roma, Viena, Santiago de Chile y Berna. Su primera novela La otra vestidura, publicada en Madrid en 1991, obtuvo la Mención Especial del Premio Pegaso de Literatura para América Latina 1994. En 1998 publicó en España Destino Estambul, que ha sido materia de estudio en la Facultad de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Friburgo (Suiza), al tiempo que traducida al turco. En 2000 apareció en Madrid Itinerario de trenes, y en 2005 Dacáveres: Relatos perversos. Su más reciente novela, Volcán de niebla, publicada en 2013 por la Editorial Alfaguara, lo ha consagrado como uno de los escritores más importantes de la literatura ecuatoriana. Ha publicado también varios ensayos literarios, entre ellos Sobre Herman Melville y el Ecuador: travesía y ficción, así una extensa obra en el campo de las relaciones internacionales y los derechos humanos. En 2007 participó como escritor invitado en el coloquio organizado por el Instituto Cervantes de Utrich (Holanda) sobre el tema: "El Ecuador y sus raíces indígenas en la literatura". En 2013 fue investido como miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua.

—¿Y esto? —me preguntó perpleja.
—La caja fuerte —dije llanamente.
—Honorato —protestó con indignación e ironía—: ¿cómo pudiste alquilar una casa despintada, con cortinas anaranjadas y una bóveda de seguridad completamente vacía?
—Estás cansada, cariño —repliqué—. Mañana verás las cosas de mejor color.
Se soltó la cinta que sujetaba el cabello y dijo:
—Tomaré una ducha para relajarme antes de dormir.
No me atreví a decirle que no había ducha propiamente. Los suizos tienen lingotes de oro bajo las calles, construyen refugios nucleares en sus casas, fabrican relojes de precisión y fármacos eficaces, pero no acostumbran —al menos no acostumbraban entonces— instalar duchas en las tinas.

2

 

Yo iba los días laborales a la Misión a las ocho de la mañana, en autobús, y ella se quedaba en cama hasta las doce. A esa hora se levantaba para sus aeróbic, y tomaba luego un desayuno vegetariano para mantenerse en forma. Seguía una siesta antiestrés, baño de tina, vestido y maquillaje. A las dos de la tarde salía en nuestro coche a clases de francés, hasta las cuatro. Daba vueltas por las tiendas de la Rive y los escaparates de Bon Genie, y regresaba a casa antes de las siete.
Mi trabajo en la oficina era intenso. El despacho de la valija diplomática, una de mis responsabilidades, me ocupaba una tarde a la semana. El resto del tiempo, muchas veces incluso por la noche, asistía a un sinnúmero de reuniones en el Palacio de las Naciones y escribía informes. Rara vez disponía de un rato libre en casa para mis lecturas o para escuchar las Variaciones Goldberg de J. S. Bach, en la versión de Glen Gould, una de mis piezas preferidas.
Cuando cumplimos un año en Ginebra, el embajador y su señora nos invitaron a la residencia con motivo de la fiesta nacional. Era un agosto muy caluroso, recuerdo, y Ana María estrenó un traje ligero y sensual. Al comienzo, la recepción estuvo apagada, pero luego del buffet algún gracioso puso sanjuanitos y la fiesta se prendió. Todos bailaron con Ana María, excepto yo que, proscrito por causa de mi limitación física, me puse a borronear mentalmente un poema en un rincón de la terraza. Estuve allí, completamente abstraído, hasta la medianoche, en que terminó la algarada.
Pasarían dos o tres semanas, cuando comencé a percibir ciertos cambios de humor en Ana María. No podría describirlos con exactitud. Baste decir que no habían ocurrido antes, ni encontraba en nuestras habituales disputas conyugales causa para ello. Eran extraños, simplemente.

 

3

 

Un día el embajador llamó para pedirme que asistiera a una conferencia internacional en Zurich, por una semana. Partí a la mañana siguiente con buen ánimo, pensando que un breve tiempo fuera de casa nos haría bien a mi mujer y a mí. La reunión se clausuró antes de lo programado y, pensando dar una grata sorpresa a Ana María, retorné directamente a casa llevándole un ramo de flores. La encontré más hermosa que nunca: otro peinado, traje nuevo y un suave perfume de violetas.
—¿Estás por salir? —le pregunté, advirtiendo que llevaba las llaves del coche en la mano.
—No..., acabo de llegar —dijo con un nerviosismo que atribuí a lo inesperado de mi llegada.
Me acerqué a la mesita del bar para dejar el ramo y servirme un trago, cuando vi las otras flores.
—¿Y esto?
—Rosas —contestó, rehuyendo mi mirada.
—¿Rosas?
—Sí... Alguien me las envió. ¿No fuiste tú?
Confundido, no acerté qué decir, pero ese momento presentí que algo amenazador y extraño se había interpuesto entre nosotros.
Al día siguiente tocaba despacho de valija. Terminé de llenar el registro y salí a la sección de carga del aeropuerto antes de la hora acostumbrada. Me atendió una mujer de labios remordidos. Hacía su trabajo con cierta repugnancia, como si estuviera despachando odres viejos. Con ella se turnaban dos hombres: un miope, cuyas gruesas gafas convertían su rostro en una vidriera con ojales, y el inspector de turno, un enano calvo y locuaz de mirada policial.
Dejé la valija y volé a casa, pues los celos habían empezado a germinar dentro de mí como microbios. Me contrarié al encontrar una nota de Ana María diciéndome que regresaría "de noche" (no precisaba la hora), debido a una reunión con sus compañeros de clase de francés. Tiré el papel al tacho de basura y empecé a beber de una botella de whisky. El primer trago me quemó las entrañas, los otros me calentaron la sangre. Entonces me puse a espiar sus cosas con la acuciosidad de un aforador aduanero. Revisé todo: carteras y trajes, apuntes y libros de francés, el cajón de ropa interior, el fondo de sus zapatos.... Nada encontré y, sin embargo, ese momento se me hizo claro que mi esposa me engañaba con "él". Llámenlo intuición, presentimiento, cualquier cosa. Estaba allí corroyendo como un ácido esa tenue patina llamada fidelidad.
Ana María llegó cerca de la medianoche. Me llamó la atención su recompuesto maquillaje. Nada más verla y aspirar su perfume, me llené de una rabia espesa. Caminó hacia mí, vacilante, y al inclinarse para besarme, vi tras el escote marcas que no eran mías, toscos graffite de ajena pasión sobre su piel. Enloquecido, comencé a desnudarla en la sala. Le quité hasta la última prenda y empecé a besarla por todas partes. Parecía animal salvaje olisqueando a su presa. La mordí incluso, saboreando la dulce sal de su sangre. Era flor sin corola cuando la tiré sobre el sofá y empecé a meterme dentro de ella.
Al día siguiente fingí pedirle perdón por mi brutal arrebato, y comencé de inmediato mis propias pesquisas. Me convertí en un vulgar sabueso, en un rastreador tenaz y solapado. Descubrí que muchas veces se encontraba con su amante en nuestra propia casa, cuando yo salía a trabajar —lugar y momento menos sospechosos, ciertamente—, y que otras ocasiones iban a un hotelito de Ferney Voltaire, no muy lejos de donde vivíamos. Pero no pararon allí sus engaños. Una noche, después de cenar, se levantó de la mesa y con el mayor descaro me enseñó un reloj de pulsera que, según ella, había comprado con un dinero enviado por sus padres desde Quito. Era un precioso reloj de brazalete, marca "Bulgari". Me pidió que se lo pusiera en la muñeca y yo, fiel a mi estrategia de disimulo, le ceñí la costosa prenda sin decir palabra. Al otro día, sin que ella se diera cuenta, tomé el "Certificado de Garantía" y fui al local de la Rue de Mont Blanc, haciéndome pasar por el comprador. Dije que quería una copia de los papeles para la exoneración del IVA. Tuve suerte y me la dieron: allí estaba el nombre y la firma del amante.
No necesitaba más pruebas. Restaba únicamente preparar el plan con el que defendería mi honra. Decidí hacerlo fuera de Ginebra, pues ni en casa ni en la oficina disponía de la tranquilidad necesaria para concebirlo. Le anuncié a mi mujer que iría unos días a Milán para comprar un poco de ropa de estación en rebajas y que retornaría el siguiente sábado por la noche.
Las gotas de lluvia tamborileaban en el techo del tren cuando me embarqué para Milán. Al cabo de un rato, el revisor atravesó el pasillo perforando los billetes y, desde ese instante hasta llegar a la Stazione Centrale, mi mente se nutrió de los más atrevidos pensamientos. Me sentía lleno de energía, euforia y determinación. Al llegar al hotel, me tumbé sobre la cama y dejé que mi mente hilvanara el plan. Hasta entonces no había imaginado que éste podía representarse en la mente del autor con total clarividencia. No sólo eso, sino que hay un gozo estético en la composición de las escenas, en el manejo plástico del material, tan trivialmente llamado por los leguleyos "cuerpo del delito". Todo está insuflado de un ánimo febril, por lo que el placer del acto no está en su ejecución misma, sino en ese estado de arrebato que le precede y que pone a prueba la capacidad, la fuerza, el talento del perpetrador.

 

4

 

jaime merchan oo4El minucioso plan comenzó a desenvolverse con absoluta precisión desde el instante en que, adelantando mi retorno a Ginebra, el autobús me dejara a una cuadra de mi casa ese jueves 22 de septiembre, dos días antes de la fecha en que Ana María esperaba mi regreso. Como había tomado en cuenta incluso los pronósticos del tiempo, para nada me sorprendió la lluvia cerrada que se cernía sobre la ciudad. Las gotas tableteaban sobre el paraguas, necias e insolentes. Era la misma música vertical y estrepitosa que había imaginado para la escena en que, atravesando el aguacero, caminaría por el sendero de gravilla hasta la puerta de mi casa. La luz del alumbrado público, mojada y opaca, proyectaba sobre el tapial mi silueta cojitranca. Yo mismo me impresioné al verla.
Entré en la casa con el sigilo de un ladrón, irónica figura para quien era dueño de todo allí, incluyendo la vida de los amantes. ¿Debo decir que los encontré en la cama, en nuestra cama, durmiendo entrelazados, con una languidez obscena y placentera?
El puñal cayó sobre el uno y se hundió con furia. La palpitante víscera engulló la hoja y tuvo que aguantar, hasta el pomo, la fuerza de la embestida. El otro cuerpo se despierta perezoso. Abre los ojos en la penumbra del cuarto. Dudoso de la realidad impertinente, se restriega los párpados, confiando en que todo sea un mal sueño. Pero no: ve al cómplice acostado a su lado, con el puñal hundido entero; me distingue con una atónita mirada que horada la propia oscuridad. Quiere gritar, mas ya es tarde: la cinta adhesiva le tapa la boca; otro pedazo, los ojos; envolturas ágiles y precisas inmovilizan brazos y piernas; convierten a ese cuerpo en un bulto inerme que se contorsiona en medio del espanto.
Mi plan continúa conforme al libreto: con una fuerza a lo mejor insólita para mi tamaño y condición, acarreo aquel cuerpo escaleras abajo y lo deposito, vivo y cimbreante, en la bóveda. Cierro la puerta y pego en la hoja, con gruesos brochazos de sangre, el siguiente rótulo:

«REFUGIO EN USO»

Regreso a la recámara para terminar la otra parte de mi obra, la mejor, la más refinada y trabajosa. Me toma un tiempo cortar y acomodar la pieza capital —no creí que pesara tanto— en el paquete que despacharé a Quito en la valija del día siguiente. Termino el envoltorio y, antes de abandonar la recámara, pego otro rótulo sobre la cama donde yace el cuerpo cercenado:

«FAVOR, RECLAMAR FALTANTE
EN QUITO LUNES PRÓXIMO»

Retorno a la sala y bebo un trago, mientras afuera la lluvia cae con insólito desparpajo. Con la satisfacción del deber cumplido, duermo plácidamente en el sofá. Al día siguiente, viernes, voy temprano a la Misión, paquete en mano, para preparar la valija. Una vez allí, escribo, número y firmo la nota oficial ("ASUNTO: ENVÍO CAPITAL") con la que remitiré el envoltorio, a fin de que no haya dudas sobre su autenticidad. Está todo listo cuando veo llegar a la secretaria.
—Qué bueno que esté aquí —dice aliviada—. El embajador me encargó despachar la valija por hallarse usted ausente.
—No se preocupe, voy saliendo con ella al aeropuerto —dije, contento de haber llegado a tiempo para cumplir para cumplir personalmente con las instrucciones de mi jefe.
En la sección de carga del aeropuerto estaba de turno el hombre calvo y locuaz. Completó el registro y, tomando la bolsa en vilo, la dejó caer sobre la báscula.
—Con cuidado —dije.
—¿Algo frágil? —preguntó, arqueando las cejas.
—Delicado —contesté con aplomo.
—Secretos de estado, supongo.
—Ni tanto. Notas diplomáticas... y sus anexos —contesté imperturbable.


5

 

Abandoné el aeropuerto y, como acababa de salir el Beaujolais del año, me pareció una buena idea degustarlo en uno de mis lugares preferidos de Ginebra. Tenía varios sitios donde recalar, según soplara el viento. Como era una tarde luminosa —al menos para mí—, fui al Café de París, frente a Cornavin. Me instalé en una de las mesitas y pedí entrecôte, patatas fritas y ensalada verde. Me agrada el lugar: chasquidos de cubierto, vapor de café, humo de tabaco y aquella vaga tesitura de voces en el fondo. Al final, me fumé un habano con una copa de Armagnac, mientras releía Mademoiselle Satán, uno de mis poemas preferidos de Jorge Carrera Andrade: "... rara orquídea del vicio / ¿por qué hiciste, di, de tu cuerpo un regalo? / La señal de tus dientes llevo como un silicio / y mi carne posesa del enemigo malo...".
No queriendo volver a casa, en cuyo sótano estaba el otro cuerpo vivo y amordazado, fui a una pensión hasta el lunes por la mañana, en que me presenté en la comisaría de la Avenue Wendt 61. Al principio, los policías anduvieron algo incrédulos, pero, acompañados por mí, enseguida constataron los hechos. Encontraron a Ana María, amordazada y moribunda, en el sótano, a donde los conduje primero. Luego subimos a la recámara. Sobre la cama matrimonial hallaron el cadáver decapitado del amante. El comisario miró, perplejo, el rótulo sobre la cama y el ayudante se lo tradujo al francés. Todo esto en presencia mía, como digo. Como nadie entendía dónde podía estar el "faltante", es decir, la cabeza cercenada, todas las miradas convergieron sobre mí, como si fuera el poseedor de la verdad absoluta. Ese momento lo era. Y yo, que había preparado con tanto cuidado las líneas finales de mi obra maestra —perdonen la inmodestia—, me puse de pie y con gran solemnidad les dije que nada estaba a mejor resguardo que la cabeza del embajador, por haberla despachado por valija diplomática a Quito, Ecuador, Sudamérica, oui, messieurs, el viernes anterior. 

 

Envío capital enviado a Aurora Boreal® por Jaime Marchán. Publicado en Aurora Boreal@ con autorización de Jaime Marchán. Foto Jaime Marchán © Alegría Jácome.

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