Un fulgor en la oscuridad

aminta buenano 005Sobre mis senos tristes descansa una flor marchita
como aquella flor que me entregaste cuando te conocí, era
extraña, amarilla, con ese color frenético de las grandes pasiones;
tú la prendiste en mis labios con un ligero roce de
los tuyos, y luego, violentamente, como en un extraño ritual
de guerreros, la arrebataste; y clavando tus ojos en mis ojos,
como si una decidida sed de venganza te obligara a desafiarme,
la devoraste poco a poco, hasta dejar su agonizante
tallo bailando entre tus labios, y entonces, fíjate tú, como
que esperabas una última súplica. No sé por qué extraño
misterio pensé en un gato con un pajarito entre sus zarpas,
y dolorosamente, volví el rostro.

Era abril y había pájaros y sombras entre los árboles
y gritos de chiquillos persiguiendo a los perros; tu risa se

abría insolente al mundo con la misma estridencia metálica
de las furiosas cadenas que hacías colgar de tus manos para
que todos te temieran; tu cabeza rapada al estilo punk; los
múltiples agujeros sabiamente abiertos de tus jeans descoloridos;
los slogans punzantes que gritaban tus camisetas y
el increíble tatuaje de una codorniz con cabeza de toro, me
provocaban una suave convulsión gozosa, hasta reí contigo
cuando un par de viejecitos sumergidos en los polvosos
recuerdos de sus viejas memorias detuvieron por un instante
su mundo, para mirarte con horror, y tú les concediste
desde la mole imponente de tus bíceps sarcásticos una
mirada compasiva que tenía algo de desdén y mucho de
asco y luego, con una mueca, como quien hace una deplorable
confidencia, me soltaste en voz baja: hay que tenerles
respeto a estos carcamales, yo también tengo abuelos. Y
contradicción de contradicciones yo me sentí más solidaria
contigo que con ellos, quizá por ese instinto que impulsa
más a la vida que a la muerte. Recuerdo que desde aquel
día datan mis lazos, la minifalda que nunca estrené, los collares
de doble vuelta con la figura de John Lennon y Hitler
en un corazón, la esvástica y la hoz y el martillo como
prendedor de una deshilachada y sucia chompa de tela que
tú amabas y que como prueba de tu amor me regalaste,
cuatro discos de rock que nunca pude sentir a pesar de haberme
esforzado y de haberlos bailado "como una experta",
dijiste, levantando un pulgar entusiasmado; mientras
convulsamente te tirabas al piso rasgueando una guitarra
imaginaria y yo me empeñaba en imitarte ahogando el dolor
en la espalda y el cansancio.

Esa extraña metamorfosis comenzó en aquel momento
en el parque y yo ya era otra cuando nubes de polvo como
un ciclón con ruidos sísmicos interrumpieron nuestra cita
y estuvieron a punto de ahogarnos, y eran tus amigos de
no sé qué banda, que armados de sus motos y de sus cascos
oscuros, acorralándonos con sus risas y burlas, venían
a secuestrarte. Me abandonaste sin reparos y sin volver la
vista atrás, calculando el gesto justo que borrara para ellos
aquellas debilidades del amor, y yo volví a casa con el
presentimiento de que iba a ocurrir algo inminente, abrumada
por una extraña sensación de fatiga, como si hubiera
corrido mucho y no pudiera respirar. Aquella noche me
desvelé y no por las preocupaciones de siempre, que la
casa, la cocina, el lavado interminable. En aquella vieja
cama en que parí a mis hijos comenzó a girar aquella antigua
rueda del amor que creía olvidada, te imaginaba en
múltiples situaciones, las más insólitas, repasaba lo que te
diría, anticipaba tus respuestas, la ropa bonita que me pondría
para impresionarte, soñaba en comprenderte, e ilusa
de mí, mira las idioteces que hace el amor, creía que éramos
iguales. Nerviosa, daba vueltas en la cama, de pronto
todas las cosas estaban dotadas de una realidad sobrenatural
y brillaban, sí, brillaban con una luz nueva y cegadora.
Sentía el persistente aleteo de invisibles mariposas
arremetiendo furiosas dentro de mí, el incesante caer de
la lluvia sobre la calzada se me antojaba las pisadas de
un Dios despótico y necio, el tic tac de un reloj insomne
sobre la mesa me hablaba de una doble realidad de la
que salía helada y retorcida una lámina de metal tan fina
como un papel y esa era yo y no era yo. Fuerzas torrenciales,
desmedidas, irreconocibles me sacudían, se burlaban
cruelmente de mi voluntad y de mis razones, y yo me sentía
irremediablemente atraída hacia ellas, atrapada, como
aquellos insectos nocturnos, amantes suicidas de la luz.
Recuerdo que mi marido se inquietaba, su sueño pende de
un hilo y cualquier ruido extraño le molesta, me preguntó
algunas veces flotando en ese estado intermedio entre el
sueño y la vigilia, qué era lo que me pasaba. Y yo como
una niña cogida en falta, con el peso insidioso de la culpa,
inventaba pretextos, que los uniformes de los chicos, el
sueldo que no alcanza y terminé como siempre robándole
su sueño. Doblemente arrepentida acaricié su espalda,
aquella espalda larga y dócil, y consolándonos hicimos el
amor de tantas veces y fue, aquella vez, cuando por primera
vez lo hice contigo.

¡Ah, tonta de mí! Te creí tantas veces, como un niño que
chupa con delicia un caramelo, creí tus piropos, me colgué
ilusionada de tus frases bonitas como un náufrago se cuelga
de la última tabla del barco, y, a la semana, quinceañera
trasnochada, hablaba todas las cosas que hablan las niñas
cuando están enamoradas.

Sí, es verdad que no soy joven, como me lo arrojaste
a la cara la última vez, como si te ofendiera con ello. Es
verdad que tengo patas de gallo en los ojos, leves arrugas
en la frente y estrías por los partos, pero no soy vieja
todavía. No es verdad que me pinte las canas, es temprano,
y que el próximo mes iré al cirujano plástico, como
malignamente con un cigarrillo bailando en una comisura
de tus labios, lo aconsejabas despiadado, desde la deshecha
altura de nuestras sábanas blancas. No es verdad. No
sé por qué misteriosas razones te empeñabas en hacerme
sufrir inútilmente. A veces un veneno largo y misterioso
salía de tus labios y solo querías que sufriera y que llorase
para sentirte bien. Es extraño porque tú hablabas de amor
y querías cambiar el mundo y propagabas una ideología
que encendía a tus amigos. Te da asco la vejez dijiste.
¿Por qué te asusta tanto? Algún día no tendrás aquella risa
loca, frenética, en tus labios, que atrapa como la luz a las
mariposas, ni la locura potente de hacerlo todo tuyo, de
ser general, presidente o Ché Guevara, serás tan pariente
de mi pena que quizá te acuerdes de mí con una sonrisa
compasiva y entonces, por primera vez, aunque de lejos,
estaremos en paz. No te reprocho nada, todo es cosa del
tiempo y de mis sentimientos pisoteados como la colilla
del cigarrillo que acabo de fumar.

Pero no, yo sé que no, aquel que hablaba así no era el
muchacho de la adorable o fingida madurez del que yo con
miedo, con ansias, con ternura, como aquel que prueba una
fruta sabiendo que le va a hacer daño, me enamoré. Aquel
muchacho que esgrimía su juventud como la más firme carta
de presentación, pero que algunas veces parecía transformarse
en un viejo filósofo para dentro de aquella desusada
seriedad reconocerme, y cosa extraña, junto a él, yo retoñaba;
de mí salían pétalos más suaves y mi cuello se erguía
en una corola abierta y a ti te crecían insospechadamente
los años y había, a veces, como un ligero cansancio en tus
palabras. Como aquella vez cuando preguntaste, un poco
inocente, un poco perverso, mi edad, y yo rehuía decírtela,
como una niña que esconde avergonzada una cicatriz
que la afea, y tú tomaste, dulcemente maduro, mi mano que
temblaba, y dijiste que lo que realmente importaba era el
corazón y caminamos por el parque dando quizá una imagen
penosa o ridícula. La gente pensaría que era tu madre,
yo secretamente me henchía de gozo al saber que era tu
amante. Como una chiquilla me prendía de tu brazo escuchando
arrobada el ininterrumpido desborde de tus sueños,
tus proyectos de sembrar de amor toda la tierra y de hacer,
finalmente, la guerra a las guerras. Eras joven, furiosamente
joven, y tu chompa de cuero y los jeans ajustados a la cadera
luciendo con jactancia tu recién descubierta hombría te
llenaban de vanidad. Soy el mejor hombre del mundo se te
escapó decir, como pidiendo asentimiento, y había algo de
volcán en tu mirada; luego, ya seriamente convencido, lo
volviste a repetir, y pareció que el parque, los árboles, los
pájaros y el mundo que vivían fuera de ti desaparecían al
conjuro de tu sed de absoluto.

Te agradezco por tus grandes pasiones, aquella noche
miré la televisión y lavé los platos y cuando mi hija mayor
me contó sus aventuras, hasta me pareció posible contarle
aquello nuestro; me sentí tan cómplice de ella, como si
nos hubiéramos conocido en el colegio y compartiéramos
la misma banca.

Y luego las llamadas por teléfono y yo haciendo turno,
corriendo trastornada por cualquier riiing imprudente, peleando
con mis hijos el teléfono, hablando en trabalenguas,
sorteando citas a escondidas, descubriendo sorprendida que
los días no se repetían, que hay días y que hay noches cuyo
único conjuro es el silencio. Sabiendo que entre la ropa que
había que lavar, el incontable repetir de los platos sobre la
mesa, la voz suave y tolerante de mi esposo preguntando
por los chicos, estabas tú, la otra realidad, indefinida pero
cierta, estrepitosamente llena de misterios, ofreciéndose
larga, desnuda, indescifrable.

Algo se rompió aquella tarde cuando después de las
caricias del amor, con la misma ansiedad del novio que
esconde la sortija entre las manos, me pediste, súbitamente
envejecido, que lo dejara todo, que abandonara mis
hijos, mi casa, que huyera de aquel mundo sosegado y
estable al que llamaba hogar. Prometías una felicidad inconmensurable
donde descubriríamos que la dicha puede
ser eterna, una casa donde reinaría la pasión más intensa
y un amor tan sagrado que ni siquiera, como el nombre
de Dios, podríamos nombrarlo. Hablabas con tanta fuerza,
había tanto calor en tu mirada que más parecía que
hablabas de un combate, de una estrategia arduamente
calculada para desarmar el amor antes que hacerlo. Enardecido,
sorprendido por mi falta de entusiasmo frente a
esa propuesta que preparaste con el más fino papel de celofán,
apretabas, haciéndome daño mis muñecas, sacudido
por extraños presentimientos. Inevitablemente furioso,
con los tonos más graves de tu voz, volviste a exigir
que rompiera con todo, que mandara al diablo todo, con
la inclemencia habitual del que nunca ha sufrido, del que
todavía no ha vivido los brotes de la desilusión, del que
no ha medido la derrota de los sueños, ni ha aprendido a
levantar la bandera blanca de la rendición. Lloré, temblé
y hasta creo que intenté convencerte de que vivamos este
amor sin compromisos, sin esas pequeñas horribles miserias
de castigar a los otros con lo nuestro, aceptando las
probabilidades del amor con la misma insistencia con que
se espera la lluvia, inclaudicables a las máquinas y a los
números; terminé suplicándote piedad para este amor que
llegaba un poco tarde a la cita, y tú, como si una piedra
hubiera golpeado tus pupilas, contrajiste el rostro y retrocediste,
asqueado, como si de pronto se revelara en tu
mente la conclusión exacta de tus sentimientos, el viraje
preciso de tus dudas, el puente exacto que nos conduciría
a la incomunicación y quizá fue allí, cuando, por vez
primera, con sorna, con fastidio, como quien escupe un
veneno, me llamaste: vieja.

Nunca mujer alguna te siguió con tantas ansias. Nunca
mujer alguna espió tus ratos perdidos, saludó con la
mejor de las sonrisas a tus amigos solo para que te lo
cuenten, esperó durante horas frente a las puertas de la
U. para verte salir con la gorra caída, los libros al brazo,
dando puntapiés a las piedritas. Ninguna madre te habrá
mirado con tanto amor, ni ninguna amante habrá esperado
con tanta impaciencia, cuando sembrada en el interior del
automóvil, disfrazada con el pañuelo español y las gafas
oscuras, intentaba, aunque de lejos, atisbar en tu rostro
la más ligera inquietud o alguna emoción naciendo de tu
mirada transparente.

En los momentos sorteados que elegías para verme
parecías calcular con indelicada fiebre los insultos más
propicios, las formas más dolorosas para mirarme y enseñarme
mis declives, la presencia desnuda de mis años, de
burlarte de mi amor y hasta -esto lo supe después-, alardear
de que "me hacías el favor" al estar conmigo. Esperabas
que te dejara, que renunciase a ti por dignidad,
como un desafío a mi propia presencia, a ese respetarme
que debía, indudablemente, haber en mí, hasta llegaste a
preguntarme con aquella sonrisa que hacía dulcemente
perverso tu rostro por qué aún seguía contigo. Si quieres
una explicación, la única es ésta: me aferraba a ti. Contigo
resucitaban esas tibias raíces maltrechas de mis sueños,
se removían atontadas como queriendo revivir de nuevo,
como queriendo alzarse y por un tiempo dolían, hasta que
volvían a adormecerse. Eras tan rico, tan lindo, tan joven,
en ti vi mis sueños destrozados, el ferrocarril que pensé
construir que llevaría a los hombres a la luna con la misma
velocidad que el viejo Apolo, los países que pensé visitar
y la persona importante que soñé ser, poco a poco me fui
conformando con ser la mujer abnegada, la buena madre
de familia que cumplía, casi todos los domingos, aquel
viejo ritual de visitar mercados, después de misa; de discutir,
con intrépida energía, como si se librara una batalla
en el que se decidieran los destinos de la humanidad, el
fluir caprichoso de los precios. De contentarse secretamente
con las pequeñas derrotas que infligía.

Algo de mis sueños había en el empecinamiento de arreglarle
los cabellos a Luisito, empapárselos de brillantina y
bordarle los bucles con la misma tenacidad del que construye
la obra de orfebrería más perfecta, quería que preguntaran
quién te hizo esos bucles Luisito, quién te hizo ese
maravilloso peinado y que todos, admirados, concluyeran:
tienes la mejor madre del mundo. En ello había un poco de
mi cielo, un trozo de mis sueños de importancia cargaban
mis hijos en sus cabezas o en sus camisas blancas que tantas
ampollas a mis manos habían costado. Si quieres otra
explicación, la única es esta: quería vengarme del destino,
desafiarlo, saltar sobre él y hacerlo pedazos.

Tú crees que estoy muriendo, pero es todo lo contrario.

No soy tan tonta para quejarme, para echarte la culpa o
suplicarte, esta tristeza que tengo la anticipé mil veces, la
sospeché mucho antes de conocerte y sumergirme en ese
extraño laberinto de tus brazos.

Hubiera sido tan fácil cerrar los ojos a la realidad y dejarme
arrastrar por la furiosa tormenta de tus sueños, pero
no, era imposible; no podía morir ahora que he nacido. Por
eso, aunque tú estés lejos, quizás echado, tocando aquellos
solos de guitarra, tal vez recordando algún episodio extraño
o doloroso de nuestro amor, hablando con mi hija a la que
has comenzado a tratar, o inventando ingeniosos argumentos
para insuflar -cigarrillos y música a la mano- el espíritu
de la duda en tu auditorio y crear de un soplo aquellas discusiones
tan reveladoras de tu personalidad, voy a recordarte
siempre. Con el mismo aliento de ahora en la mirada, con la
misma vitalidad que rompía estrellas y desafiaba imponente
la vida y sus misterios, con tus maneras delirantes de amar
y descubrir el amor todos los días.

Estaré aquí, cada noche, frente a mi bonsái, quizá mire
la luna o arrulle a un hijo mío en mi regazo, habrá siempre
para ti, adelgazada entre mis labios, una plegaria, como si
fueras un dios familiar y no obstante, inasequible.

Puedes estar seguro que en mi memoria tu imagen nunca
librará la batalla de los años; ni se apagarán, cuando los
vientos corran, tus sueños; nada despojará tu juvenil esencia.
Todo está en su lugar, querido mío. Todo igual y cierto.
Indescriptiblemente hermoso y lleno de misterios, como
una fugaz aventura que sembró en mí aquel extraño signo
de la vida..

 

Sobre Aminta Buenaño Rugel
muero primero 001Nació en Santa Lucía, Guayas. Es maestra universitaria, comunicadora social y fue asambleísta nacional. Participó en la redacción de la Constitución del Ecuador del año 2008. Su vida se desarrolla entre el activismo social y la literatura. Ha publicado los libros de cuentos: La mansión de los sueños, La otra piel, Mujeres divinas, Virgen de medianoche y en periodismo literario: El discreto encanto de lo cotidiano y Declaración de amor a Guayaquil. Sus relatos han sido traducidos al italiano, inglés y francés. Figura en antologías ecuatorianas y extranjeras. En 1979 con Mamaisaura ganó el I Premio Internacional de Cuentos Jauja de Valladolid y en el mismo año obtuvo el segundo lugar en el Concurso Ciudad de San Sebastián, España. En Ecuador ha merecido el Premio Nacional de Cuento Diario El Tiempo (1978) y el segundo lugar del Premio Nacional Diario El Universo (1992). Su novela Si tú mueres primero quedó finalista en el Concurso Internacional de Novela Ciudad de Badajoz, España (2009). Actualmente es Embajadora del Ecuador en España.

Un fulgor en la oscuridad enviado a Aurora Boreal® por María Amor López, Agregaduría Cultural, Embajada del Ecuador en España y Aminta Buenaño Rugel. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Aminta Buenaño Rugel. Foto Aminta Buenaño Rugel © Roberto Pombar. Carátula Si tú mueres primero tomada de internet http://www.todoebook.com/SI-TU-MUERES-PRIMERO-AMINTA-BUENANO-SUMA-DE-LETRAS-LibroEbook-ES-SPB0206208.html

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