El tiempo de una melodía

mabel enz 250Sus dedos habían perdido la forma. Estaban retorcidos, como requemados por la escarcha. Parecían ramas secas de un árbol al que se le estaba escapando la vida. Aunque si uno acariciaba esas manos, las notaba tibias, acogedoras. Aún corría sabia por esas ramas deformadas, aún había tiempo.
Manuel estaba llegando a los noventa años y vivía solo. Por consejo de su hija, accedió a mudarse a un departamento cerca de la casa de Eleonora.
"Así puedo ir a verte todos los días, papá. ¡Necesito que estés más cerca para cuidarte! No seas caprichoso, por favor" Le pedía cuando él se negaba a dejar su lugar.
Después de un invierno duro y en el que tuvo problemas de salud, Manuel accedió al pedido de su hija, con la condición de llevarse algunas de sus cosas. La principal y a la que no iba a renunciar: el piano. ¡El piano era su vida!
El viejo extrañaba la casa grande: su olor, el crujir de las maderas de los muebles y la escalera, el viento entrando por las banderolas de las puertas altas. Los ruidos de la cocina y todos los recuerdos transformados en fantasmas queridos que lo acompañaban siempre. Hacían que nunca se sintiera solo.

El departamento no estaba tan mal. Tenía mucha luz, era fresco, pero le faltaba todo aquello. La acústica no era la misma, el piano no sonaba igual.
Los primeros tiempos, su hija iba a visitarlo seguido, después sus visitas se espaciaron. A diario lo llamaba por teléfono para interesarse por su salud. Una empleada encargada de atenderlo, se quedaba hasta el mediodía. Era una incansable cebadora de mate. Siempre iba acompañado de charlas sabrosas en las que el tema era simplemente la vida, y a veces también la muerte.

Mabel Enz. Argentina. Narradora oral. Dicta cursos literarios y de narración oral en diversas escuelas de pocos recursos.

Los amigos llegaban al atardecer. Todos eran músicos como él. En esos momentos, la soledad no dolía tanto. Sus dedos entumecidos se deslizaban por las teclas amadas como si corriera por ellos una fuerza mágica que apaciguaba el dolor y le permitía revivir melodías muy queridas, como en los viejos tiempos. ¡Qué feliz era en esas veladas! La risa que reinaba entre todos cantaba a la vida. Allí no había espacio para que apareciese la muerte. Ella no entraba... No le permitirían la entrada.
A pesar de ello, la sombría señora, esbelta y misteriosa como la noche, se instalaba cerca, pero prefería no molestar porque también amaba esas noches de música. Hasta las disfrutaba. Noches de risa límpida y de voces cantando a coro para despertar el alma... ¡No, como podía interrumpir semejante momento! En realidad, lo esperaba con ansias. Cerraba sus ojos y lo único que deseaba era que la música no acabara nunca. Aquellas melodías le recordaban su propia vida, cuando aún su reloj no se había detenido. Se daba y les daba permiso...Todavía no era tiempo.
Al llegar la velada a su fin, las notas quedaban dando vueltas y vueltas por el aire sin ganas de volver al instrumento, excitadas y maravilladas por lo vivido. Esperando que pronto las hiciera volar otra vez con nuevos acordes. Todos se preguntaban cómo hacía Manuel para poder tocar el piano tan bellamente teniendo tan mal sus manos. Ni siquiera sus médicos se lo explicaban.
mabel enz 350A veces, la empleada lo escuchaba hablarle a sus manos. Esa tarde, poco antes de irse, vio a Manuel muy concentrado sacando una melodía en el piano. Había estado toda la mañana trabajando en eso, ni siquiera quiso almorzar. Repetía mirando sus dedos: "¡Un poco más, por favor, un poco más!
Se despidió de él, pero estaba tan absorto en su tarea que no le respondió el saludo. La empleada pensó que lo mejor sería llamar a la hija para comentarle lo sucedido.
Manuel no estaba solo. Desde temprano, las notas habían salido del piano y revoloteaban alrededor de su cabeza, apresuradas y febriles.
El anciano necesitaba terminar la melodía, ya no le quedaba más tiempo... Lo presentía.
Las notas decidieron ayudarlo y resolvieron colocarse en el lugar exacto para que el músico pudiera dar fin a su composición.
– ¡No, no es así!
Una nota salía y en su lugar se colocaba otra, y otra.
– ¡No, no es esto lo que quiero expresar!
Sus dedos seguían recorriendo el teclado buscando ese sonido que necesitaba para completar su obra. No lo hallaba. Se acercaba el final y ya estaba muy cansado.
Aquella mujer sombría y misteriosa que seguía a Manuel desde hacía tiempo, aquella que amaba su música, fue quien encontró una nota perdida dando vueltas y la empujó hacia donde estaba el músico. De un salto, la nota se cobijó en la partitura y la melodía quedó terminada.
¡Manuel compuso su tema más bello! La esbelta señora no pudo dejar de emocionarse al escucharlo, y su cara se iluminó como nunca lo había hecho antes.
El viejo pianista abrazó a su piano y se recostó sobre las teclas. Allí esperó...
Ella lo vino a buscar y acarició al artista. Ahora las manos del músico cobrarían vida para siempre como si fuesen las dueñas de todas las melodías de la muerte.

 

El tiempo de una melodía enviado a Aurora Boreal® por Mabel Enz. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Mabel Enz. Foto Mabel Enz © Mabel Enz.

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