En algún lugar un escritor

marcelo_002La noticia de la muerte de Agustín me llegó a través de voces tristes, apenadas, quebradas. Luego los reporteros de los periódicos más importantes del mundo se sumaron a la lista, mientras que las universidades ya barajaban la idea de alguna conferencia, de algún curso sobre uno de los escritores más importante de los últimos 50 años. Las voces, lejanas, extrañas y, algunas, cortadas por el llanto, estaban unidas en un increíble hilo de dolor y asombro que la muerte de Agustín les había provocado. En aquellas manifestaciones yo sentía la congoja de aquellos que ahora borraban a un amigo de la lista.
La muerte es un acto que muestra la monotonía de los seres humanos. Es por ello que no puedo más que conmoverme ante la pérdida de un amigo. Renuncio, eso sí, a las explicaciones absurdas sobre la muerte. Traté de solidarizarme con aquellos que me llamaban para darme la noticia. En algún momento traté de aplacar el dolor de mis amigos ensayando alguna explicación. Renuncié a semejante absurdo.

Luego de la primera ola de llamadas donde el teléfono estuvo permanentemente ocupado y donde me comprometí a entrevistas con algunos periódicos y la preparación de charlas en diferentes instituciones culturales de Europa, me dirigí a mi cuarto de trabajo. Repasé algunos papeles: notas en papelitos amarillos que me acordaban citas, los apuntes para mis estudiantes de literatura, libros que me habían llegado la mañana anterior, con el correo. Señales de un pasado reciente donde Agustín vivía en alguna parte. Dentro mío trataba de imaginar los últimos pasos de él antes de su muerte: un paseo por la costa donde seguramente se detuvo en el puesto de siempre para hablar de fútbol y comprar pescado fresco; el bar de siempre con aquella magnífica máquina de café que el propio Papa había bendecido una mañana de verano ya hace muchos años atrás, el periódico debajo del brazo, la soledad de una casa en el sur de Gales, un sentirse dueño del tiempo y una última y definitiva llamada donde el secreto de Agustín tendría que salir a la luz. Yo atendiendo el teléfono y aceptando, sin rodeos; otra actitud sería una muestra de cobardía, la cercanía de la hora de develar el secreto. Nuestro terrible secreto.

*

Marcelo Ramón nació en Montevideo. Reside entre Copenhague y Buenos Aires donde profundiza en sus estudios de literatura.

Ahora, en la tranquilidad de una mañana fría y con las últimas hojas en los casi desnudos árboles que irremediablemente entristecen la calle de mi barrio, con el teléfono que de a poco había dejado de llamar, el vértigo de los recuerdos me asalta. Los primeros, los más puros. Al igual que las hojas que ahora son arrastradas por la calle formando remolinos por la fuerza de un viento que se planta a ras del suelo, las imágenes de las confiterías de Buenos Aires, las mujeres hermosas con perfumes de ferias, un bandoneón, una esquina cualquiera, fueron puntos de encuentro con Agustín que me llegaban desde un tiempo ya del todo lejano e imposible. Luego la época de Europa que estuvo marcada por la compra de aquella casa en la isla de Carisbrooke; los paseos por la playa, la música en aquel pasadiscos que encontramos en la habitación que luego sería la preferida por los dos; las paredes con el empapelado que se caía dejando entrever formas absurdas y monstruosas en la pared; los ventanales con las cortinas de terciopelo que colgaban majestuosamente; aquel largo corredor que daba a otras habitaciones que jamás utilizamos y que en noches de tormenta era el directo responsable de miedos que ya creíamos desaparecidos, abolidos, los primeros miedos, aquellos típicos de la niñez; la vida que se nos presentaba en su estado más natural, más hermoso; el descubrimiento, una tarde cualquiera, detrás de una puerta, luego de unos escalones que nos llevaban a un lugar incierto y otras puertas, de la risa, primero, del ahogo y el olor a humedad, después, en lo más hondo del sótano, con las manos temblorosas de la emoción, sosteniendo aquellos papeles con cuentos en inglés. Más tarde, ya en Londres, y luego de largas jornadas en la Biblioteca Nacional, supimos que nadie sabía nada de aquellos escritos. Las primeras traducciones al español que estuvieron marcadas por interminables cigarros, jazz, licor, consultas al diccionario. Fieles testigos de un trabajo que nos deparó varios meses que también sirvieron para definir el plan que ninguno de nosotros nombró pero que desde un principio sabíamos se estaba gestando: un hermoso volumen de cuentos en español de un autor que nadie sabía que había existido. La broma nos divirtió y Agustín, para demostrarse un valor que nunca tuvo, fue un poco más lejos cuando envió los cuentos a una famosa editorial en Barcelona. Unos meses después nos llegó una carta que nos informaba de los papeles que Agustín tenía que firmar. La primera edición ya estaba en la imprenta y el director de la editorial hablaba de un lanzamiento en México y Argentina. Agustín firmó, y dos semanas más tarde estábamos en Barcelona rodeados de un montón de gente que no paraba de felicitarlo. Unos días más tarde conoceríamos México y terminaríamos volviendo a Buenos Aires. Lo que pasó después es más propio del mundo de los sueños: traducciones a varios idiomas; viajes por todo el mundo presentando el libro más importante de la última década (por aquel entonces la histeria colectiva de los columnistas de las revistas culturales había llegado a límites insospechados y de risa); reuniones en embajadas, ministerios, ferias del libro, ventas millonarias y la ilusión, por parte de los lectores, de otro libro. Y Agustín les dio el gusto: una novela ambientada en la Inglaterra del siglo XV (una ficción perfecta que dejó a todo el mundo asombrado y que de alguna manera fue el punto de partida de una escrupulosa revisión de la época por parte de los historiadores), y otra colección de cuentos. La crítica estaba sin aire; el público no paraba de citar la obra de Agustín. Un completo desconocido que había entrado al mundo de la literatura sin pagar el estúpido y muchas veces mal intencionado "derecho de piso" y que en menos de un año se codeaba con los libros de Harry Potter en lo que a ventas se refiere y que se había convertido en lectura obligatoria de cuanto instituto de literatura había en Europa.

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Más tarde, mareado por la gente, los abrazos, las entrevistas, Agustín se abandonó a la fama y yo a la traducción de toda la obra de un desconocido: quince libros de cuentos, nueve novelas, cuatro piezas de teatro, tres poemarios y una suerte de estudios sobre escritores ya olvidados formaban una obra genial que amenazaba con bibliotecas enteras dedicadas al estudio y explicación de tan bien logradas líneas.

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El tiempo, el cansancio, el saberse admirado por algo que no le pertenecía empezó a ser un peso insalvable para Agustín. El alejamiento consciente, implacable en una casa al sur de Gales, la casa de Carisbrooke la abandonó llevándose el tocadiscos. Los comentarios filosos sobre otros escritores en las numerosas y bien pagadas entrevistas le habían granjeado el odio de los verdaderos escritores; de vez en cuando participaba de algún evento donde bebía y apenas hacía referencia a esa obra que él miraba como extraña y que jamás pudo comprender. De a poco fue desapareciendo de los círculos de la fama que siempre se mueven y se renuevan con pasmosa frivolidad. La gente lo recordaba y los estudiosos estaban en plena producción de ensayos y libros sobre la obra literaria de Agustín. Yo, por mi parte, terminé por instalarme en una Buenos Aires que seguía igual, pero con los amigos más viejos, lo cual siempre conlleva una melancolía que tan bien va con esta ciudad. Compré una casa en San Telmo, me rodeé de mis más queridos libros y me pasaba los días entre los cafés, la escritura de artículos para El País, los amigos. Antes, la despedida; nada importante. Un abrazo y la promesa de contar nuestra verdad cuando el otro faltase. Yo siempre supe que aquella despedida era la última. No habría más encuentros. Agustín quería morirse solo. No hay más explicaciones. Tampoco me importa darlas.

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Ese fue Agustín que nunca se creyó nada y que se cagaba de la risa de su terrible ignorancia. Agustín que nació para ser un verdadero nadie terminó en el centro de la vida cultural de toda Europa para sorpresa de unos padres con aires de grandeza que jamás habían demostrado un afecto cariñoso para con su hijo. Agustín que llegó a limpiarse el culo con una mención que le dieron en la Academia Francesa de las Letras por uno de sus libros; Agustín que se pasaba fumando, bebiendo, durmiendo sin importarle una real mierda la vida. Agustín hermano, yo me quedo para pagar tus deudas y las mías. ¿Ahora qué importa?. Me insultarán y me dirán que estoy loco con este escarnio. ¿Qué cómo pude callar una verdad de este calibre?. Agustín fue escritor según la opinión de Borges y su amigo Menard. Todo lo demás no importa. Ya no más.

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La noche se cuela por las ventanas, los colectivos van cargados con caras derrotadas, algunos gritos se pierden entre los ruidos de los autos y yo en pijamas terminando de escribir este maldito artículo para la edición de mañana del periódico.

 

 

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