La muerte del pintor

noel olivares 251En la hostería del señor Gustave están recogiendo las mesas de los últimos clientes. La escalera de madera que conduce al salón cruje bajo los pasos de Vincent, el huésped que reside en la buhardilla. Vincent baja con su equipo completo de pintor: caballete, pinceles y caja de pinturas.
A modo de saludo lanza un gruñido ante la presencia del dueño de la pensión y su adolescente hija, Adeline.
-¿Quiere tomar un licor, señor Vincent? pregunta amablemente el posadero mientras frota con un paño uno de los platos.
-No, ahora tengo trabajo. Debo aprovechar la luz al máximo.
Y el pintor sale al exterior bordeando la carretera junto al río en dirección al caserío de Montelívido. Va distraído y sobre todo presa del recuerdo de las dos últimas noches de pesadilla. Los acontecimientos indican que se encuentra de nuevo ante un callejón sin salida. ¿Será otro descenso a los infiernos?
Quiere llegar al cruce que hay ochocientos metros más arriba donde el río hace una curva endiablada –y la carretera también- y adentrarse luego en un sotobosque que conduce a un rincón idílico, muy abrupto en verdad, desde donde se divisa una campiña ondulante salpicada de caseríos olvidados. Mientras camina con brío observa los brochazos de sombra que se agigantan inesperadamente a su paso. El cielo parece muy bajo y amenazante como si incubase tormenta.

Escucha un trueno o quizá ha sido una detonación en la maleza poblada de espectros. Jadea al subir un repecho. Alrededor no hay nadie pero oye unas risas que aumentan en intensidad a medida que avanza.
Ahí están los diablos, los mismos que le hacen burlas continuamente con Renato al frente. Renato es un niñato burguesito de diecisiete años. Se divierte torturando animales silvestres y cada vez que ve al pintor trama alguna broma perversa. Hay que reconocer que posee ingenio para el mal. El señor Gustave le ha prestado una pistola defectuosa para sentirse a tono con su uniforme de vaquero norteamericano. Renato pasea por ahí vestido de cowboy con sombrero de cuero, sobre todo los domingos, cuando veranea con sus compinches idiotas y alguna de sus amiguitas. Ya ha visto a Vincent y exclama un ¡hurra! de satisfacción porque la diversión está asegurada.
A su lado Romualdo, un muchacho escuálido y alto, dos años mayor que Renato, parece un escurridizo fantasma que busca discreción y reserva. En cambio, el pequeño Valentín, de cara coloradota y anchota, de estatura baja, rechoncho y cuadriculado, es el perfecto lacayo que corea las chanzas de su indiscutible jefe.
-¡Eh, tú! ¡loco! Aquí está nuestro loco del culo lleno de tubos de pintura. ¿Para qué quieres tantos colores de mierda? ¡Quieres follarte a la niña! ¿eh? ¡Mírala! Está buena, ¿verdad? ¡Ja, ja, ja…!
-¡Déjame en paz, idiota! Vincent retrocede sobre sus pasos pero encuentra al enano cortándole la retirada. La jovencita Marguerite, mucho más que una niña y no tanto una mujer, de aspecto sonrosado y juguetón, suelta unas risitas nerviosas mirando a Renato con gesto complaciente.
-Dejadle en paz, clama Romualdo detrás del tronco de un arce sumido en penumbra.
-No, este tonto del culo tiene que ponerse de rodillas y pedirnos perdón por interrumpir nuestra fiesta al aire libre.
Renato se planta delante del pintor, pistola en mano y gesticula como si enfrentase un duelo. Mastica un chicle y con el dedo índice introducido en el espacio del gatillo del revólver, da vueltas y vueltas al arma en un alarde de exhibición. Con la otra mano desvía su sombrero de vaquero cuadrándose frente al “enemigo”.
-Oye, totó, arrodíllate ahora mismo y pide perdón.
Vincent, arrinconado, opta por descargar su mochila y bastimentos tratando de sobreponerse a una situación insostenible.
-¡Dejadme pasar! Solo voy a mi trabajo.
Renato suelta una histérica carcajada y le empuja sobre un seto.
-Eh tú, ¿no sabes que aquí somos la autoridad absoluta? ¿No quieres a la niña, eh? Mira, ella está deseando. Pero bueno… no mereces ni el favor de una meretriz.
Vincent se siente agitado, furibundo, enarbola su puño y Valentín ha emprendido la carrera a sus espaldas para lanzarle un cabezazo justo a la altura de la cintura y derribarle. Vincent yace en el suelo y se retuerce de dolor.
Renato aprovecha este momento de debilidad y excitación y golpea al pintor con la culata del revólver. Vincent se revuelve contra sus agresores y da una patada al enano en la pantorrilla que no hace sino exacerbar la violencia de la escena.
Valentín, con el rostro encendido y un gesto de dolor devuelve el golpe duplicado sobre las costillas de Vincent derribándole de nuevo.
Romualdo intenta sujetar a Renato que se encuentra encima del pintor, rodando en un abrazo desesperado.
En ese momento se escucha un disparo y los personajes quedan en suspenso sorprendidos por el curso de los acontecimientos.
¡Maldito! exclama Renato y contempla la boca del cañón humeante en su mano derecha.
Vincent frunce el ceño y se lleva las manos a la barriga encogido en posición fetal. Marguerite grita de horror, testigo de una escena escabrosa. Valentín jadea como un jabalí perseguido que siente roto el cerco de sus perseguidores.
-Tenemos que irnos de aquí, exclama Romualdo. ¡Idiota! Y zarandea al adolescente que no reacciona, aún con la pistola en la mano.
Vincent gime con respiración entrecortada como si le faltara el aire. El cielo se ha emborronado dentro de su cabeza. Su hermano Théo se acerca hasta él con pies gigantes pero no consigue tocar sus manos pues está encadenado con grilletes mohosos a una oficina mugrienta.
Está cadavérico, con una melena en llamas y le grita: “¡Muévete de ahí, vamos, por lo que más quieras no te quedes parado, muévete de ahí!” y su rostro se disuelve en una atmósfera de rojos y amarillos ultrajantes.
Los cuervos vuelven como quince días atrás, ajenos al dolor de los humanos, orientados únicamente por un olor nauseabundo de materia descompuesta. Es el alma acaso la que tropieza desvalida ante la majestuosidad de las formas de la muerte. Son sus grandes alas que se abaten sobre todo conocimiento las que impulsan el viaje ante el desvelo de lo inasible. Y las pálidas estrellas derramadas construyen su exilio con el temblor de las horas. Es casi noche cerrada, noche de verano sobre el delirio del mundo. Un viento flagela los miembros ateridos, el cuerpo martirizado con una sola bala como trofeo impoluto.
Vincent hace un esfuerzo sobrehumano sobreponiéndose a sus débiles fuerzas. Camina tambaleante de vuelta al hospedaje, de vuelta al hogar que es únicamente la muerte. Sujeta su barriga que amenaza desprenderse en una insurrección inapresable. Abrochado hasta el cuello, transido por el estigma de su destrucción solo ansía encontrar el reposo de sus obnubilados pasos.
El lecho de hierro, el techo oscuro y solitario donde sus huesos alcancen una ensoñadora paz definitiva.
Una copa de Pernod es el único paraíso mas ¿cómo siquiera pedirla? ¿Y a quién pedirla?
El mundo sobra en un puñado de imágenes imposibles. Toda búsqueda ¿no fue un fracaso perseguido, una monstruosa culpa alienante, un vértigo disoluto hasta el entrechocar de dientes y de huesos? Demasiada belleza indigesta como un sol abrasador, frenesí enloquecido ante los múltiples caminos de la desesperación.
¡Oh no me habléis de las buenas costumbres, las buenas maneras, las buenas intenciones, estólidos y estultos, tibios y timoratos de corazón!
Oscurecía y la hospedería se hallaba sumida en el silencio. Dos parroquianos, sentados al fresco de la tarde, vieron la encorvada silueta del pintor deambular tambaleándose camino de la puerta del hostal, con los brazos cruzados sobre el estómago y la cabeza gacha.
Subió las escaleras penosamente y se arrojó sobre el lecho como un animal moribundo. ¿Y acaso no era esto, un ser animal moribundo?
Gustave sintió algo extraño en las pisadas de su huésped y mandó recado a su hija Adeline que preguntase al pintor si necesitaba alguna cosa.
La muchacha, temerosa se detuvo ante la puerta del cuarto escuchando con atención los estertores del vagabundo que yacía desplomado en el lecho.
--Señor Vincent, señor Vincent ¿Se encuentra usted bien?
Un gemido resonó por respuesta y eso fue todo lo que la chica pudo registrar sin atreverse a entrar, sin llegar a hacerse cargo por entero de la situación.
Volvió donde su padre expresando su extrañeza sobre el comportamiento del pintor, cosa que por lo demás no dejaba de ser una forma habitual de conducta en él.
Pero había algo que se le escapaba. Y esto precisamente fue lo que transmitió a su padre.
Gustave vio el rostro apesadumbrado y nervioso de su hija y subió a la buhardilla presa de malos presagios. Encontró al pintor arrojado boca abajo con la chaqueta puesta, gimiendo dolorosamente.
-¿Qué le pasa, monsieur Vincent? ¿Qué sucedió esta tarde?
Y mientras preguntaba se acercó a su huésped para tratar de ayudarle a incorporarse. Éste se subió la camisa y mostró un agujero ennegrecido en la cadera.
“Me he herido en los campos” fue todo lo que escuchó el posadero antes de que se desvaneciera.
De un grito, Gustave pidió a la muchacha que subiera aguardiente y una botella de alcohol con unas gasas.
Una vez reanimado, Vincent, lívido y ojeroso, quedó sumido en un delirante silencio. Gustave no sabía qué hacer pero decidió llamar al doctor Orellón, quien había tratado al pintor desde que este llegara al pueblo dos meses antes.
El doctor se presentó de forma diligente imaginando que el pintor había sido víctima de otro ataque de insania.
-No, tiene una herida de bala en el estómago, fue todo lo que dijo el hospedero cuando el médico mostró un signo de interrogación en sus arrugadas mejillas.
-¿Cómo es posible? ¿De dónde ha salido el arma?, exclamó el doctor Orellón y tomó la frente del paciente antes que nada, estremecido por los malos augurios.

hsitorias monumentales 350Vincent sudaba y gemía, retorciéndose sobre el lecho con el plomo alojado en sus entrañas. Adeline trajo una bandeja con el alcohol, el aguardiente y una jarra de agua.
El doctor Orellón llamó a un colega suyo, el doctor Pedrahita, un venerable anciano a punto de retirarse de la profesión. Una vez reconocido el herido, ambos galenos deliberaron sobre el extremo de la posible extracción de la bala. La conclusión fue negativa.
-¿No me van a rajar el vientre?, dijo el pintor con un grito desesperado.
Tras un momento de incertidumbre, los doctores cruzaron una mirada de asentimiento en el sentido de que no había alternativa.
Gustave telegrafió a la capital, tratando de conectar con la empresa del hermano del artista. Éste se presentó al día siguiente.
Encontró a su querido Vincent tranquilo, fumando en pipa, como si no estuviera herido de muerte, aceptando los hechos.

-No culpéis a nadie. He sido yo, únicamente yo el responsable de mi estado, dijo el pintor ante la visita de su hermano.
-¿Y la pistola? ¿De dónde la sacaste? preguntó Théo.
-La encontré por ahí. ¡Cuántos errores cometidos! ¡Cuántos cuadros hubiese podido pintar!
Vincent se deshizo en sollozos ante la presencia pálida y cadavérica de su hermano y protector, que a su vez temblaba de emoción incontenible.
Se abrazaron como para una despedida. El viento del mediodía golpeaba las ventanas minúsculas del cuarto y un graznido repetido sobrevolaba las horas de escalofrío e incertidumbre.
Llegó la medianoche. El pintor tiritaba y Théo tomó su mano con firmeza tratando de transmitirle una brizna de calor humano.
Vincent, incapaz de tomar alimento, rodeado de brumosas coreografías de ángeles, escuchaba movimientos orquestales entrecruzados de ayes y lamentos de condenados. Vio los rostros de padre y madre, esculpidos en piedra, maldiciendo por toda la eternidad.

Vio los escupitajos de seres abominables que inyectaban sobre su carne inocente el escarnio de todos los pecados y todos los vicios.
Escuchó el réquiem de la belleza agonizante, contempló en un rapto una sinfonía de colores inéditos, una hecatombe de sentimientos malheridos sobre el lienzo de la nada, un verdadero apocalipsis.
Las sombras ya le reclamaban tanto tiempo ansiosas y el dolor dejaba de ser un tirano para convertirse en el aliado más dulce de todos los sueños.
Ya no huía del amor sino un arcoíris dormitaba sobre su lecho de hierro, una hermandad de seres amados compartían la cena del paraíso.
El viento en los olivos dejó paso a un sol de renacimiento.
Aún comenzaba la noche, ajena a toda violencia y tormenta preconcebidas.
En brazos de su hermano, contra toda soledad y todo reproche, expiró.

 

noel olivares 350Noel Olivares
(España, 1954). Ha publicado verso y prosa con títulos como Mandolina 10 poemas bilingües (Maná, Berlín, 1992), Favor del cielo y comidilla de difuntos, (Málaga, El árbol de Poe, 1996) , Cráneo o flor (El Gato Gris, Valladolid, 2000), Rasgos epigramáticos (Premio Ángel Urrutia, Navarra, 2004) y Tiranía del gozo (Al-Harafish, LPGC 2006), Me amarás cuando esté muerto (Lumen, Barcelona 2001) y ¿Quién soy yo? (Apuntes para una poesía sin autor) (Pre-Textos, Valencia, 2002), ambos coescritos con Leopoldo Mª Panero. Aparece en diversas antologías como Ínsulas encantadas (VVAA. Anroart Ed. LPGC.2005), Poetas canarios en Buenos Aires (La máquina del Tiempo, Bs.As.2009), Antología del microrrelato en Canarias, (Anroart, Ed. 2010) y Madrid en los poetas canarios (Puentepalo , LPGC. 2010). Autor de Prosas porosas (Idea,S/C de Tenerife, 2010) y El tapiz estelar (Aforismos para las cuatro estaciones) (Idea, S/C de Tenerife, 2011) así como de Muerte de poeta (auroraboreal.net) 2014 y Fruto furioso (LPGC, 2014). Su último libro publicado es Historias monumentales (Ed. Idea 2014).

 

La muerte del pintor enviado a Aurora Boreal® por Noel Olivares. Publicado en  Aurora Boreal® con autorización de Noel Olivares. Foto Noel Olivares © Noel Olivares.

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