En construcción - Mayra Santos-Febres

mayra santos 250Está perdida y lo sabe. Lo asume con tranquilidad. Ha estado perdida antes. Pero igual se levanta como todas las mañanas, a las 4:00 de la madrugada. Ya no necesita despertador. Empezó por levantarse a esa hora porque le tocaban las terapias respiratorias al hijo. Luego, el niño se hizo grande; sus pulmones se fueron fortaleciendo. No necesitó de las idas a la sala de emergencias, ni de la vaponifrina. Ella se quedó con el susto de la tos que le salía del pecho al hijo, tos incomprensible, oscura, imposible que emanara de aquel pechito de bebé. Se acostumbró a levantarse de madrugada, a vigilar el sueño del niño y a escribir.
Estuvo perdida antes, pero tecleando siempre encontraba su camino. El camino del texto. Ese le parecía más real que todos los demás caminos, que aquellos que la llevaron de cama en cama, de isla en isla, o de país en país. La tinta marcaba el rumbo antes que los pasos. Nunca nada le pareció más cierto.
Pero un día se sintió vacía y decidió tener hijos. Tiene dos. El niño de los pulmones fortalecidos, hijo de un pintor más joven que ella, le nació justo para salvarla. Aquel pintor huyó tan pronto nació el manojito de soplos y aires atascados. Huyó de ella, no del niño.
Tuvo a la niña con un periodista con el cual aún convive. Le parece que no es cierto todo aquello, la familia casi funcional, los hijos, la estabilidad de los abrazos.
Son las 4:10 de la mañana. La escritora se desentumece, aparta las sábanas. Camina resuelta, como si nunca hubiera dormido. Enciende la computadora.

En lo que suben los programas, se pelea con otra terrible afición, una que empezó antes de los hijos— subir a la terraza de su casa y fumarse a solas un cigarrillo. La madrugada mojada de las islas es la única que le hace compañía a aquella hora. Ama esa soledad, el retazo de su soledad pasada. Antes, empleaba muchas horas en aislamiento, rumiando ideas en la cabeza, organizándolas, dándoles vuelcos. No sabía a dónde la llevaban aquellos ideas. Tampoco conocía la verdad. No sabía lo que era escribir. Ahora lo sabe. Antes, aunque no tuviera certeza de para qué escribía, para quién, no le importaba. El trajín con las teclas era todo, la batalla era todo, el encontrar la escurridiza palabra. Se volcaba hacia adentro hasta toparse con aquello que le era luminoso. Eso era todo; alcanzar lo luminoso.
Ahora sabía lo que era escribir, con qué se pagaba el precio de escribir y estaba aterrada.
Pero era un terror que se tomaba con tranquilidad. Un terror que le daba el vértigo, el vacío de andar nadando en aguas turbias, sentir cercana la costa y no poder tocar fondo. La costa quedaba a un salto de ojos, pero ella permanecía suspendida en el abismo.En la costa brillaban las luces. Abajo, en la infinita oscuridad bajo sus pies, también.
Así que dejó de escribir. Más bien dejó de publicar. Tanteaba, garabateaba en libretas, papeles, en la computadora, textos que ahora a ella le parecían sin aire. No eran los hijos, las malas noches, el periodista con el que convivía y que le proporcionaba un extraño tipo de amor. No era la falta de tiempo la que la perdía, ni los otros proyectos. Era el terror, ese terror de no tocar fondo y la tranquilidad con que sabía que debía afrontarlo. Si no, se ahogaría.
fe disfraz 350Es miércoles. A la escritora le toca presentarse a la estación. Todos los miércoles, conduce un programa sobre literatura en el canal de televisión pública de la “patria”. Le pagan bien por ello. A la isla donde vive, ella le llama “la patria”. Aquel es el único gesto de cinismo que se permite. La escritora sabe que su país es de todo menos una patria.
Y sin embargo, aquel es su hogar y ha sido prolijo. Le ha dado empleo, estabilidad, una familia y hasta cierto estatus de celebridad en vida. Difícil obtener tanto cuando una lo que es, se dedica a las letras y vive en una isla. Pero ella ha tenido suerte, por eso asume su terror con tranquilidad.
El terror de escribir, de conocer de antemano su ambición, pero, también, acaso, que la parcela desde la cual escribe es movediza, errónea, demasiado frágil.
Decide no fumar todavía. Se sienta en la computadora. La escritora lee dos o tres manuscritos en los que ha estado trabajando —una novela que terminó gracias a una beca Guggenheim, un esbozo de memoria— ficción, unos cuentos. Nada le complace. Ya no quiere escribir sobre el retazo de vida que conoce, el que ella manoseado como un tejido una y otra vez, sus texturas, nudos rugosidades. Memoria táctil. Pero no quiere, no debe más bien, escribir sobre su obsesión habitual. Por eso está perdida. Sabe que esa parcela, el retazo táctil de ese tejido es una velo que esconde más. Hubo una vez en que aquello lo fue todo para ella. Hasta que le sobrevino el terror. Entonces comenzó a preguntarse cosas.
“Tonterías” —murmura la escritora. Lee un rato, pero termina cerrando todos los archivos abiertos en la computadora. Sube a la terraza a fumarse su cigarrillo— un Benson and Hedges de su época de fag hag, cuando era feliz y escribía sin conocer la verdad.
Su época de fag hag fue gloriosa. Ella era la única entre los hombres y ningún hombre la tocaba. Todos se tocaban entre ellos la rozaban con sus cuerpos sudorosos, sin camisa, bellos cuerpos de hombres que se deleitaban en el placer de otros hombres, como se deleitaba ella. Era la época rancia de la epidemia y todos sus amigos morían como mariposas en pleno vuelo. Jóvenes, hermosos morían. Octavio se tiró de un piso altísimo cuando se enteró de su estatus. Marcos dejó que la enfermedad se lo comiera entero, hasta quedar hecho una crisálida vacía. Murieron Héctor, Plácido y Vervena. Murió London, Esteban y Cayo. Todos hermosos sin camisa, bailando en una pista con luces estrambóticas que rebotaban sobre sus cuerpos. Ella libó sus sudores y vio; vio algo que aún no puede describir, como si se hubiera abierto una grieta en la realidad y sólo ella fuera capaz de atisbar lo que era y siempre será enfrentarse a la muerte de los hombres —no de las mujeres— de los hombres— los antiguos ritos del desenfreno, el roce de las carnes desmedidas una, dos, diez mil penetraciones, la obliteración del tiempo que funcionaba para los demás pero que a ellos los dejaba encerrados en un aleteo ingrávido. Existía un tiempo regido por las descendencias, las cosechas, los trabajos. Pero aquellos, los estigios que iban a morir, sabían que entraban a un tiempo que era sólo presente, sólo un ahora ubicado en el elástico instante antes del desplome rotundo, de la herida sangrienta, de la peste fulminante. Ella estuvo allí y vio aquello. La tierra pulsaba para ellos, exhalaba, se hacía densa y sulfurosa, espesaba sus aceites sobre sus cuerpos, por debajo, por encima de sus cuerpos. Los convertía en ofrenda. Una ofrenda para que se abriera otro ciclo, pero ninguno lo sabía. Ni siquiera la escritora lo sabía a cabalidad; ella que era mujer, y por lo tanto conocedora del otro tipo de tiempo, ese que conocen las mujeres que sangran, que paren y entierran, las que peinan cadáveres. Pero, en aquel entonces, en su sublime tiempo negado (ella no era hombre, no era mujer— era aprendiz de escritora), pudo atisbar lo que fue aquello. Pensó que era testigo de las maquinaciones del deseo y a ello se aferró. Pero aquello no era el eros. Era la caída del velo y marcaba otra ruta hacia lo sublime pero por abajo, por ese otro rumbo que marca lo luminoso, pero traspasando la materia que pide a gritos, a dentelladas, el descanso.
Ahora la epidemia estaba domada. Los muertos enterrados. El tiempo en la producción se asentó. Y ella, que vio aquello y lo sobrevivió, estaba perdida.
Sube a su terraza y el aire está como ella lo esperaba, mojado, oloroso a salitre. Ahora vive a una cuadra del mar. Antes, hacía cosas increíbles para acercársele a las olas, cosas que ninguna mujer en la “patria” haría. Levantarse de madrugada y salir a correr sabiéndose presa de los depredadores de la noche; sentarse en cualquier parque a ver el amanecer, fumando, siempre fumando. A ella nunca le interesaron otros vicios— tan sólo el de los cuerpos, los libros y el de fumar. No es que no probara drogas. Lo hizo, sobretodo en sus tiempos de no-mujer, no-hombre, tiempos de aprendiz de escritora. Pero la ingesta no pasó de ser mero experimento. El tabaco la atrapó por entero, esa primera bocanada de humo tibio la mareó y, a la vez, le enfocó la mente, la ayudaba a ver lo que sólo entre sueños oteaba, aquel tejido distante de ominosa luz.
Habría que aclarar que la escritora nunca soportó el café.
mayra santos 350Mira su reloj pulsera. Ya van a ser las 6 am y a las 7:00 debe estar en la televisora. Los libretos de la temporada entera estaban corregidos y entregados, pero le toca todavía escoger “los tres de la semana”: tres libros recomendados para su lectura indispensable y una cita memorable con la que siempre cierra el programa y que puntualiza la importancia de la lectura. “Esa cita —argumenta el director de programación, es como si la escritora lo oyera hablando— nos pone en nuestro sitial” —dice. “Lo único, que no debes parecer muy abstracta, porque entonces, la gente piensa que no los quieres educar, aconsejar, darles un mensaje claro y definido. Que lo único que te importa es parecer inteligente. Y lo nuestro es educar, comunicar. Esto es un canal de televisión del estado.”.
“¿De cuál estado?” —se preguntó en esos momentos la escritora.
El director de programación sonrió. Ella le notó los dientes manchados de café.
La escritora fuma contra la madrugada y recuerda. Cuando el director de programación la contrató, le extendió una lista de las palabras que no era permitido musitar en el aire (pene era una de ellas) y luego le dijo “Bienvenida, qué bueno tenerte a bordo. Nuestro pueblo necesita a más gente como tú.” Es decir, que le dio la bienvenida a la patria que era a la vez nave, ave, una onda eléctrica, una pulsión en los ojos. La patria televisiva. Ella sonrió también, con sus dientes manchados de nicotina.
Quizás allí fue que perdió el rumbo. O quizás cuando empezó a competir y a ganar premios— en Francia, en EU, los altos premios de “la patria”. Cuando se convirtió en la escritora prominente, y dejó de ser la aprendiz. Aquello la tomó por sorpresa. Ella nunca pensó que fuera tan fácil, que no empece a los textos que escribía (y que pocos leían a fondo), que siempre suscitaron desconfianza entre los intelectuales de su país, (entre los reseñistas, ni se diga,) a su corta edad, ya viva encumbrada en su estatus de escritora insigne. Sabe que la consideraban escritora de verbo comedido, un tanto apolítico, pero que representa los más altos valores de la intelectualidad puertorriqueña. Ella no era la escritora comefuego que esperaban que fuese, sobretodo los que conocen su trayectoria de duro cuño, los maestros que la tomaron bajo el ala cuando ella era pequeña, una pequeñuela de aires desmedidos, no-hombre, no-mujer , y que no sabía distinguir entre un jingle publicitario y el peso de las palabras. “Las palabras son contenedoras de una fuerza” —recordó la escritora una lección de aquellos tiempos pasados— “son un espejo enterrado” Pero ahora, ella sabe que son más. Ahora que es mujer, la escritora sabe que las palabras son más que meros funcionamientos. Son el vacío y el vuelco antes de una rasgadura. Son el precio de no tocar fondo.
La escritora cree que va a llorar, pero fuma.
Termina su cigarrillo y se levanta. Su silueta algo estrambótica se recorta contra las tenues luces del amanecer. Es tetona, culona, tiene greñas que jamás lucen peinadas, no importa cómo las arregle, cara de Nefertiti y es extrañamente oscura. En una isla donde el mestizaje es ley, ella se yergue definitiva, rotundamente perteneciente a una raza y una sola. Su cuerpo es el exceso. Quien la mira desde afuera pensaría que eso es ella, ese desborde de carnes que pudieran parecer grotescas a cualquiera que imagine gráciles musas, núbiles Náyades para la cama o la imaginación. Pero ella es la buena hembra; la buena hembra que pare y piensa y eso siempre le ha parecido divertido. Que la quieran matar a pingazos por el terror que despierta. esa intensidad. Quizá por eso huyó, cuando era la aprendiz de lo que es ahora, de su cuerpo a otros cuerpos. Quizás por eso pretendió ser la no-hombre, no-mujer. Pretendió ser escritora.
Abre las puertas de su terraza, las que esconden su nutrida biblioteca. Allí están sus amantes, más de mil, miles de miles, los lomos, las texturas porosas humedecidas por dedos que transitan sobre las superficies del papel. Se acerca al anaquel latinoamericano para ver si se decide por un libro, ese libro que la cargue en vilo, donde se encuentra la cita luminosa que le quite el suspiro, la haga respirar con el pitillo que le heredó a su hijo, el pitillo de asmática que siempre le regresa cuando se emociona. Ella es la asmática que fuma. Es la lectora ingenua, la que busca el instante que pulsa. Eso nunca lo perdió. Por eso, quizás, fracasa. Fracasa siempre. Ella es la que fracasa ante el juego de la posteridad. A pesar de los premios y de su extraño estatus de “escritora insigne”, sabe que la olvidarán, como ella olvida lo que lee para poder leer de nuevo; ingenua, sorprendida. En la punta de sus dedos lo luminoso inalcanzado.
Pero está consciente de que en el canal esperan otra cosa. Las palabras del director resuenan en su cabeza. Ella debe educar a “la patria”. La escritora recuerda que un insigne escritor latinoamericano se acaba de ganar el Nobel. Sin apenas notarlo, trinca los labios. En esos instantes , la escritora no quiere ni imaginarse cómo aquel hombre aguantó la presión, las inacabables tareas, los requisitos pedidos. Cómo pudo hilvanar palabras cada vez más luminosas en medio de todo aquello. Por años de años de años. Cómo pudo aguantar la terrible sensación de terror hasta llegar al Gran Premio. Diciendo horrores políticos, cometiendo brutalidades públicas; pero escribiendo luz.
Pasea sus manos por los lomos de varias de las obras del insigne escritor. No se decide. Busca tiempo. Camina hasta el anaquel de libros raros, ese que ella guarda tan sólo para sus lecturas amanecidas. Sabe exactamente a donde ir, qué libro escoger. “En construcción” de Mori Ogai. Hace días tiene el cuento en la cabeza. Ese cuento la persigue, la hace retorcerse entre sueños, la levanta de madrugada, ella perdida entre las toses de sus hijos, las leches, los sueños interrumpidos. Los hijos se le meten en la cama, espantan al marido periodista que ronca y que no la deja dormir como ella quisiera, replegada al cuerpo de su hombre, olvidada de sí. Ese cuento la arrastra hacia un lugar oscuro donde ella no pisa fondo.
En el 1904, Ogai era un autor consagrado. Estalló la guerra entre China y Rusia, y el funcionario Ogai quedó atrapado entre las tensiones escalantes de los intelectuales liberales, de tendencia minken, y los nacionalistas, de la tendencia kokken. Ogai sufrió represiones oficiales. Entonces decidió escribir unos cuentos que llegaron hasta las manos de la escritora. Los encontró, llenos de polvo, en una de las librerías de la avenida Universidad —esas librerías de intelectuales de la tendencia kokken en las cuales ella vivía su años de pequeñuela, antes de haber visto lo luminoso, pero sin todavía saber el peso de las palabras. Los cuentos de Ogai narraban el encuentro del escultor Rodin con una bailarina japonesa (Hanako), el robo de tres monedas extranjeras, o el encuentro de una joven francesa, portadora de una copa de cerámica que se acerca a un riachuelo a beber de la misma agua que siete muchachas de la oligarquía japonesa bebían en copas de plata. Todos los cuentos tratan sobre los mismo: de cómo la literatura escapa la lección, lo correcto, lo formativo. Inclusive ese, el que no deja dormir a la escritora.
La escritora ha perdido su camino, lo sabe. Lee a Ogai y reconoce su confusión, o más bien el terror que la habita. Lo asume con la tranquilidad de un juego. Este morirse a medias, esta apuesta a la luz, este desaparecer entre las grietas que se abren en los tiempos para repetirse, para dejar ver algo de la sustancia que compone lo que pulsa.
Empieza a clarear sobre “la patria”. En su mente, y sin tener que mirar los anaqueles. la escritora escoge tres obras. Ya sabe qué dirá de cada una de ellas. No son sus obras tutelares, ninguna que la hubiese provocado salir corriendo a las librerías, a buscar sus oscuras referencias. No son. Mori Ogai, ni Marai Sandor, ni W. G. Sebald. No es Julia de Burgos tampoco. Sabe que estarán complacidos en el canal.
En otros tiempos no hubiera hecho esa negociación. En otros tiempos, tampoco hubiera aceptado el espacio televisivo que la tiene escogiendo libros al filo de la madrugada mientras sus hijos duermen; porque no tenía hijos ni al periodista que le ofrece su extraño amor, mientras ella se sabe perdida pero a la vez fascinada por el dolor que siente, esa rasgadura en el pecho.
“Ya tengo que partir, musita. Pero sin prisa— sin prisa esta vez, Kikura”. Siente el tenue zumbido del terror. Respira con calma, mucha calma.
Repone en su lugar los cuentos de Ogai.

 

mayra santos 351Mayra Santos-Febres
Puerto Rico, (1966). Comienza a publicar poemas desde el 1984 en revistas y periódicos internacionales tales como Casa de las Américas en Cuba, Página doce, Argentina, Revue Noir, Francia y Latin American Revue of Arts and Literature, en Nueva York. En el 1991 aparecen sus dos poemarios: Anamú y Manigua, libro que fue seleccionado como uno de los 10 mejores del año por la crítica puertorriqueña, y El orden escapado, ganador del primer premio para poesía de la Revista Tríptico en Puerto Rico. En el 2000 la editorial Trilce de México publicó Tercer Mundo, su tercer poemario. Además de poeta, Mayra Santos-Febres es ensayista, y narradora. Como cuentista ha ganado el Premio Letras de Oro (USA, 1994) por su colección de cuentos Pez de vidrio, y el Premio Juan Rulfo de cuentos (Paris,1996) por su Oso Blanco. En el 2000 Grijalbo Mondadori en España publicó su primera novela titulada Sirena Selena vestida de pena que ya cuenta con traducciones al inglés, italiano, francés y que queda como finalista del Premio Rómulo Gallegos de Novela en el 2001. En el 2002 Grijalbo Mondadori publica su segunda novela Cualquier miércoles soy tuya. En el 2005, Ediciones Callejón publica su libro de ensayos Sobre piel y papel y su poemario Boat People, ambos aclamados por la crítica. En el 2006 resulta primera finalista en el Premio Primavera de la Editorial Espasa Calpe con su novela Nuestra Señora de la Noche. En el 2009 publica Fe en disfraz, con editorial Alfaguara y se gana la Beca Jonh S. Simmon Guggenheim. En el 2010 publica Tratado de medicina natural para hombres melancólicos. Ha sido profesora visitante en Harvard y Cornell University. Fue seleccionada como una de las 100 iberoamericanas más influyentes del 2010 por el periódico El País y recibió una Medalla de la Unesco el mismo año. Actualmente es catedrática y dirige el taller de narrativa de la Universidad de Puerto Rico.

 

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AB 13 may 2013 250

 

En construcción hace parte del Especial Aurora Boreal® Nr. 13 Autores de Puerto Rico. Material enviado a Aurora Boreal® por Mayra Santos-Febres. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Mayra Santos-Febres. Fotos Mayra Santos-Febres © Mayra Santos-Febres.

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