Sonó una campana allá afuera y empezaron a salir todos, el último fue Federico que caminaba con un trotecito estático como si lo empujran y él no quisiera seguir. "Mal síntoma" volvió a pensar el "Profe". Y para no dejarse ganar por el contratiempo o las malas circunstancias adoptó en seguida la conducta a seguir : dejarlo en la banca. Se le acercó a Federico y se lo dijo, como si eso pudiera calmar al muchacho, le dijo que iba a tenerlo como recurso, para el segundo tiempo o para el final, según como fueran las cosas, el partido de hoy era muy importante, y Federico, siempre trotando en el mismo punto como si no lograra calentarse, le contestó, mirándolo con ojos de cordero tierno : "Comprendo, Profe". Y siguió trotando, calentándose con todos, como si él también fuera a entrar al terreno en seguida.
El partido empezó casi inmediatamente, y los de quinto durante un buen cuarto de hora dieron la sorpresa de mostrarse los mejores en el terreno. El contricante no era fácil, se trataba del Tercero B, quizá los más duros, los más difíciles de veras, porque eran no sólo el grupo de bachillerato intermedio, sino que al contrario de lo del A, que eran un grupo de jóvenes cuyas edades correspondían al año tercero, los del B eran el grupo de los repitentes, algunos llevaban hasta tres años ahí estancados, obligados a llegar al menos hasta cuarto para obtener su certificado de estudios Medios, o al menos aprobar el tercero para obtener la prueba de haber estado en el colegio. Los de primero y segundo no tenían derecho a certificado ninguno, sólo a una hoja con sus calificaciones de fin de año. Así eran las cosas en aquel tiempo.
Pasado el cuarto de hora los del Tercero B comenzaron a demostrar como siempre que si no eran buenos para las materias intelectuales en cambio en el campo de juego sí eran los mejores. Las jugadas de los de tercero nada tenían que ver con las tímidas intervenciones de los de quinto año, eran verdaderos jugadores dispuestos a dejar el pellejo en cada acción y cuando se lanzaba uno de ellos con la bola como pegada a sus pies, hacia adelante, era todo el tercer año el que parecía avanzar sobre el terrreno y cuando los de quinto se daban cuenta, todo el campo parecía cubierto por sus rivales, ni una pulgada para ellos que se sentían como excluidos del juego. Sin embargo los de quinto año, durante los entrenamientos, habían mostrado buenas cualidades, sobre todo una moral de hierro, y era eso lo que le hacía pensar al "Profe" que apenas se repusieran de la sorpresa de estos ataques desconsiderados de los del Tercero B, los de quinto iban a retomar las cosas en sus manos y el partido sería para ellos. Pero al final del primer tiempo, los del Tercero habían marcado dos veces, después de hacer más de diez intentos en los que los goles no se produjeron por puro milagro, y los de quinto año parecían más cansados que si hubieran sido ellos los que llevaran la iniciativa en el juego. Parecían víctimas de los otros.
Sudando, chorreando gotas de cansancio, el "Profe" los miraba en el "vestier", que sólo los de quinto tenían derecho a usar pues había sido adaptado para ellos, para los de cursos superiores de bachillerato. Las otras clases, desde primer año hasta cuarto, salían en sudadera al campo y se desvestían ahí mismo en el terreno. Sólo quinto y sexto año (una manera más, decía el rector, de mostrarle a los muchachos la importancia de ir lo más lejos posible en la vida) tenían derecho de usar el "vestier".
El "Profe" miraba a los muchachos sin atreverse a regañarlos, no les decía nada y la cosa era peor, porque todos sentían que si no les decía nada era porque consideraba que la situación era ya sin remedio, que los de quinto año, luego de despertar tanta expectativa iban a dejar que una vez más fueran los de los cursos inferiores los que demostraran la superioridad en los deportes. Como si el intelecto debilitara la fuerza física, decía el rector, que había lanzado un par de frases agresivas, de peso, cuando al final del primer tiempo los de quinto regresaban al "vestier" mientras los de tercero, que se quedaban ahí a un lado de la cancha, descansando, recibían la ovación, los víctores, los hurras, de sus compañeros. Lo peor fue que en las gradas del estadio, el sitio ocupado por los de quinto y sexto comenzó a vaciarse, no sólo no creían ya en ninguna victoria sino que no querían estar ahí para sufrir la vergüenza de la derrota. Si no estaban presentes, la cosa no era con ellos, sólo el equipo y el "Profe" correrían con la responsabilidiad del descalabro. "Tienen razón", dijo el rector viéndolos irse, "la vergüenza tiene sus límites". Si no fuera por su cargo, él se hubiera ido también. Acostumbrado ya a ver las cosas de los quinto y sexto, con el paso de los años, le parecía algo injusto que fueran otros, de cursos inferiores, los que se llevaran siempre la copa del campeoonato. Lo peor era que él, en persona, como rector del plantel, estaba obligado a hacer la entrega del codiciado trofeo. El "Profe" vio en ese momento a Federico, fresco pero con el aire más flojo que los que habían jugado y pensó lo único que falta es sacar a éste a la cancha, ahí sí que los de Tercero los iban a volver añicos.
Sonó la campana, que era la misma campana que se oía para la entrada a clases, y los jugadores, como si no se hubieran reposado, empezaron a salir a la cancha, en silencio. Era como si tuvieran miedo de enfrentarse a los otros. Lo peor no fue la manera como salieron del "vestier", lo peor fue ver la cara de ganadores del trofeo que tenían los del Tercero B, ya ahí en la cancha, listos, y peor aún fue el hecho de que el público, como todos los públicos amigo sólo del que mejor lo divierte, comenzó a silbar a los de quinto año, como si hubieran perdido ya el partido.
Antes de entrar al terreno el "Profe" les dijo la única palabra de aliento que se le había ocurrido. "Todavía nos quedan 45 minutos de juego, como quien dice la otra mitad de la vida." Y los muchachos como que sintieron una especie de fuerza nueva. Se les vio apenas entraron al campo. El público los miraba ahora en silencio y, de la manera misma que lo habían hecho en el primer tiempo, durante los primeros minutos de juego demostraron una capacidad de oganización, una inteligencia para desconcertar al equipo contrincante y llevarse la pelota a donde querían, que la gente comenzó a creer en ellos y la barra de los del Tercero se puso tensa y empezó a aullar como si con eso los de su bando fueran a volver por sus fueros. Nada, durante al menos diez minutos la cancha les perteneció sólo a los de quinto año, que al cabo de este tiempo, como ya había sucedido antes, fue como si los jugadores se hubieran desinflado, y los del Tercero tomaron el balón por su cuenta y de nuevo toda la suerte del partido parecía quedar en sus manos. El rector tenía el gesto adusto y el "Profe" ni siquiera se atrevía a mirar hacia las gradas, ya casi vacías en los sitios que debían estar ocupados por los de quinto y sexto. En ese instante, sin que nadie se pudiera explicar lo que había pasado, quinto año marcó un gol. La cosa pareció tan fuera de lugar, tan inesperada, que nadie lo cantó, no hubo ese grito largo, interminable que se oye en los estadios cuando se produce un cambio en el "score", no, nada, los de quinto marcaron y el estadio se quedó en silencio durante un largo minuto, al final del cual fue como si tanto jugadores como público se hubieran dado cuenta de lo sucedido y entonces sí, estallaron los gritos, los aplausos y los de quinto y sexto en las gradas volvieron a manifestarse. En realidad no se habían ido, sólo habían cambiado de puesto, como queriendo pasar desapercibidos, y ahora que los de quinto habían marcado volvían a aparecer, diseminados por todas partes, confundidos con los de los cursos inferiores. La ola de alegría que recorrió el estadio llevó al "Profe" a considerar de manera más serena las cosas, empezó entonces, ahora sí, a dejarse ver, a dar gritos de ánimo a los muchachos de quinto, que a partir de entonces comenzaron a jugar como si no solamente las cancha les perteneciera, sino como si fueran ellos quienes hubieran inventado el fútbol. El rector estaba boquiabierto. Pero aún siendo los de quinto año los que mejor jugaban, como lo estaban mostrando, los del Tercero B marcaron su tercer gol. Los ánimos de las barras de quinto y sexto esta vez no decayeron y el entorno se mostró intacto. Con la mirada muy en alto el "Profe" seguía yendo y viniendo por la orilla del terreno, dando consejos, gritando, hasta que los del "tercero be" marcaron el cuarto gol. Entonces fue como si todo se hubiera derrumbado, como si todo el mundo hubiera despertado de un sueño. El rector se levantó de su puesto y se retiró, diciendo que vendría luego a entregar el trofeo, que se sentía por ahora indispuesto, en realidad no quería ver la parte final del juego. En el colmo de la desgracia, sin creer ya en ningún milagro, no sólo en ningún milagro posible en la cancha, porque el "Profe" pensaba no creer ya en ningún milagro de ninguna clase, se había vuelto un incrédulo completo o un hombre objetivo ciento por ciento, que viendo a Federico ahí, fresco, como un espectador desprevenido al que ni le iba ni le venía lo que sucedía en el partido, le hizo señas de que entrara a la cancha con un gesto que quería decir, "para lo que falta, lo mismo da que venga usted y complete el resto". Y Federico haciendo el gesto de que había comprendido, resignado, sin siquiera una sonrisa sino más bien con aire de pena, entró con un trotecito al terreno en reemplazo de uno de los sudorosos jugadores de quinto año que se había partido el alma hasta ese momento sólo por no darle el gusto a los del Tercero B de ganar una vez más la preciada copa del campeonato interno del Colegio Nacional.
Federico no hizo más de lo que se esperaba de él, corrió para aquí y para allá como para calentarse, como cuando veía venir el balón, que nunca era para él sino para otro jugador que estaba ahí cerca, generalmente del equipo contrario, pero que de pronto le cayó a los pies, el balón, como si por descuido alguien lo hubiera dejado ir hasta donde él estaba y Federico, haciendo lo único que alguien como él, jugador miedoso reconocido, hubiera podido hacer, giró apenas sin moverse del mismo sitio, sin atreverse a correr con sus pasitos de siempre, y disparó el balón, como para quitarse de encima un estorbo ya que el balón le había llegado solitico a sus pies, y preciso lo encajó de pleno en la valla. La gente contuvo el aliento un instante y explotó en seguida. Un marcador de 4 a 2 ya era perder el partido sin tener que perder la vergüenza. Ese "score" significaba que de alguna manera los perdedores sí habían estado presentes en la cancha. El "Profe" no entendía, que un tipo como Federico hubiera hecho eso le parecía un verdadero milagro, sobre todo en ese instante, cuando pensaba que incluso el mejor de los quinto no iba a hacer nada. Federico iba y venía, como antes, con su trotecito como si se estuviera calentando y ya nadie le hacía caso, ni el mismo parecía recordar que estuviera ahí jugando, que había acabado de marcar el gol más aplaudido por todo el estadio. Sólo que aún faltaba tiempo para que el partido acabara y que en ese tiempo los del Tercero B podían producir un verdadero desastre. Se veía que ir hasta el final, llegar a tener el honor de humillar a los de quinto, ya no lo podrían porque Federico que estaba cerca de la portería recibió de nuevo un pase, no por equivocación sino que esta vez alguno le había pasado la bola conscientemente, le había hecho el pase como si Federico fuera un jugador de veras y no alguien que está ahí simplemente por hacer el relleno, y Federico tomando la cosa en serio, qué ridículo pensaban todos, es decir dándoselas el pobre de jugador casi, pero sin apartarse de su modestia habitual, dio esta vez cuatro pasos con la bola en los pies y antes de que vinieran a quitársela se la lanzó al portero del Tercero B, como si quisiera hacerle un pase, sólo que el portero de Tercero B estaba como desprevenido, quién sabe qué le pasaba y no vio pasar la bola que vino directamente a inscrustarse en su valla. Ese tercer gol hizo volver a la gente como loca. El rector (alguien lo había llamado) vino corriendo a sentarse en su puesto y miraba ahora al "Profe" con otra cara, casi con cara de agradecimiento. Y el "Profe", modesto ahora, se limitaba a dar algunos consejos, sin hacerce ver como antes, sino diciendo las cosas comedidamente, y los muchachos iban a un lado y otro del terreno con verdadera firmeza, pero con los pies sobre la tierra, sin hacerse tantas ilusiones como al comienzo, y contentos ahora de perder con un "score" que nadie podía igualarles en los anales del colegio. Cuando Federico sin que nadie se lo esperara marcó el cuarto gol, la gente pareció perder el sentido. Las barras de los del Tercero B estaban como muertos, silenciosos, y el rector no sólo aplaudió sino que gritaba como el más fanático de los hinchas del quinto año, que se habían amontonado de nuevo en su sitio de costumbre en las gradas (se veían muy numerosos, a lo mejor los de otros años se les habían sumado). El "Profe" iba y venía como si el mundo fuera suyo, no cabía de orgullo. Y cuando al final del partido Federio recibió el balón y empezó a correr con su trotecito, con el balón pegado a sus pies, la gente empezó a chillar de emoción, no porque Federico fuera a marcar un nuevo gol sino porque sabían que el pobre, que corría como si tuviera algo pegado a los pies, corría y corría; que el pobre Federico iba a perder el balón, no lo iban a dejar dar cuatro pasos más, los del Tercero B no iban a permitir que el menos dotado de los jugadores les fuera a hacer la mofa en el partido final del campeonato, la gente chillaba espantada, viendo en qué momento al pobre Federico le quitaban el balón y a medida que Federico avanzaba y avanzaba en el campo, la gente gritaba más y más con la emoción que se siente al saber que lo inevitable va a suceder, aunque sea un poco más tarde, más tarde, y más cerca estaba Federico de la valla rival, tanto que la gente se volvía loca aplaudiendo, gritando que con eso tenía y sobraba para ganarse la fama del jugador más apreciado de la ciudad en todos los tiempos, pues Federico, como para hacerles ese regalo, dribló a uno y luego a otro, y a otro más al instante siguiente, y ya la gente comenzó a llorar de emoción, sintiendo que Federico ahora sí tenía todo el derecho de perder el balón, más de lo que había hecho no se le podía pedir a ningún jugador, a ningún ser de este mundo, pues Federico, que parecía poseído de una fuerza extraña, seguía avanzando, y cuando pateó el balón casi en las narices del guardavallas del Tercero B el balón entró derechito en su ángulo. El estadio se derrumbó en una explosión de alegría y ese fue el final del partido y el comienzo de la fama de Federico, que siguió siendo un jugador mediocre, pero que jugó desde entonces alternadamente en todos los clubes de la ciudad como si se hubiera propuesto hacer carrera profesional.
Gabriel Uribe Carreño.
Colombia 1947. Reside en Francia desde 1980. Obras: Maquiavelo en Verona, (1998) novela histórica ambientada en el Renacimiento, El último retrato de Cecilia Tovar (2006), FOMINAYA (2010). Nicolás Maquiavelo: La conducta de los poderosos (2006), El encuentro de Benidorm (2012).
Los goles de ocasión enviado a Aurora Boreal® por Gabriel Uribe Carreño. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Gabriel Uribe Carreño. Foto Gabriel Uribe Carreño con Eduardo García Aguilar tomada en Estrasburgo verano de 2015 © cortesía Gabriel Uribe Carreño. Foto Gabriel Uribe © LENINE.