Precisamente hoy

calle 250En la ciudad donde vivo hay una calle donde van a pasear los lisiados y los muertos. Me lo ha contado mi madre, sabe que soy descuidado con los lugares y las personas por donde paso y que a menudo entro en sitios de los que nunca se sale bien. Al principio di por hecho que me alarmaba del peligro y me instaba a no ir, pero al poco empecé a considerar su falta de insistencia justo al revés: como un tanteo sutil. Mi madre siempre ha sido un poco rara, pero es sutil. Cuando fui a preguntárselo, a esas horas ya había salido de casa.

Tampoco sé por qué me lo ha dicho precisamente hoy, porque creo que fue hoy, en lugar de cualquier otro día, de cualquier otro año, no veo nada de particular en un día como hoy, he vuelto a repetir y a posponer las mismas cosas de siempre, tal vez eso es lo que hacen los muertos y quizás por ello me sugiera este club social, en lugar de prevenirme de acabar allí, acaso hay algo que deba saber. ‘Cuando uno no sabe dónde va, tarde o temprano siempre acaba en el mismo sitio’. Me lo dijo hace años como si lo supiera de primera mano y no fuera un consejo de vieja; ahora sé de lo que hablaba, aunque no si se lo contó alguien o es que alguna vez estuvo allí. Arriesgándome a creer que conoció tal sitio, quise preguntarle si acaso uno puede entrar y salir como quien va a un café, hacer una visita y volver de ese lugar de muerte que no conozco y del que me habla, pero tampoco esa vez estaba en casa. Espero que ella sí vuelva y que no tenga otra casa allí, en la calle cuya existencia he decidido dar por cierta, no querría tener dudas sobre dónde he nacido en realidad. Desde hace poco he comenzado a espiar sus horarios y sus idas y venidas por la ciudad, pero no he visto nada fuera de lo normal. Un día la vi hablando con nuestros vecinos de cuando era niño, parecían tener las mismas conversaciones de siempre, como si no hubiera pasado el tiempo y tampoco la vida, alguno incluso me hizo señas desde lejos como si me reconociera; a otros les creía muertos desde hacía tiempo, pero no, es evidente que no, estaban allí con mi madre y demás conocidos, parejas de enamorados, puestos de flores y niños que iban a la escuela. Todo era exactamente igual que siempre, igual que cuando no la espiaba, igual que las calles en el mundo que conozco. No observé nada extraordinario.
– Pero hijo, la muerte no es extraordinaria.
Me lo suelta de vuelta en casa y me lo dice así, como una sentencia lapidaria, como una adivinanza que tengo que resolver para salir de ese cementerio de elefantes y de vecinos cuyos recuerdos murieron en mi niñez. Pero por más que pienso, desconozco si los elefantes celebran sus cumpleaños más allá de nuestras calles, de nuestros libros de biología, o si mis vecinos difuntos se aman y tienen hijos premuertos, si sus escuelas enseñan a los niños quiénes fueron.
– ¿Te han dado ya el recado, hijo?
– ¿A qué te refieres? No sabía que hubiera nada pendiente.
– Comprendo. Ya me ocupo yo…
No sé por qué me habla de esto hoy, precisamente hoy, en lugar de otro día cualquiera. Ella no debería sospechar nada, no lo he hablado con nadie, he procurado no hacer nada fuera de lo común, nada que pueda levantar sospechas. Nada que resulte extraordinario.
Todo queda en eso hasta la tarde, cuando la sigo de nuevo por calles que me resultan familiares y en las que intuyo que he estado pero que no reconozco. La sigo y observo; definitivamente sí, he pasado por allí antes en algún momento que no recuerdo, seguramente con ella, a la que de repente descubro allí, al otro lado, besando al que ha de ser su amante, y yo aquí, en medio de la carretera como un espantapájaros perplejo y sin darme cuenta de que aquel camión se me echa encima como queriendo abrazarme también, fundirnos ambos en uno. Por un instante me siento morir. ‘Este es el fin’, pienso, y mi madre mirándome desde allí con su amante, al que no conozco, aunque creo que sí le conozco, y yo aquí, aún en medio, entre calles, a unos metros de este camión cuyo conductor me hace señas como un loco para que me aparte, tiene miedo de arrollarme, no habría remedio en este caso, pero no me arrolla, me traspasa como a un espíritu, no siento dolor ni pánico, no hay túnel, ni elefantes ni adivinanzas, el camión sigue su camino y yo cruzo ligero hacia aquella calle, la cierta, donde me están esperando mi madre y su amante, mi padre, al que hacía tantos años que no veía, y retomamos conversaciones muertas desde entonces y que ahora, extraordinarias, me recorren y me encuentran, llenan mis frases y mi memoria, y por fin llego y abrazo a mi padre hoy, dios mío, precisamente hoy.

 

miguel rodriguez 333Miguel Rodríguez Otero
España, 1968. Licenciado en Liberal Arts, profesor de adultos en programas bilingües. Colabora con relatos en publicaciones como Almiar (Madrid), Botella del Náufrago (Valparaíso), Los Bárbaros (NY), ERRR Magazine (México DF), Revista Virtual de Cultura Iberoamericana (NY), Narrativas (Madrid), entre otras. En la actualidad vive en un pueblito costero de Galicia, tratando de ser... un digno bárbaro.

 

Precisamente hoy enviado a Aurora Boreal® por Miguel Rodríguez. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Miguel Rodríguez. Foto Miguel Rodríguez © Luciano Teixeira. Foto calle © Luciano Teixeira.

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