La última cuota

oscar osorio 251A mis padres

 

Papá está atado por la nariz a una pipa de oxígeno. Me siento a su lado y le muestro la factura.
―Mira, papá, es la última cuota.
Sé que no me escucha, pero me hace bien el gesto. Doblo el papel y lo dejo en su regazo. Lo imagino levantándose de ese lecho impersonal, yendo a depositar el último pago. Adivino su sonrisa. Esa nueva libertad a sus 77 años. Hace exactamente treinta y cinco meses decidió que no tomaría ningún otro crédito y ha conseguido mantener su promesa, aunque no le ha resultado fácil.
Recuerdo muy bien la noche de esa decisión. Es una escena que se ha repetido con ligeras variaciones durante años. Estaba doblado sobre unos cuadernos llenos de números escritos en tintas de diferentes colores. Tenía la piel enrojecida, el pelo alborotado y los ojos dilatados. Me senté a su lado. Mamá nos trajo café. Le pregunté cómo iban las cosas. Él me miró, como un condenado a muerte, levantó uno a uno sus lápices, los partió y los depositó sobre la mesa. Con cada lápiz destruido, cedían los signos de su desespero. Después rompió los papeles borroneados, recogió los fragmentos y los echó en una bolsa plástica. Al final de este ritual de emancipación, estaba muy calmado.

Hasta aquí llegamos ―dijo mientras apuraba los últimos sorbos del café, con un ostensible gesto de satisfacción.
No sé por qué en ese momento recordé una historia de sus épocas de cazador. Una noche, después de varias jornadas de peinar el viento y fatigar la selva, se encontraba el grupo al borde del desespero. Llevaban cuatro días sin provisiones y no habían logrado cazar nada para comer. Lo único que todavía les quedaba eran unas libras de café, con las que paliaban malamente el hambre. Estaban sentados alrededor de la fogata, contando historias de aparecidos, esperando que el sueño generoso los redimiera de su mala situación. Mi hermano mayor, que, aunque era un niño de doce años, a veces lo acompañaba en esas travesías, vio a lo lejos un par de diminutas bolas de luz rompiendo la negrura espesa. Pensó que eran los ojos de alguna de esas apariciones que referían los cazadores o de algún endriago infernal de la selva y, temblando, tiró a papá de la camisa. Él alzó la escopeta, la calzó en el hombro, reclinó la cara sobre la culata, cerró el ojo izquierdo, calculó la trayectoria del proyectil, aguantó la respiración y apretó el gatillo. Los ojos de luz se apagaron antes de que en las entrañas del monte rebotara el estallido de la pólvora. Era un perro de monte. Despellejaron y tazaron el animal, y comprobaron que la bala había entrado por el ojo derecho sin salir al otro lado. Rápidamente pusieron la olla y medio cocinaron un caldo que los salvó de la inanición. En el cuero del animal, que durante muchos años adornó la sala de nuestra casa, la perfección del disparo se podía advertir en una leve imperfección: el círculo del ojo derecho era ligeramente más ancho que el del izquierdo. Mi hermano contaba que los compañeros encomiaban su puntería mientras él apuraba sorbos de café con un ostensible gesto de satisfacción.
Mamá nos sirvió otro café y yo volví del pasado. Papá, con la bolsa de plástico donde había sepultado lápices y hojas destrozadas aún en su mano derecha, me dijo que había hecho cuentas y todas las deudas que estaba pagando, para las que destinaba el setenta por ciento del dinero que le llegaba de su jubilación, las había contraído para honrar otras deudas viejas que tenía con el mismo banco.
―Es decir, no me he comprado un helado con esa plata. Todo se lo han comido los intereses.
Hizo una pausa larga.
―Los intereses son como las ratas que roían los cimientos de la casa de mi padre Luis, allá en el pueblo, antes de que esta se viniera abajo un día de lluvia ―dijo con una rabia mansa.
Quedó lelo por un rato. Parecía mirar algo en la pared, pero era evidente que estaba hurgando en el pasado. La energía se fue en ese momento y mamá llegó con una vela encendida. La flama palpitante trazaba figuras en la habitación, alargaba sombras, jugueteaba en su rostro, mutaba formas.
―Cuarenta años de servicio al magisterio para que estos bellacos se queden con más de la mitad de mi jubilación.
Quizá por algún efecto del movimiento que la luz de la vela imprimía en su rostro, lo vi envejecer de golpe, como en una de esas escenas de película en las que se aceleran las cámaras y todo pasa a velocidad de vértigo. Transcurrieron los años en segundos y pude percibir la furia del tiempo haciendo grietas en la piel, nevando su cabello, afilando sus pómulos, doblegando los párpados, ensuciando la mirada. Yo estaba al borde de una crisis de llanto cuando volvió la energía y la luz de las bombillas deshizo el sortilegio. Juró que así le tocara aguantar hambre no haría más préstamos. Ha cumplido: pasó hambre, puso cartones para cubrir los hoyos de sus zapatos y remendó su ropa, pero no adquirió ninguna otra deuda. Desde entonces, ha esperado el correo, con la misma resignación rabiosa del viejo coronel. Pero él no lo hace para recibir noticias de su jubilación sino para saber con cuánto dinero de su pensión se va a quedar el banco cada mes.
A medida que termina de cancelar los créditos más antiguos, le queda un poco más de dinero de la mesada y su situación mejora. Hemos hablado de ello muchas veces y me ha contado sus planes para seguir ahorrando la misma cantidad que está dejando de entregarle a los bancos hasta que logre juntar para pagarse unas vacaciones en el mar. Siempre ha querido conocer el mar. Lo imagino en pantalones cortos, dándose chapuzones de agua salada y mirando con el rabillo del ojo los cuerpos bronceados de las bañistas, sin que mamá lo pueda sorprender. Eso tendrá que esperar, aunque no es precisamente tiempo lo que le sobra. Por ahora, deberá levantarse de esa cama de enfermo e ir al banco a cerrar una historia de seis décadas.
Me siento en el sofá. Es un mueble de cuero artificial de color negro, con espaldar rígido y cojines cuadrados semiduros. Aunque no es especialmente incómodo, mi espalda empieza a resentirse. Hace más de dos horas mamá se fue a la cafetería para almorzar y aún no ha regresado. Debe estar conversando con alguna amiga ocasional. El aire acondicionado no logra deshacer el sopor. Recupero la factura, que parece dormida en el pecho de papá, y leo las cifras. Trato de recordar el momento en el cual comenzó a subir la dura cuesta del crédito.
Creo que adquirió su primera deuda cuando cumplió 17 años. Le había resultado trabajo como secretario en un juzgado y se endeudó para comprar ropa decente. Al año siguiente le dieron la plaza de maestro de escuela y sacó fiado el traje formal para ir a posesionarse. También le fiaron los zapatos y un reloj Cornavín. Luego sacó más ropa. Ya era el profe y se vestía con zapatos de tacón, pantalones largos, chaleco y saco de paño, camisa y corbata de algodón. Luego vino el matrimonio con mamá y tuvo que pedir fiado el traje de boda, la comida y unas botellas de aguardiente para la fiesta. No había saldado la deuda, cuando sacó fiada la cuna y la ropa del primer bebé, y unos muebles de sala para atender a las visitas. Después llegamos los otros hijos y, con cada uno, nuevas deudas. “Lleve lo que necesite, profe, que usted tiene buen crédito”, decían los acreedores. Y él sacaba fiado y pagaba cuando le llegaba el sueldo.
Papá se mueve. Abro las cortinas para que entre más luz. Examino su cuerpo en la cama y constato que se ha ido encogiendo con los años. Así es la vida: nacemos, crecemos, nos endeudamos, decrecemos y morimos. Un arco perfecto que vamos llenando con felicidad y tristeza, con trabajo y ocio, con amor y odio. Seguimos solos en la habitación iluminada por el sol de las tres de la tarde. Aparte del sofá para las visitas, hay un mueble para guardar ropa, la mesa de las medicinas y un televisor. Me siento incómodo en este cuarto estrecho, me subyuga el hedor a limpio del hospital, el aliento químico de esta bestia pulcra. Un movimiento reflejo en la mano derecha de papá me llama la atención. El sol le da de lleno y él mueve levemente ese mármol blando, como un pez enflaquecido en un estanque azul.
De golpe me viene la imagen de un acuario que tuvimos cuando éramos niños, pero no me quedo en ese recuerdo y me deslizo a otra escena de la infancia. Tengo siete años y estoy jugando con un tigrillo cachorro, que es nuestra mascota. Corro alrededor de una pila de café y el animalillo me persigue. Me detengo y cambio de dirección y el tigrillo hace lo mismo. Corremos en círculo una y otra vez sobre los granos secos. El cachorro a veces se resbala y da una vuelta sobre su lomo, se levanta y sigue la persecución, trata de aferrarse a mi pierna con las diminutas garras, pela los colmillos y gruñe. Algunas gotas de sudor me refrescan la frente. Otro hermano me remplaza en el juego. Me acerco risueño a papá y él me pasa la mano por la espalda, bajo la camisa. Una suave calidez fluye de su mano abierta, una corriente física. Me quedo quieto, temeroso de perder la magia al moverme. Incluso ahora, varias décadas después, cuando recupero en la memoria toda esa intensidad afectiva hecha energía en la caricia, siento la sólida constancia del amor. Creo que papá es esa mano cálida, esa tibia permanencia.
Mamá entra. Está tranquila. Ella se ha sentido vieja siempre y ahora no parece afectada por la abundancia de arrugas y el pelo blanco. Tampoco le asusta mucho la idea de la muerte. Papá, en cambio, siempre ha tenido pánico de morir. Cada vez que algo falla en su salud, se alarma tremendamente y empieza a conjeturar desarrollos nefastos, a imaginar largas agonías. Se me ocurre que su endeudamiento permanente y progresivo es una manera de permanecer de este lado de la vida: debo, luego existo.
―El que a solas sonríe de sus picardías se acuerda ―comenta mamá.
Pone la mano izquierda en la frente de papá.
―No le ha vuelto a subir la fiebre ―confirma.
―Pero lo veo demasiado pálido y está durmiendo mucho ―le contesto.
―Es por los medicamentos ―me dice―, no te preocupes.
Le pregunto qué han dicho los médicos. Ella parece no escucharme. Se queda mirando a papá con ternura, como si fuera otro de sus hijos. Le toma la mano y la mete bajo la sábana, con delicadeza.
―El dolor en el pecho se ha intensificado ―dice sin mirarme, con el mismo tono que diría buenas tardes o véndame un pan.
―¿Desde cuándo? ―me sobresalto.
Le sorprende mi interés.
―Desde ayer. No te preocupes, que eso no debe ser grave.
Pienso que sí es para preocuparse que una persona de 77 años, hospitalizada desde hace casi dos semanas, sienta un dolor cada vez más fuerte en el pecho.
―¿Y qué dicen los médicos? ―insisto.
―No les he dicho nada. Para qué.
―No te entiendo ―le digo molesto―, ¿tú crees que puedes decidir si le dices eso al médico o no?
Se sienta a mi lado. Me pone la mano en el hombro, tratando de calmarme.
―Esos no mandan sino Ibuprofeno.
―Mamá, por favor ―levanto la voz.
―Ya se me pasará ―dice.
―Pensé que hablabas de él.
Ella no parece enterarse del tono de mi decepción y espera, en balde, que le insista que vaya al médico. Se ha quejado tanto de tantas enfermedades que ya no le hacemos mucho caso a la pastorcita mentirosa. Sólo nos apuramos cuando hay diagnóstico, pero cada vez que va a consulta viene un poco decepcionada porque le dicen que está muy sana.
Vuelvo a detallar el cuerpo encogido de papá. En la parte inferior del brazo, el esparadrapo sujeta una aguja conectada a una manguera que va a una bolsa de suero. Me acerco a ver si está despierto, pero sigue en su somnolencia.
―El doctor asegura que en dos o tres días le va a dar de alta ―me dice.
Me conforta la noticia.
―¿Viste la factura? ―le digo.
Le paso el papel.
―Llegó hoy. Es la última cuota.
La mira sin atención y me la devuelve.
―He estado pensando ―continúo―, tratando de entender cómo se fueron a enredar de esa manera.
―Se fueron es mucha gente ―me corrige.
―¿Sabes cuál fue la primera deuda de papá? ―le digo mostrándole el papel―. Creo que todo empezó con esa ropa para su cargo de secretario en el juzgado. Le cogió gusto al crédito y ahí empezaron sus problemas. Cuando recibí esta factura caí en cuenta de que él ha sido un prisionero durante todos estos años. Sus barrotes son esos papeles llenos de cifras que, mes a mes, le quitan la alegría.
Se para y se asoma a la ventana. No sé si me ha escuchado.
―El día está bonito ―observa.
―Demasiado calor ―le digo.
Se queda absorta, con la mirada perdida en los techos de las casas, en las calles congestionadas, en la telaraña de los cables eléctricos, en las montañas que embellecen la ciudad. Quizá no mira nada. Tal vez sólo se prepara -caigo en cuenta- para contestarme la pregunta, que no tendría que responder porque sólo era un pregunta retórica para expresarle mis opiniones. Efectivamente, al cabo de su minuto de abstracción (todo un récord), se pone briosa como si le acabaran de aplicar una inyección de cafeína, cierra una de las cortinas para que el sol no le dé en la cara a papá y se sienta a mi lado. Veo el temblor casi imperceptible en la comisura de los labios, la señal inequívoca de que va a prender los motores de su lengua. Es cuando tomo clara conciencia de lo que va a pasar con el resto de la tarde, salvo que alguna visita inesperada me lance un salvavidas.
―En esos tiempos la pobreza era muy grande y la única manera de sobrellevarla era fiando, pero a uno no le ponían intereses, ni iban a sacarle las cositas de la casa. Todos éramos amigos. El sastre era colega de su papá, el ebanista era nuestro compadre, el tendero era vecino, con el carnicero iban a cazar y con el estanquero jugaban en el mismo equipo de fútbol. Ellos nos daban las cosas y les pagábamos después, sin facturas ni embelecos. Uno disfrutaba de lo que no podía comprar en el momento e iba cancelando sin angustias. Si no tenía un mes, pagaba al siguiente. Nadie amenazaba. Recuerdo que cuando estabas por nacer fuimos a fiar tu cuna, como ya lo habíamos hecho con las de tus hermanos. El ebanista nos la regaló y nosotros le ofrecimos el padrinazgo. Esos créditos eran un sistema de apoyo e, incluso, de solidaridad. Ya te digo, eran otros tiempos. De ese paraíso nos expulsaron los bancos con sus intereses desmesurados. Me acuerdo de la pobre mujer del panadero. Cuando el marido murió, ella quedó llena de deudas con el banco. Un día vino a ver cómo podíamos ayudarla.
Mamá sigue hablando de compadres y comadres, de embargos y desalojos, de quiebras y créditos. Recuerdo las noticias de la mañana sobre la crisis de Grecia, la humillación a que la somete la poderosa Alemania y el sistema financiero internacional. No hay salida, pienso, el monstruo lo engulle todo, países y gentes. Recupero el hilo de su voz y trato de mantenerme atento, pero rápidamente desisto, me encierro, sin que ella lo advierta, en una invisible campana de cristal y la voz se diluye en un sonsonete adormecedor. Pasa más de una hora. Me paro para desentumecer las piernas y veo la factura en el piso. No sé cómo ha llegado allí. La recojo y la guardo. Quiero dársela a papá cuando despierte. Él se revuelve en la cama y hace gestos que me parecen de dolor. Toco la alarma y diez minutos después, cuando viene la enfermera, ya está calmado. Le explicamos lo que ha ocurrido. Ella dice que no pasa nada, le toca la frente y se va. Mamá se sienta de nuevo y continúa el relato, brevemente interrumpido por la enfermera. Al cabo de un rato vuelvo a refugiarme en mi campana de cristal y el sonido de sus palabras casi desaparece en un segundo plano, como cuando mis hijos ven televisión en la pieza del lado y yo pongo las sinfonías de Mozart para concentrarme en mi trabajo. Es un truco de supervivencia mental.
―Su primera crisis nerviosa vino después de eso. Fue el mismo día en que le hicieron el primer embargo. Todo había comenzado unos años antes, cuando pidió un préstamo para cultivar tomate. Ya habían nacido todos ustedes y, como el sueldo no nos alcanzaba, él decidió volverse empresario de la agricultura. Consiguió una tierra en alquiler y se endeudó con el banco para sembrarla. No le gusta reconocerlo, pero la cosecha se le perdió porque no sabía nada de eso. Lo cierto es que la siembra se llenó de plaga y no dio tomates ni para unos huevos pericos. Las cuotas llegaban igual y él tenía que pedirles préstamos a los amigos cada mes para cubrirlas. Cuando terminó de pagar el crédito bancario, le debía a todo santo una vela. Entonces, decidió hacer otro préstamo en el mismo banco para pagarles a los amigos. Él decía que era mejor ir amortizando una sola deuda y que, además, iba a pedir un poco más para comprarse una máquina de hacer bolis y cubrir con las ganancias las cuotas del nuevo crédito. El negocio no daba mucho y, como las amortizaciones no esperaban, tuvo que volver a pedirle prestado a los amigos. Hasta que, claro, llegó el día que no pudo pagar más y el banco le embargó el sueldo de profesor. Horas después de recibir la noticia, lo encontramos bañado en sangre. Estaba tirado en el suelo, la cabeza recostada contra la puerta de la calle. No alcanzó a entrar a la casa. Lo llevamos a la clínica. El médico dijo que había sido un milagro que no le hubieran quedado secuelas, porque esos derrames cerebrales lo dejan a uno inútil, pero que de suerte había evacuado toda la sangre por la nariz y no se le había acumulado en el cerebro.
Me fatiga esa monorrítmica sorda y entro al baño para escapar. Cuando salgo, veo, sobre la sábana añil, la mano de papá conectada a la bolsa suero. Parece un pescado ensartado en una vara contra el fondo azul del mar. Mamá abre las cortinas y deja entrar un crepúsculo azafrán, que tiñe la piel blanquecina de este pez enfermo. Sacó el papel, lo desdoblo y le digo mentalmente que es la última cuota. Advierto que mamá me mira, que su boca sigue en movimiento.
―Después de su plena recuperación, mi hermano me prestó un dinero y pusimos la sastrería y, tras muchos años de esfuerzo, su papá comenzó a decir que ya ese negocio daba más trabajo que plata y la vendió. Luego puso alquiler de revistas, carnicerías, areperías, factorías de ropa y cuanto embeleco se le ocurría.
Ella no necesita conectar el cerebro a la boca, pienso. Su facultad del lenguaje no es mental sino bucal. Ella es una lengua incesante, una fisiología en perpetuo movimiento. Siempre nos hemos preguntado cómo sobrevivió papá a cincuenta años de matrimonio en avalancha verbal.
Creo que me he dormitado con los ojos abiertos. La noche ha llegado y las luces se han encendido. Mamá sigue hablando:
―En la panadería me levantaba a las cuatro de la mañana a hacer la rellena, fritaba los chorizos, ponía el café, barría y trapeaba, hacía los buñuelos, preparaba los desayunos, atendía a los clientes, cocinaba el almuerzo, fregaba la ropa, lavaba la loza, preparaba postres, limpiaba las vitrinas, espantaba las moscas, hacía la comida y los cuidaba a todos ustedes, que eran unos demonios. No pasaba un día que no viniera algún vecino a decir que le estaban quebrando las tejas del techo, que los habían visto robando naranjas, que estaban espiando a las niñas en el baño del colegio; o el médico a poner la queja porque le habían pinchado las llantas al carro. Y una tenía que dejar la masa a medio hacer y salir corriendo como una desesperada a perseguirlos por las calles con un fuete en la mano. Luego, de vuelta al trabajo, a cortar las servilletas y limpiar las mesas, y, además, a soportar la quejadera del marido, que las deudas nos iban a comer vivos, que habría que vender el negocio, que se iba a enloquecer. Yo también me iba a enloquecer y me subían unos calores que me daban ganas de salir corriendo y no parar hasta que me tumbara el cansancio. Un día vendió la panadería y compró una casa. Allí montó el almacén. Se puso a fiar y cuando menos lo pensó no tenía mercancía ni plata para pagar. Le embargaron el sueldo. Vendió la casa y le pagó al banco. Nos quedó para comprar un par de máquinas de coser. Una fábrica nos daba trabajo para hacer en la casa. Nos cogía el amanecer doblados, dele que dele al pedal, confeccionando montañas de ropa. No descansábamos ni los domingos. No me paraba sino para hacer el almuerzo y arreglar la casa, mientras ustedes andaban a la buena de dios, haciendo diabluras.
Me quedo dormido otra vez y vuelvo a despertar, y mamá sigue hablando. Me dejo arrastrar por el chorro de su voz:
―Después de varios intentos por consolidar otro negocio, montó la tienda y empezamos a prosperar. Nos dieron chequera y compramos un carrito. Todo iba maravillosamente hasta que se nos ocurrió la desdichada idea de volver a comprar casa. Era la época del maldito UPAC y esas amortizaciones hipotecarias eran un demonio que crecía cada día. Entre uno más pagaba, más debía y más altos eran los pagos mensuales. Ya no alcanzaban ni el sueldo de la escuela ni las ganancias de la tienda para cubrir los compromisos. No queríamos perder la casa y su papá hacía nuevos créditos para cumplir con las cuotas atrasadas, pero estos traían más intereses. Entonces hacía más préstamos para pagar los nuevos intereses. Mejor dicho, se dejó entrampar de nuevo. Cuando ya no pudo más, vendió el negocio y el carrito. Tratamos de vender la casa, pero, aunque habíamos pagado muchas veces la deuda inicial, lo que aún le debíamos al banco era más que lo que nos ofrecían por ella. Un día nos embargaron y nos desalojaron. Yo me puse a trabajar en una fábrica y ahí nos fuimos sobreponiendo. Entonces llegaron las dichosas cooperativas. Y ahí sí fue Troya.
Su voz se tiempla de odio cada vez que nos recuerda cómo papá tuvo que pagar íntegras las deudas que tenía con la cooperativa cuando esta entró en liquidación, aunque la cooperativa nunca le devolviera el dinero que tenía ahorrado en ella. No me gusta ese sentimiento y me desconecto. Ella sigue hablando. Aunque apago la maquinita de descodificar, percibo el caudal desbordado de su voz, el rumor sostenido, la inundación de sonidos. Papá mueve los ojos dentro de los párpados, a un lado y otro, como si tuviera una pesadilla. Se me ocurre que su mente convierte el caudal sonoro de mamá en una corriente poderosa que lo atrapa, una de esas crecientes de mayo, que arrastraban, con un ruido infernal, palos y piedras, y a veces también algunas vacas descuidadas. Los muchachos hacíamos apuestas a ver cuál de ellas se ahogaba o cuál lograba sobrevivir, y las seguíamos río abajo, gritando, hasta que lograban salir en algún remanso o les veíamos los cascos por última vez antes de que se hundieran definitivamente en las aguas turbias.
La máquina fisiológica de mamá sigue produciendo palabras, sonidos que llenan todos los rincones del cuarto, se pegan a las paredes, se balancean en las cortinas, se cuelgan en mi cuello y me mantienen en un dormitar intranquilo. Sueño que papá chapalea en una corriente portentosa, haciendo esfuerzos sobrehumanos para sobrevivirla. La avalancha crece y la fuerza de su monstruoso bufido se hace ensordecedora. Lo sigo río abajo. Se aferra a un grueso tronco, pero el tronco se hunde con él. Papá sale más abajo, procura alcanzar la orilla con las últimas energías que le quedan. Algunos de mis amigos hacen apuestas. Les gritó que es papá, mientras lo veo tragar bocanadas de agua y sumergirse de nuevo. Veo sus zapatos dando tumbos contra las piedras y veo a papá que emerge a lo lejos, que bracea contra la corriente, que se niega a rendirse. Me despierto sobresaltado, sudando.
―¿Qué te pasa? ―pregunta mamá.
Le digo que papá es una vaca náufraga. No me entiende y no tengo ganas de explicarle.
Papá se mueve. Ella corre a su lado. Le acaricia la frente, le masajea los pies. Me dice, otra vez, que no le ha vuelto a subir la fiebre. Veo la figura demacrada de mamá y adquiero consciencia de que ha mal dormido durante doce días en este sofá, que no ha salido de esta habitación más que para ir a la cafetería, que evidentemente ha comido poco y que se ha ido tragando, como un pan envenenado, la angustia de todos estos días de incertidumbre sin una queja. Así es ella, se lamenta de cosas insustanciales, pero pasa las dificultades reales de la vida en una aparente ataraxia. Lo abriga y se sienta a su lado. Pienso que mamá en esa mano que cobija, que en la vida de todos, y a costa de su propio bienestar, mamá siempre fue esa mano en servicio. Me asalta uno de esos raptos de culpa y le digo que se vaya a descansar, que yo me quedo esta noche a acompañar al viejo. Ni siquiera me mira. Toma la mano de papá, se anuda a ella, y continúa hablando. Veo su mano unida al pez de mármol, su mano pecosa y arrugada, los dedos doblados como cucharas de mentalista, deteriorados por el tiempo, retorcidos por la pesada carga que han llevado. Pienso que esas manos enflaquecidas siempre han estado anudadas, como ahora, y que en esa unión han sabido encontrar un sentido para sus vidas, quizás la única felicidad posible.
Por la ventana se asoma la luna llena seguida de un astro luminoso. Papá alguna vez me enseñó que ese era el planeta Venus, el que más brilla a nuestros ojos, y que, en ciertas noches, podemos verlo de la mano de la luna paseando por el hondo firmamento. Contemplo, reconfortado, la bella imagen, me dejo acariciar por la alegría de su luz. Y entiendo.
Le digo a mamá que me voy y le entrego la factura para que se la muestre a papá. Insisto en que es la última cuota, que le dé esa dicha, que a él le va a gustar que ella se lo diga. Ella la mira, sin atención. Me pide que corra las cortinas, que está cansada y quiere dormir. Le insisto que es muy importante, que con esa última cuota papá podrá, por fin, salir de la borrasca del sistema financiero.
―Si se empezó a endeudar a los 17 años ―le digo―, lleva 60 años siendo el hombre que debe. Seis décadas. Después de pagar esa última cuota, será otro. Como cuando tenía 17, será de su exclusiva propiedad.
Ella sonríe, me mira como a un chicuelo.
―¿Y cómo crees que va a pagar los gastos de la clínica?
―No entiendo ―le digo―, para eso tiene seguro médico.
Ella sonríe con benevolencia por eso que llama mi inocencia. Me explica que, por los nuevos decretos que sacó el gobierno dizque para proteger el sistema de salud, ahora los pobres tienen que endeudarse con los bancos para pagar los gastos médicos de una enfermedad onerosa como la de papá.
―Ya tu papá les firmó un documento ―dice, dejando la factura sobre la mesa de noche.
No puedo evitar una lágrima de indignación. Mamá se acuesta en el sofá. Voy a cerrar las ventanas y veo las cortinas negras de las nubes engulléndose la luz plena de la luna.
― Va a llover ―digo.
Mamá no responde. Apago la luz. Al salir, giro la cabeza, para despedirme de nuevo y advierto que papá ha abierto los ojos. Por un instante, veo el par de diminutas bolas de luz rompiendo la negrura espesa. Levanto la mano para encender la luz, pero, antes de llegar al interruptor, sus ojos se cierran y me parece que alguien, al otro lado de la noche, levanta la cara de la culata con un ostensible gesto de satisfacción.

 

oscar osorio 377Óscar Osorio:
Profesor Titular y director de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle. Licenciado en Literatura y Magister en Literatura Colombiana y Latinoamericana de la Universidad del Valle, Master y Ph.D in Hispanic and Luso-Brazilian Literatures and Laguage of The Graduate Center, City University of New York (CUNY). Ha publicado los libros: La balada del sicario y otros infaustos (2002), Historia de una pájara sin alas (2003), La mirada de los condenados (2003), Poliafonía (2004), Violencia y marginalidad en la literatura hispanoamericana (2005), Hechicerías (2008), El cronista y el espejo (2008), Una porfía forzosa (2012), El narcotráfico en la novela colombiana (2014), El sicario en la novela colombiana (2015). Hace parte de las antologías Encuentro 10 poetas latinoamericanos en USA (2003), Nueva novela colombiana: ocho aproximaciones críticas (2004), Cali-grafías la ciudad literaria (2008), Voces y diferencias. Poesía (2009), Voces y diferencias. Relatos (2010), Despite All Adversities (2015), Miradas oblicuas (2015), Maestro cuento (2015), Literatura, lenguajes y educación (2015), Notas en clave de pájara (2015). Es coautor del libro Yo hablo, tú escuchas, ella lee, nosotros escribimos, una pedagogía compartida (2007). También ha publicado ensayos, crónicas y poemas en revistas como Poligramas, Hybrido, Con-textos, Ciberayllu, Letras Hispanas, Revista Cronopio, Letralia, Aurora Boreal®, Archivos del Sur, Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, La palabra, Nexus. Ha ganado los siguientes premios: XXXII Premio Cáceres de Novela Corta (España 2007); Premio Gutiérrez Mañé a la mejor tesis doctoral (New York 2013); Premio de Ensayo Autores Vallecaucanos Jorge Isaacs (Cali 2013).

"La última cuota" enviado a Aurora Boreal® por Óscar Osrio. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Óscar Osorio. Foto nr. 1 Óscar Osorio © Julián Jaramillo. Foto nr. 2 Óscar Osorio © María del Mar Burgos.

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