Luz artificial

sandra araya 251Hay un sueño que he soñado tanto que ya se parece más a un recuerdo.
O es un recuerdo que de tanto recordar se me ha metido a los sueños.
Jorge Franco

 

Ana encendía, una a una, las luces de su casa, cuando llegaba a ella.
La luz del corredor, la luz de la cocina, las lamparitas de la sala, la luz del corredor que conducía a la habitación, la luz del baño, la luz de su propio cuarto, todas se encendían bajo el contacto de su mano, mientras con la otra, delicadamente, iba despojándose de aquello que le pesaba en el cuerpo, el cansancio del día, el bolso, los zapatos, un broche para el pelo. Para cuando llegaba a la habitación, iba descalza, con la blusa a medio desabotonar, el pelo suelto, casi lista para acostarse, hundirse en un precipicio del que solo emergería al día siguiente, a las seis y treinta, cuando el despertador la sacara de su breve descanso.
Ya en la cama, prendía la televisión en un gesto automático, pues no alcanzaba a ver ni cinco minutos de lo que pusieran en la programación. Las luces del apartamento quedaban todas prendidas. Ana le temía a la oscuridad.

Despertaba, pues, en mitad de una madrugada llena de luz, se bañaba, se vestía, desayunaba algo rápido. En su camino de salida, por supuesto, iba apagando, una a una, las luces que había encendido la noche anterior.
Había luz en el día y luz en las noches. Así todos los días y todas las noches. Hasta una noche.
Había encendido, como siempre, todas las luces del lugar, pero en vez de acostarse inmediatamente decidió prepararse algo de comer, algo rápido, quizá podría ver entera una película antes de dormir, aprovecharía que ese día había tenido una tregua en sus labores y que su cuerpo no estaba a punto de desvanecerse en el sueño. Caminó descalza hacia la cocina, se sintió bien al posar sus pies desnudos sobre las losas frías del suelo.
prange 350Uno a uno dispuso sobre el mesón los ingredientes para un sándwich, aplicadamente partió el pan, puso en una mitad una rebanada de jamón de pavo, una hoja de lechuga, una rodaja de tomate, algo de mostaza, unas aceitunas… ya guardaba los ingredientes, uno a uno, en el refrigerador, cuando escuchó un golpe, no muy duro, no muy leve, en la puerta, más que una llamada, un roce de alguien que quería entrar a su apartamento, con silenciosa solicitud.
No pensó, por supuesto, en algo malo, así que abrió la puerta, sin más, sin precaución, y de inmediato entraron dos hombres, la empujaron, uno le tapó la boca y la condujo a la cocina, cerró la puerta detrás de ellos.
Uno era más pequeño que el otro, este la agarró de las piernas, se abrazó a ellas para que no pudieran moverse de su sitio; por debajo de la mesa donde la habían tumbado de bruces, el enano le sostenía las muñecas. Se lo imaginó ahí, en ese pequeño escondrijo, colgado de sus extremidades como un mono.
El otro, más fuerte, brutal, ya se había puesto detrás de ella, le había bajado violentamente los pantalones de pijama, le había bajado la ropa interior y la penetraba afanosamente, alternando las embestidas, por uno y otro orificio. Cada tanto le daba un golpe en la espalda, por si ella quisiera resistirse, levantarse.
Ella no quería librarse. Miraba, de reojo, las figuras de mazapán colocadas sobre el borde del ventanuco de la cocina. Eran dos hombres. Uno más alto que el otro, los había hecho hacía días, en una clase, como distracción, y se los había llevado a casa para mirarlos y remirarlos bajo las luces de su casa.
Ana sonrió con la boca apretujada contra el linóleo de la mesa.
Después de un tiempo, quién sabe cuánto, los dos hombres aflojaron la presión que ejercían sobre su cuerpo. El pequeño no intentó abusar de ella, más satisfecho de mirar y escuchar que de actuar; el otro, rápido, acomodó sus ropas, ella miraba de reojo las sombra que proyectaba aquel sobre el mesón de la cocina.
familia lehman 320Esperó. Quería estar segura de que se habían ido, de que estaba sola, de nuevo, como siempre, en su apartamento. Esperó, midió el tiempo de la espera en latidos de corazón, esperó por lo menos veinte latidos y entonces sí se incorporó con cuidado, acomodando sus ropas. Por un momento dudó, pero se decidió, al fin, y tomó del borde de la ventana los dos muñequitos de mazapán, apretándolos contra su pecho. En su camino hacia el cuarto, fue apagando, una a una, las luces del apartamento, la luz del corredor, la luz de la cocina, las lamparitas de la sala, la luz del corredor que conducía a la habitación, la luz del baño, la luz de su propio cuarto.
Ya a oscuras, se sumergió entre las sábanas. Durmió, casi profundamente, apretando contra sí los muñecos de mazapán, como si estos fueran a escaparse de nuevo de sus manos.

 

sandra araya375Sandra Araya
Ecuador, 1980. Estudió Comunicación y Literatura. Tiene una editorial llamada Doble Rostro. Sus cuentos han sido publicados en las revistas El Búho, Aceite de perro, Big Sur, Ómnibus y Aurora Boreal®. Está incluida en la antología Ecuador Cuenta, coordinada por Julio Ortega. En 2010 ganó la Bienal Pablo Palacio. Fue editora del suplemento cartóNPiedra. En 2014, La Caracola publicó su novela Orange y en 2015 ganó el premio La Linares con su obra La familia del Dr. Lehman.

 

"Luz artificial" enviado a Aurora Boreal® por Sandra Araya. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Sandra Araya. Foto nr. 1  Sandra Araya ©  Sandra Araya. Foto nr. 2 Sandra Araya © Sandra Araya. Carátula Orange © cortesía Editorial La Caracola. Carátula  La familia del Dr. Lehman © cortesía Campaña de Lectura Eugenio Espejo.

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