Avalancha - Yolanda Arroyo

yolanda arroyo 2501.

Ella habla primero y yo pierdo la timidez y el recelo a su presencia. Ya no desconfío. Dice que no le gusta cómo la mira la enfermera. Dice también que por eso ha apuñalado al marido, por esas mismas fókin miradas acusadoras, conspiradoras. Dice, o más bien canturrea, una melodía a ritmo imaginario de tumbao y conga, mientras imita el metal de voz de Shakira, con su te aviso, te anuncio que hoy renuncio, a tus negocios sucios. Entonces mueve las caderas sobre la cama, menea los hombros y advierte en voz baja que el zolpidem pronto le dará sueño. Me hace así con la mano. Así con los dedos. Como ven acá. Y yo hago caso. Me levanto de la cama que queda al otro extremo del cuarto. Camino tocando las paredes verde menta, sintiendo sus porosidades. No me pongo a contar los patrones cuadriculados de la alfombra en esta ocasión. No miro por la ventana enrejada, ni me desvío hacia el baño donde una regadera permanece sin usarse porque tiene el candado puesto. No nos permiten bañarnos sin supervisión. Me acerco a ella. Lisa, Melisa, Melania, Noelia. No recuerdo su nombre. Yo también tarareo, en mi caso, un reggaeton. Igual que ella, me siento adormilada, mareada por las pastillas que me tomé hace un rato. Las que nos calman. Me acerco más. Sé la advertencia de las enfermeras: respetar el espacio vital ajeno, evitar los roces, impedir los gestos que fácilmente pueden confundirse con violencia y el acercamiento, definitivamente, es uno. Me pregunta por qué es azul el cielo. Por qué la crema de licor irlandesa mezcla bien con el Ambien. Por qué hay tantos dioses, tantas confusiones y tantos libros sagrados: la Biblia, el Corán, el pentateuco, el libro de Mormón. Y por qué yo estoy allí. Con ella. Compartiendo aquel cuarto, aislada del resto de la población. Cuál es mi pecado. Qué es lo que purgo. Contesto que me estoy limpiando. Un vicio de coca. Se me fue de las manos. Dejé a Yolanda y no he sabido volver a estar sobria, o lúcida, o en dos pies. ¿Yolanda?, pregunta ella y me cuenta una historia de una prima suya que se llamaba Yolanda. Y me canta la canción de Silvio, o la del otro cuyo nombre siempre olvido. Y la de Paquito Guzmán. Cuando éramos pequeñitas, —añade— a los seis o siete años, queríamos que nos creciera el busto a toda costa, a como diera lugar. ¿Sabes qué hacíamos? Le dije que no, y empecé a ver todo casi borroso. No puedo decirte, dijo acto seguido. Eres tortillera.
Regresé a mi cama y me quedé dormida.

 

2.

 

Lo que no le conté fue lo otro. Lo de mami.
Continué haciendo hincapié en lo del polvito blanco cada vez que Melisa me ponía el tema, o me contaba de sus ataques de histeria, o de sus agresividades por ninguna razón. Tenía unos arrebatos desde chiquita, que al parecer, se le habían multiplicado de grande, o por lo menos, no habían menguado. Un día me tocó hablar con un grupo de compañeros de trabajo en una reunión y puedes creer que tenía toda la nariz embarrada de polvo blanco, fue toda una vergüenza, le dije y se echó a reír como si se fuera a acabar el mundo. Y a mí eso me molestó pero no lo verbalicé, porque ya, para ese tiempo, me había empezado a caer bien. Y además, ese día las enfermeras nos permitieron tomarnos las manos, no nada más a ella y a mí, sino a todas, porque al parecer, allá afuera, había sucedido algo terrible. Algo tan terrible que no nos dejaron ver ningún canal de televisión por espacio de varios días. Mi compañera de cuarto llegó a averiguar con otra de las pacientes, que antes de eliminar los aparatos televisivos, algunas habían atestiguado el derrumbamiento de varios edificios en la ciudad de Nueva York. Unos aviones eran el perico y unas torres siamesas las narices. Habían aspirado hondo, profundo, hasta adentro.
Esa misma noche me da la fiebre, los sudores. Tiemblo y me tiritan los dientes, y me los quiero sacar de la encía. Y desearía haber escondido entre las muelas algún vestigio de la sustancia que me lleva al paraíso. Con la lengua, con la punta, me rebusco entre las comisuras y entre cada uno de los surcos del sarro bucal, de las platificaciones, a ver si de casualidad mi sentido del gusto detecta, aunque sea improbable, alguna miniaturizada porción de polvos. En algún hemisferio de mi cerebro hay un letrero que lee Imbécil, cómo se te ocurre que has dejado rastros, tecata, gamberra, infeliz, pero el otro hemisferio no hace caso y continúa la caza del tesoro. Que no llega. No hay recompensas. Esa noche duelen los estertores con cojones.

 

3.

 

avalancha 300Me punzan los músculos, las coyunturas. Hablar del polvo blanco hace que me den ganas de consumirlo y cuando viene la enfermera a darme la dosis, le digo canto de cabrona, me duele la cabeza como si me fuera a explotar, y ella dice que debo tener la presión alta. Alta. Como Yolanda. Su estatura. Yolanda que no soportó mis cosas, que no me aguantó lo suficiente. Aglomeración de cristales de hielo. Una capa blanca que empieza a cubrir la casa y la tierra silenciosamente y poco a poco. Está nevando y son nuestras vacaciones de invierno fuera de la Isla. Y Yolanda me acompaña pero aprovecha para decirme que quiere irse, que no va a seguir conmigo. Yo reacciono mal. Muy mal. Y me meto coca hasta que se me duermen los orificios nasales y el tabique, y hasta que ya no siento la lengua. ¿De qué color es la nieve? Y no me digas que blanca, porque eso es lo que dice todo el mundo y tú se supone que seas más inteligente que todos, porque llevas ya bastante tiempo a mi lado. Es transparente, dice ella. Y yo miro a Noelia, que hace pucheros y se queja de que no quiere la comida desabrida que le sirven en la institución.

 

4.

 

Sigo sin contarle lo de mami, más bien porque ella también me guarda secretos. Y así no se puede, así no me da la gana.
“Le ro lo le lo leí, le ro lo le lo leí. Sabes que, estoy a tus pies. Contigo, mi vida, quiero vivir la vida y lo que me queda de vida, quiero vivir contigo.” Mi compañera de cuarto continúa con las melodías cadenciosas. Coros repetidos, mueve las manos como dando en la tambora. Hace así con el güiro invisible, y con la guitarra que no se ve, la flauta, el piano. Baila los hombros, le gusta moverlos uno adelante y otro detrás. Chasquea la lengua, chasquea los dedos. Pero de aquello no suelta prenda. Si se guarda cosas, yo también me las guardo, también me sé esconder.
No puedo decirte, me dice la siguiente noche en que hablamos temas transcendentales, y es ahí cuando le digo que la Vulgata viene siendo algo así como otra Biblia pero en otro idioma, que me temo es el latín, y que no la cuente por favor, como otro libro sagrado, si me haces el grandísimo favor, porque es otra Biblia. Sería como contar el viejo testamento y el antiguo testamento como si estuvieran en libros diferentes, le contesto. Y dicho sea de paso, el pentateuco tampoco cuenta. ¿Por qué no puedes decirme lo de tu prima, la que se llama Yolanda, por el amor de dios?
Es que eres cachapera.
¿Y qué importa?, lo grito así. Subiendo la voz. Diciéndolo desde mis pulmones. Y acto seguido nos quedamos en silencio porque sabemos que pronto llegará una de las supervisoras, quizás la graduada, a mandarnos a callar. Pasan cuatro minutos con veinticinco segundos cuando llega la graduada y nos toma la temperatura, la presión arterial, y nos manda a que nos callemos, so pena de que no nos den de alta nunca.
Se va. Yo pienso en el peso de millones de copos de nieve amontonados uno encima del otro, sobre el sombrero de franela de Yolanda, sobre su rostro, en los pequeños espacios que le ocupan su abrigo de GAP, en la bufanda negra que siempre lleva consigo. Los copos de nieve incrustados en mi mano, congelándome la piel, luego de abofetearla. Pienso en que podía devorármela entera sumergida en ese océano blanco, que a desdicha mía, no era de cocaína. Y creo que sin querer, mientras pienso en ella, comienzo a tocarme la vagina, porque me despierta del estupor un jadeo que hago, que se me deshace de la boca, se me cae de los labios, como cuando uno ronca e interrumpe su propio sueño, un resoplido como el mugido de una vaca, y de pronto me tropiezo de frente con los ojazos de Lisa, que no pestañean.

 

5.

 

caparazones 300La enfermera se queda a mirar hasta que ella cree que me las trago. Las pastillas.
Se queda a mirar que me ducho. Controla mis movimientos. Estudia con prolija obligación cada una de las veces que me restrego, con agua, con jabón, con champú, con acondicionador. La trato con desprecio y me deja en paz.
Hoy hace frío en el piso y no he querido bajar a hacer terapia de grupo, ni a cantar “Yo quiero tener un millón de amigos”, ni a cumplir con el horario de terapia vocacional pintando vitrales de plástico ni elaborando corazones en mimbre o cerámica que digan te extraño, Yolanda, regresa a mí.
Mi compañera de cuarto se me acerca, y la amonestan. ¡Muy cerca! Hay que alejarse. La mandan a separarse de mí, y ella lo hace a regañadientes. Se sienta en una butaca, un poco lejos. Nos divide un televisor, otra vez apagado, varias sillas, una mesa de caoba, un vaso de plástico con hormigas albaricoques, el periódico reguereteado, una plasta sobre la mesa de caoba de algo que debió haber sido un pastelillo de guayaba. Desde allí comienza su diálogo y me vuelve a entrevistar, inquiriendo sobre mi vida. No es Silvio Rodriguez el que la canta, me dice, es Braulio, el artista. No, mentira, es Pablo Milanés.
Decido, para salir del paso, hablarle de mami.
Se había muerto. Tres años atrás. Pero seguía estando en mi casa. O sea, se paseaba en espíritu. Y era algo real. Tan real como el zolpidem que recién nos acababan de meter a la boca. La enfermera supervisa que no nos lo saquemos o lo escupamos, o lo botemos. Hay que tomarlo delante de ella, y luego ella revisa las fauces vacías después que nos tragamos el buche del vasito de agua. Pero yo ya he aprendido a esconderlo arriba, en la encía, porque ella donde único busca e inspecciona es debajo de la lengua. Entonces yo, que soy una diestra para todo tipo de pillerías, me la escondo así, y la graduada no se da cuenta, y se la entrego a Melina como ofrenda a su amistad y ella a su vez se la ofrenda a sus dioses y a sus manuales de instrucciones, entiéndase los libros sagrados en los que no cree.
Cree en los disparos. En los que se da la gente de los caseríos y en los que se zafan. Eso de los tiros al aire. Ni una bala más. Cree en la guerra por los puntos de drogas y en la violencia doméstica que le llaman. Noelia me cuenta de sus achaques y sus ataques. Se pone mal. Se arranca el cabello en las madrugadas con y sin neblina, las cejas, los vellos del brazo que son muchos, porque no es lampiña. Tiene calvas en la cabeza y en la frente. Las pestañas las trata, pero extirparlas le duele demasiado porque se le entremeten en los ojos y entonces no puede ver bien, y es así como desiste de la idea de sacárselas. Se concentra en las cejas, pues. Lo hace con la punta del dedo pulgar y el índice. Con pericia. Con paciencia. Cree en los tiros que vio, en los que escuchó. Camina como Meg Ryan en la película “Prelude to a kiss”, no como la Meg de la película “You got mail” con Tom Hanks, pero ese día de los disparos no camina, corre. Corre y se esconde. Cree en el revólver que tenía su papá en la mano la mañana en que disparó contra la mamá de ella, y contra su hermana de quince y el hermanito de dos. Ella fue la única sobreviviente. Mantuvo dentro del cuerpo, por horas, dos de esas balas. Así como uno mantiene una célula que se divide y luego se convierte en un cigoto, un feto, un embrión, un bebé. Una bala dentro, cerca del pómulo, otra en el omoplato. Son cosquillosas. Dan escozor. Duelen cuando te las extraen, las quieres volver a tener dentro de la piel, dentro del músculo, dentro del hueso.
En fin, me pregunta cómo es eso de que veo el fantasma de mi madre y se lo cuento todo, con lujo de detalles, moviendo los brazos, gesticulando con cuerpo y rostro, exagerando las minucias, pero por nada del mundo contándole mentiras. Porque mami sí discurría por las habitaciones de mi casa, y abría las puertas, y rompía vasos de cristal, y encendía la estufa o cerraba los gabinetes. Eso asustaba sobremanera a Yolanda. Por eso también se fue.
Y mami se largó después de ella. No sé si en solidaridad. No sé si en rebeldía. Pero mami me lo anunció. Me lo dijo dibujando con su dedo incorpóreo, sobre la superficie del espejo. Me baño con agua muy caliente y el vapor crea una capa sobre el espejo que le daba la oportunidad de escribirme mensajes. Quiero reencarnar, me dijo. Me escribió. Así, con su propia caligrafía. Quiero volver a nacer, esta vez en el cuerpo de una negrita de pelo lacio, con ojos grisáceos, una negrita que sea atrevida y que venga a disfrutar la vida. Hay una mujer embarazada. La he visto transitar por las calles. Canta, es feliz. No tiene otros hijos. Voy a dejar de venir a verte, porque quiero regresar al mundo a vivir.
¿Y tú? ¿Cómo hacías?, le pregunto a Melania. ¿Cómo hacías con tu prima para que les crecieran las tetas a las dos?
Pienso en los dragones blancos. Las avalanchas que se crean en los lugares nevados, en las cúspides, en las puntas. Tragármelos aspirando por los rotos de mi ancha nariz. Tragármelos mientras despiden fuego por sus narices. Existe un acertijo sobre los dragones blancos usado desde la Edad Media, que una vez me dijeran. ¿Qué es lo que vuela sin alas, y golpea sin manos? Volar. Golpear. Abofetear.
Nos mamábamos los pezones, dice. Y se alza la blusa que es una copia pirateada con el logo de Armani Exchange. Y le veo los pechos sin brasieres. Ajados. Decaídos. Disponibles.
Camino tocando las paredes verde menta. No me pongo a contar los patrones cuadriculados de la alfombra. No miro por la ventana enrejada, ni me desvío hacia el baño. Me acerco a Lisa, Melisa, Melania, Noelia. No recuerdo su nombre. Se los chupo uno a uno, mientras ella se queda dormida con su dosis duplicada de hipnóticos. Parecen un holograma, apenas abultadas tetillas; transparentes, translúcidas. Como salamandras. Blancuzcos. Fríos y nevosos. Empiezo a llorar. Lloro a lágrima tendida porque no son los de Yolanda.

 

yolanda arroyo 375Yolanda Arroyo Pizarro
Puerto Rico, 1970. Es Premio del Instituto de Cultura de Puerto Rico, 2012, Premio Nacional del Instituto de Literatura Puertorriqueña 2008 y su libro Ojos de luna fue seleccionado por el periódico El Nuevo Día como Libro del Año 2007. Ha sido publicada en España, México, Argentina, Panamá, Guatemala, Chile, Bolivia, Colombia, Venezuela, Dinamarca, Hungría y Francia. Ha sido traducida al inglés, italiano, francés y húngaro. Ha participado en los congresos literarios y culturales Organization of Women Writers of África 2013 en Accra, Ghana (OWWA), Bogotá 39 del Hay Festival en Colombia, FIL Guadalajara, Festival Vivamérica en Madrid, LIBER Barcelona, el Otoño Cultural de Huelva en España, la Organización Iberoamericana de la Juventud en Cartagena de Indias, Colombia, y el Festival de la Palabra en Puerto Rico y Nueva York. En 2010 publicó con Editorial EGALES en Madrid y Barcelona la novela Caparazones. Ha publicado el volumen de cuentos Las ballenas grises con Fuga Editores de Panamá y el libro de relatos Avalancha en 2011. Su obra ha sido incluida en varias otras antologías, entre ellas La memoria justa (Francia), El futuro no es nuestro (Perú, Hungría, Chile, Bolivia, Argentina, Panamá, Estados Unidos), El libro de voyeur (Madrid), Sólo Cuento (UNAM, México), Seasons African Edition, a Periodic Journal of the International Centre for Women Playwrights (África del Sur) y la colección Pirene's Fountain Japan Anthology 2011.

 

"Avalancha" hace parte de Aurora Boreal® Nr. 13, especial autores de Puerto Rico, mayo de 2013. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Yolanda Arroyo. Foto Yolanda Arroyo © cortesía Yolanda Arroyo. Carátula del libro Caparazones © cortesía de Yolanda Arroyo. Carátula del libro Avalancha© cortesía de Yolanda Arroyo.

 

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AB 13 may 2013 250

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