El poder mental

gabriel urobe 259A Serafín Martínez González,
fiel amigo de Sócrates


 

 

El profesor Domenico Pazzetti regresó a su casa un poco más tarde que de costumbre. Su esposa mostró cierto disgusto a la hora de la comida, pero el profesor, con la buena conciencia del esposo que jamás en la vida ha dado motivo de que se pueda pensar mal de él, se hizo el distraído, prefirió ignorar la cosa.

Con su cortesía de siempre, en cambio, conversó luego amenamente, contestó a las preguntas que le hacían sus hijos, sobre todo a las del mayor que ya estaba terminando su escuela primaria y que pronto, dentro de algunos meses -el tiempo pasaba tan rápido últimamante-, entraría a hacer su bachillerato precisamente en el establecimiento donde el profesor daba clases.

El profesor Pazzetti se había titulado en Ciencias Biológicas y como no encontró a tiempo un puesto en ninguna sociedad farmacéutica, carrera que le hubiera gustado hacer, en un laboratorio donde pudiera poner en práctica todo lo aprendido en aras de descubrir, tuvo que contentarse con ese puesto modesto de profesor, allá en la provincia, lejos además de toda gran ciudad, de sus influencias intelectuales y de toda posibilidad de carrera brillante; y la señora que estaba en ese momento a su lado, su esposa, que servía la comida, atenta siempre a lo que sus hijos y su ejemplar esposo querían, era la misma jovencita que le había salido a su encuentro años atrás y lo había desviado de todas esas veleidades de trabajos absorbentes de laboratorio, de fama entre pares, de vida mundana y capitalina. Con ella había encontrado una recompensa a la que jamás había ambicionado: la paz del hogar.

Hasta esa noche en que la paz tuvo una manchita, sombra dudosa que finalmente la esposa borró, y todo volvió a la calma de siempre. El hecho de que el profesor hubiera tenido un pequeño retardo en su hora acostumbrada para regresar a la casa, no iba a ser motivo de discordia doméstica, para qué darle proporciones exageradas a una de esas menudencias de la vida diaria, a una cosa que le hubiera podido también suceder a ella, que su vecina la hubiera demorado, por ejemplo, que en la tienda no la hubieran despachado a tiempo, razones que se daba ella misma sin poder de todos modos ignorar un pequeñísimo dardo, como la puntita de una aguja que hace mal en el corazón. Le molestaba el hecho de que el profesor no hubiera dado ninguna explicación. Silencio en torno a un retardo para ella injustificado.

Apenas dos días después el profesor volvió a infringir el ritmo acostumbrado de sus llegadas, esta vez cuando metió su llave en la cerradura de la puerta de su casa era realmente tarde; como si hubiera salido por ahí con amigos, cosas de ésas pensó la esposa en seguida, excusándolo. Eran cosas que hacían todos los hombres. Todos, menos el suyo, claro, pues ella jamás lo hubiera tolerado. De todos modos, el profesor Pazzetti era un hombre de conducta moral irreprochable.

No era ella sola quien pensaba eso, era algo que todo el mundo decía, y la gente, que mira desde afuera, y que sabe todo lo que afuera pasa, incluso cosas que ella jamás sabría, decía que el profesor Pazzetti era un verdadero caballero. De manera que aquel día, es decir esa noche, ella se limitó a servirle la comida a él solo, los niños y ella ya habían comido, los niños se estaban alistando para irse a la cama y el único comentario un poco agresivo que se permitió fue decirle: "Afortunadamente nuestros hijos tienen la suerte todavía de decirle hasta mañana a sus padres, antes de irse a la cama". Porque era cierto, no era ésa la suerte que tenían otros niños, otros hogares donde el padre, como ese Fabio Russo, colega de su marido, profesor de matemáticas, que daba clases de día y bebía de noche y quien, al regresar a su casa, no encontraba nadie que lo recibiera: todo el mundo dormía.

El profesor comió esa noche en silencio, leyó luego el periódico del día en la sala, como siempre, como si nada, como si no tuviera cerca de dos horas de retraso en su ritmo de vida cotidiana. Y lo peor, sin dar ninguna explicación.

La esposa prefirió la prudencia, si la cosa no era grave se resolvería sola, en cambio si se trataba de forzar ciertas situaciones, de meter a la fuerza en su lugar ciertas alteraciones, el mal resultante podría ser de veras grande. Y tenía razón. Todo, hasta las horas de regreso del profesor, al día siguiente volvió a su ritmo acostumbrado.

Así fue durante una semana. Sólo que, en esa semana, ella comentó con una de sus amigas, así, de paso, sin darle importancia al asunto, los retrasos del profesor, y la amiga la puso en alerta. Que tuviera cuidado, su esposo, a esa edad, después de años de matrimonio, podía caer en la tentación de buscar experiencias nuevas y esas experiencias, que generalmente no eran nuevas ni tenían nada que ver con la sabiduría de la vida ni con la práctica de la profesión, ni mucho menos con la promoción de su carrera, casi siempre resultaban ser lo que sabemos: relaciones extramatrimoniales.

La esposa del profesor Domenico Pazzetti vivió el resto de la semana alarmada, con los nervios de punta, temiendo de nuevo otra noche con el profesor llegando tarde a la casa, atormentada por la perspectiva de tener que afrontar ese momento fatal, ella no quería que eso volviera a suceder, jamás, porque entonces le iba a decir cuatro verdades y le pondría las cosas en claro. Ella no era sólo su esposa de puertas adentro, sino aquí y en Cafarnaum… Y claro, si él había caído en una de esas relaciones de que hablaba su amiga, no habría remedio. Ella se quedaría con los niños y la casa, y él que se fuera tras su nueva vida. Lo decidió con esa firmeza que tenía cuando no había testigos. Afortunadamente, la semana pasó sin incidentes.

Ese domingo, como temiendo ella que la semana que iba a comenzar no fuera tan afortunada, le dijo algunas palabras a su esposo, rozando apenas el asunto, sin insistir, pero el profesor, que estaba leyendo el dominical a la hora acostumbrada, debió sentir claramente de qué se trataba y sin soltar la hoja ni apartar la vista contestó que la vida tenía altas y bajas y que aún la vida más ordenada podía sufrir, por momentos -cosa completamente normal y hasta saludable- alteraciones, cambios de ruta y que, mientras dichos cambios no se convirtieran en verdaderas perturbaciones, no había de qué alarmarse. No había que confundir un simple paso de nube con un torrencial aguacero.

La esposa no dijo nada, pero no quedó tranquila. Era como si el profesor le estuviera dando a entender que en efecto sí había algo, pero que no era grave, nada importante. No, no, sin duda, pensó la esposa, algo había, y el profesor, con todos su rodeos, en el fondo lo admitía. Pero qué. Durante la semana ella vivió como en ascuas, hasta el domingo siguiente.

A la misma hora, hora del periódico, y sin que ella hubiera vuelto a tocar el asunto de los retrasos injustificados para nada, él sacó a relucir el tema, directamente. Le anunció que el martes en la noche regresaría a la casa un poco tarde, que no obligara a los niños a esperarlo, tenía algo que hacer, no era importante, pero era algo para él necesario, no podía explicarle aún de qué se trataba, confiaba en que ella, que siempre había sabido comprenderlo, se mostrara esta vez igualmente comprensiva, y eso era todo. No había nada de qué preocuparse, le insistió.

Pero la esposa sí se preocupó. No por lo que el profesor le dijo sino porque por primera vez pudo ella darse cuenta de que ante las cosas que estaban pasando no había, hasta ahora, reaccionado como hubiera querido, como incluso varias veces se lo había propuesto, hacer como decían que hacía la esposa de Fabio Russo, lanzándole los platos a la cara, por ejemplo. No, ella no podía hacer eso.

El martes, el profesor regresó y todo le mundo estaba ya acostado. El profesor leyó el periódico y se fue a la cama. Su esposa pasó toda la noche en vela, llorando en silencio, y al amanecer ya había tomado la decisión. Si su esposo tenía una relación por fuera, para ella no sería ya su esposo sino una especie de hombre muerto, sólo que guardaría las apariencias, todo seguiría como si nada, por amor a los niños. Entonces se quedó dormida . Y ese día, por primera vez, el profesor tuvo que preparar su desayuno y el de los niños.

El profesor no volvió a llegar con retraso. La esposa trató de informarse por todas partes, con gran cautela en la manera de hacer las preguntas, siempre en forma indirecta, siempre como refiriéndose a otros casos, a parejas casadas que no mencionaba pero que se veía que nada tenían que ver con ellos, pues el matrimonio de los Pazzetti seguía (y seguiría, se decía ella) siendo un modelo. Y logró saber muchas cosas, de otros maridos, algunos hasta amigos de la casa, pero nada de su marido.

Sin embargo, no podía vivir en paz. Sobre todo porque, inesperadamente, sin avisarle siquiera, el profesor comenzó a ausentarse (incluso en los fines de semana, tiempo sagrado, inmemorialmente reservado a la familia), a llegar de regreso del trabajo muy tarde y a adoptar una manera tan natural, a todas horas, como si las extravagancias en que había caído, esa manera de trastocar sin consideración los horarios y las costumbres fuera algo propio en su persona.

Todo lo soportó la esposa sin decir nada. Eso duró algún tiempo, ella prefería no contar los días (antes había contado los minutos de retraso, luego las horas). Y hubo una noche en que al fin él regresó a tiempo, de manera tan extraña que a su esposa le pareció que no sólo había vuelto a la hora antes acostumbrada sino incluso mucho más temprano. El resultado fue que se alarmó más que si él no hubiera regresado en toda la noche.

A la hora de la comida, el niño mayor conversó con su padre, haciéndole preguntas inteligentes y avanzadas para su edad, como siempre, y el profesor le contestaba, con su hábil metodología, encantado de explicar al miembro más prometedor de su propia familia. Pero al final de la comida el niño le hizo una pregunta tonta. Dónde andaba esos días, de noche, que ellos se habían acostado y él todavía seguía fuera de casa. El profesor soltó una risa bonachona y le dijo que en seguida les iba a mostrar algo. Pero terminada la cena, cuando habían pasado todos a la sala, donde el profesor los iba a poner en seguida al corriente de la ocupación que lo había mantenido alejado de la casa, llegó el doctor Mármol, y el doctor, abogado de la familia y quien que venía a visitarlos a la hora que buenamente se le ocurría, era siempre una visita que se recibía con agrado. Toda ocupación pendiente pasaba a segundo plano. Los niños mostraron la frustración de tener que irse a acostar sin saber qué era lo que el padre tenía para contarles, y la esposa, casi irritada esta vez con el doctor Mármol y su inoportuna manera de meterse en las cosas privadas de la familia (sin pensarlo, claro, pues el doctor siempre tuvo una delicadeza de trato exquisita, pero de todos modos), como a una visita que honra a la familia, tuvo que atenderlo.

El doctor, con su probado olfato, notó que algo pasaba ahí, la atmósfera no era la de siempre, y, de acuerdo con su carácter franco y del todo ajeno a los misterios, preguntó qué pasaba. El profesor Pazzetti le explicó que quería mostrarle algo a los niños, los resultados de cierto estudio que había estado haciendo en días pasados, pero que eso podía esperar, en su casa el tiempo era ante todo para las agradables visitas. El doctor Mármol agradeció el cumplido, pero se mostró de veras interesado por lo que el profesor quería mostrar, insistió que llamaran a los niños (ya estaban en la cama), le hizo ver a la pareja que no era demasiado tarde y que si de una cosa así podían participar todos, grandes y chicos, no se debía dejar por fuera a los niños con la sola excusa de la hora tardía. Ese día él no tenía siquiera chistes nuevos para contarles, nada, y en cambio lo que el profesor les mostraría iba a ser sin duda algo que les ayudaría a pasar el tiempo de la manera más amena.

El profesor Domenico Pazzetti sacó su reloj de bolsillo y lo puso sobre la mesa, mientras su esposa, después de marcar una pausa de inquietud, iba a llamar a los niños. Cuando el doctor Mármol, siempre amigo de las bromas y observando los manejos del profesor con el reloj, exclamó: "La máquina de retroceder el tiempo", hasta los niños soltaron la carcajada. A la esposa, sin embargo, le pareció que el asunto era más grave cuando vio que el profesor se soltaba un cordón del zapato, como un colegial que acabando de llegar tira en cualquier parte sus útiles, y luego, minuciosamente, con el aire de iniciar un truco de magia, lo ataba al aro de su reloj de bolsillo, sosteniéndolo sobre la mesa de centro, como un péndulo. "Como en los remates, ¿quién da más?", dijo el doctor Mármol y los chicos volvieron a reir estruendosamente. La esposa en cambio no sólo estaba seria ahora sino preocupada. El profesor esperó que volviera el silencio y dijo que todo en este mundo era cuestión de fuerza mental, y eso era lo que él iba a demostrarles en ese momento. Tenían que concentrarse, sin abrir la boca, sin quitar la vista del reloj suspendido por el cordón, y, sólo con el pensamiento, darle al objeto la orden de que empezara a moverse, en vaivén, yendo y viniendo, como si lo estuvieran impulsando. El doctor Mármol, mostrando como siempre su espíritu comunicativo, dijo que estaba de acuerdo, pero que cuidado, si él tenía tanta fuerza en su mente como en su brazo el reloj se iba a mecer de un lado al otro de la sala como un columpio en un parque, y los niños aplaudieron con gran entusiasmo ante la perspectiva de ver el reloj de su padre columpiándose, un reloj de bolsillo meciéndose como por voluntad propia en el aire, como una mariposa, con apariencia de cosa viva, aunque sostenido por el profesor con el cordón del zapato.

La esposa en ese instante tenía un aire inescrutable, pero no abrió la boca y todos creyeron que lo hacía por estar de lleno concentrada en el juego. Volvió el silencio, pasaron larguísimos ninutos de concentración general, pero el reloj no sólo siguió en el puesto de antes, inmóvil, suspendido en línea recta, colgando del cordón, sino que ahora sí que tenía el aspecto inquietante de cosa muerta, inerte, y la misma esposa se preguntaba cómo ese aparato podía tener un mecanismo por dentro que lo hacía andar y marcar las horas si, tal como lo estaba viendo en ese instante, era un simple objeto, reducido a las leyes de la estática, redondo y brillante, color de oro, atado por un cordón y sostenido por los dedos de su esposo pero incapaz de recibir, de percibir siquiera la menor orden, el mínimo deseo que cualquiera de los presentes pudiera expresar. El profesor, con la mirada concentrada como la de un hipnotizador, seguía mirando el reloj, y se veía la enorme fuerza de voluntad que estaba ejerciendo sobre una materia que no obedecía, en la forma como se le pronunciaban las venas de su frente.

Los niños comenzaron a cansarse. Fue algo que la esposa no se había esperado; la noche en que al fin su esposo regresaba a la hora de las buenas costumbres, la velada se les echaba a perder, primero por la llegada del doctor y luego por ese juego estúpido. El doctor Mármol, siempre oportuno a pesar de su costumbre de llegar sin avisar, salvó la situación. Hablando con su nítida voz de abogado dijo que hacía falta el impulso inicial y, sin esperar la respuesta de quien conducía el juego, tomó la iniciativa, le dio un golpecito como se golpea un metal para comprobar su ley, y el reloj se movió al fin, obedeciendo juiciosamente a tanta fuerza de concentración acumulada. Los niños recobraron el entusiasmo, pero el profesor Domenico les pidió que se calmaran, que no perdieran la concentración tan difícilmente lograda, "que hicieran fuerza" y que, sobre todo, no quitaran los ojos del reloj que se columpiaba en ese momento, yendo y viniendo como por voluntad propia.

La esposa tuvo la impresión de que el profesor, de manera casi inconsciente, subrepticiamente, ayudaba un poco con los dedos con que sostenía el cordón para que el reloj aumentara su impulso, porque en cosa de algunos segundos el reloj había adoptado un ritmo de péndulo acelerado. Entonces el profesor, sin quitar la vista del reloj, les dijo que ahora el esfuerzo mental debía hacer que el reloj comenzara a girar en redondo. Y, efectivamente, esta vez sin ayuda de ningún golpecito del doctor Mármol, el reloj comenzó a hacer una elipse en el aire y terminó girando en redondo a una velocidad tal que el mismo profesor parecía hacer esfuerzos para impedir que la rapidez del movimiento echara a perder el experimento.

Cuando la demostración terminó el profesor Domenico Pazzetti estaba empapado en sudor, su esposa había relajado los nervios y sonreía muy satisfecha, y el doctor Mármol dijo que si hubiera sabido tal cosa (refiriéndose a las capacidades de Domenico para comandar la materia) hubiera venido a visitarlos antes, y les aseguró que había pasado un momento de veras maravilloso, él que no había creído nunca en los poderes de la fuerza mental ni en cosas de ésas.

Como era de esperar, la paz volvió al hogar. El profesor no volvió a ausentarse, pero tampoco volvió a repetir el experimento. Era como si el esfuerzo hecho hubiera dado ya todos los resultados previstos, aquellos obtenidos en esa única sesión con el doctor Mármol, invitado de esa noche memorable sin ser esperado y único testigo de los poderes de la concentración mental. Pues, no podía ninguno de los presentes negar que, con ayuda o sin ayuda, el reloj se había balanceado en el aire, como un péndulo, por el sólo efecto de la concentración, de la fuerza mental de los que estaban reunidos.

Días después, siempre a través de conversaciones con sus amigas, la esposa del profesor Domenico Pazzetti tuvo conocimiento de algo que le llamó la atención, pues mucho tenía que ver con lo sucedido a su esposo. El marido de Angela Guillermina también había tenido ausencias inexplicables, durante días pareció andar en quién sabe qué asuntos misteriosos, y luego, sin decir nada, sin explicar o explicando como hacen los hombres cuando no andan en cosa buena, con mentiras evidentes aunque a veces irrefutables, el marido de Angela Guillermina se había puesto a hacer pruebas de poder mental. "Con un reloj suspendido por un cordón", dijo la esposa del profesor Domenico, y cuando la que contaba le preguntó cómo sabía ella eso, la señora de Pazzetti le contestó, sin más vueltas: "Es un truco que inventó mi esposo".

Pero la paz del hogar de los Pazzetti, tan milagrosamente reconquistada, empezaba a perderse. La esposa volvió a perder el sueño, a tener accesos de cólera por nada, a hacerse mala sangre pensando con quién había podido pasar el profesor todas esas horas que pertenecían al horario habitual para estar en su casa, cuál era la persona que lo había iniciado en los caminos del poder mental. Sufría, sin decir nada a nadie. Y no volvió jamás a tocar el tema con sus amigas.

Pero dos meses más tarde, la esposa del profesor Domenico Pazzetti supo lo que ya empezaba a saber todo el mundo, pues el poder mental había sido para entonces experimentado por varios esposos, hombres de conducta irreprochable -como el suyo- pero de espíritu curioso. Resultó que, casi por azar, la policía (la policía de la ciudad no acepta jamás la intromisión del azar en sus asuntos, cada logro es catalogado como esfuerzo propio, fruto de pura inteligencia y olfato nato) puso la mano encima de una persona que se daba a ese tipo de experimentos. No era ningún marido de conducta irreprochable, no era persona casada con nadie de la ciudad, ni siquiera alguien conocido, salvo por las personas amigas de los estudios astrológicos o de consultar la suerte. Pero era ni más ni menos lo que todos se esperaban: una adivina. No era mujer de temple despampanante tampoco, ni para quedarse con la boca abierta a su paso, pero tenía un cuerpo de probada experiencia (dijeron los hombres que pasaron la prueba de esos estudios) y una gracia muy femenina. Por turno, y como si ella los hubiera señalado con el dedo, habían experimentado su poder de concentración junto a la adivina, uno tras otro una veintena de ciudadanos entre los más prestantes de la ciudad, todos de intachable conducta (pues otros más curtidos en lides femeninas no hubieran caído en el señuelo de manera tan fácil), todos hombres que tenían una reputación profesional honorablemente ganada y una fama sin fallas en cuanto a la moral privada que valía la pena proteger (estaban dispuestos a dar el precio que les pidieran por conservar lo ganado, siempre que pudieran pagarlo sin quedar en la ruina), y todos, guiados por la adivina, habían dejado lo que pudieron de su esfuerzo mental, hasta el momento en que ella, como hace el maestro con sus discípulos aventajados, viéndolos ya sin medios para pagar las sesiones, los puso a concentrarse solos.

Por esos días, entonces, circulaba un chiste que consistía en decir, refiriéndose a una persona de buena fe que resulta engañada: "Le hicieron la prueba del poder mental". Pero las esposas, engañadas de manera indirecta, sólo repetían el chiste desde su punto de vista, es decir hablando de alguna vecina, a la que se miraba con lástima, que la pobre estaba sufriendo las consecuencias de los estudios de su marido, sus prácticas (salidas nocturnas o llegadas deshoras) del poder mental.

El doctor Mármol, cuando oía hablar de tal asunto se reía, como todos, pero luego, poniéndose muy serio, aseguraba que entre todos los hombres de la ciudad él era el único que sabía dónde estaba el secreto verdadero para que el reloj suspendido se moviera a la velocidad del péndulo. Nadie le creía. El doctor quizá no era demasiado viejo, pero se veía que desde hacía tiempo había perdido la curiosidad por ese tipo de estudios.

 

gabriel uribe 350Gabriel Uribe Carreño.
Colombia 1947. Reside en Francia desde 1980. Obras: Maquiavelo en Verona, (1998) novela histórica ambientada en el Renacimiento, El último retrato de Cecilia Tovar (2006), FOMINAYA (2010). Nicolás Maquiavelo: La conducta de los poderosos (2006), El encuentro de Benidorm (2012).

 

"El poder mental"  enviado a Aurora Boreal® por Gabriel Uribe Carreño. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Gabriel Uribe Carreño. Foto Gabriel Uribe Carreño con Eduardo García Aguilar tomada en Estrasburgo verano de 2015 © cortesía Gabriel Uribe Carreño. Foto Gabriel Uribe © LENINE

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