Panamá - El cementerio Amador

adriana rosas 251Voy al cementerio a buscarlo. A buscar a José del Carmen Varela.
–Para ir al Cementerio Amador es mejor que se vaya en taxi, yo vivo por allí. Algún navajero le puede salir porque se dan cuenta que no es del lugar. Ir allá le costará dos dólares, no pague más –me contestó un hombre moreno que estaba en la restauración de un edificio en el casco viejo- yo fui policía y sé cómo es la zona, si uno es de allá no le pasa nada.
Con el ex-policía jubilado, todavía joven, no le calculo más de 45 años, paramos un taxi. Había aprendido que en Ciudad de Panamá si los taxistas ven que estoy con un panameño, no me toman por turista. Con mi acento costeño creen que ya llevo mucho tiempo viviendo aquí, y así, las carreras no me las cobran a precio de turista, que se puede doblar o hasta más.

 

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Las plantas tienen su sabiduría de la vida. La planta de astromelias que tengo dentro de casa decidió darme felicidad, tal vez se deba a que le puse abono de humus de lombriz, tal vez la época, tal vez su esencia que decidió hacer nacer rápidamente dos nuevas ramas y comenzaron a surgir flores que tal vez me imagino blancas. Toca esperar y verlas mientras crecen. Por ahora tienen un verde suave casi como sus hojas y se han ido aclarando en los días. A veces las historias que vamos investigando se van abriendo de poco a poco. Una savia que mueve las cosas sin darnos cuenta, también alimenta los hechos de la vida. La búsqueda de los orígenes de Mariana Varela no sé a dónde me llevará. Al averiguarla a ella, al imaginármela a ella, un pedazo de mí siento que se construye. El viaje al cementerio era descubrir algo de ella, de dónde venía, desde siempre mi savia me decía que me ocultaban algo.

 

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De un lado del cementerio Amador, un edificio de bloques verdes por el moho rompe la vista y el vigilante del cementerio que me acompaña me dice mirando hacia los bloques de edificios, hacia esa gran mole de centenares de ventanas: “Nosotros no los vemos a ellos, pero ellos nos están mirando a nosotros. Si dan una orden pueden bajar varios a robarla”. Su mirada y su esencia las siento sinceras. “No vaya hacia adentro del cementerio, quedémonos por aquí”. Ir hacia adentro es acercarnos al edificio. Seguimos en el sendero central, pero del lado opuesto sale un hombre flaco, pálido, su pelo liso recogido en una coleta, sin abotonar los botones de arriba de su camisa blanca. “Es un chabacán”, habría dicho mi abuelo Gabriel.
Y me viene la canción de Pedro Navaja. Ruben Blades me hace un guiño desde la azotea del edificio verde y suena fuerte la canción mientras el chabacán se me acerca:
Por la esquina del viejo barrio lo vi pasar
con el tumbao' que tienen los guapos al caminar,
las manos siempre en los bolsillos de su gabán
pa' que no sepan en cuál de ellas lleva el puñal.

brujula deseos 375También me hace recordar a los que ya llevan años en la droga, y ella comienza a devorar sus músculos, sus pómulos se exaltan, su delgadez se acentúa, la droga los invade para poseerlos en cada respiro que dan.
Y así mirando fijamente al hombre que apareció entre las tumbas altas, sé que es mejor salir pronto de allí.
El otro lado del cementerio, el que está cruzando la calle, me dio algo de desconfianza, pero con éste el miedo me roza muy de cerca.
En el primer cementerio que visité le pregunté al vigilante si me podía ayudar y me dijo: “Por tres dólares la acompaño a buscar al extranjero. La voy a llevar al lugar donde los enterraban”. El vigilante, hombre al que le había calculado no menos de 75 años, luego me confesó tener 60. Ya me he dado cuenta que para calcular años mejor que contraten a alguien más.

 

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Nieta de un almirante jamaiquino, nieta de una inglesa. Tú, Mariana Varela, te imagino vestida de blanco, con tu madre de blanco, cogidas de la mano, tú, feliz, y tu madre feliz, las dos recorriendo las ventas ambulantes cerca del mercado público en Ciudad de Panamá, las dos conectadas en las manos por el amor, las dos riendo y tú mirando hacia arriba viendo a tu bella madre.

Tal vez el olor a pescado no te gustaba y cuando lo sentías, tu madre te alzaba y ponía tu naricita en su pecho acolchado. Atrás la muchacha que las acompañaba, con la canasta donde metían lo que tu madre compraba. Atrás ella te hacía gestos y te imitaba como niña consentida de nariz respingada. Sus mofas no te importaban y volvías a meter toda tu carita en los pechos de tu madre. Su olor te gustaba. Olía suave, cada mañana con una mota grande se empapaba de polvos blancos olorosos.

¿Cómo gozar de la vida a sabiendas de que lo extraño puede sobrevenir en cualquier momento?

Tu madre, Marie, era delgada, blanca, tal vez su delgadez la hizo más sensible a la enfermedad. Tal vez Marie y su delicadeza y su tratarte como la reina que tú sentías que eras, y que cada uno de los otros cuatro hijos sintió que también lo era.

Y de pronto, de pronto el cambio, el desconocimiento, de pronto el dolor, de pronto las lágrimas y esa madre vestida de blanco dentro de una caja de madera alta, donde sabías que estaba y no podías mirar. Y entonces, tu padre, José del Carmen Varela, decide alzarte ante tus súplicas para verla, para ver a Marie Smith, a Marie que ya no estaría para agarrar tu mano.
Los siete años marcan un cambio, tú hubieras deseado que no fuera tan fuerte.

 

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Mariana, te veía como hija única. No me hablaste de tus hermanos. Hasta que tu nieta alcanzó a decirme que fueron cinco hijos. Cinco hermanos repartidos. Cinco hermanos separados. ¿Dónde la familia Varela? ¿Por qué los Varela no se hicieron cargo de ustedes? ¿Los otros Varela se quedaron en Panamá?

Eran cinco hermanos. Yo creía que eras hija única. Nunca escuché de tus hermanos. Nunca me hablaste de ellos. Los secretos se guardan. Creen que no estamos preparados para ellos. Y los secretos son los que nos hacen huecos en el alma. La niñez en la que intentan protegernos.

 

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Las hojas se caen en esta época del año. Las brisas fuertes, el frente frío que llaman en Panamá. Las brisas que anhelamos después de estos meses del calor que nos hacen pegajosos, que para dormir cuesta sin un abanico, que hacer el amor nos deja bañados en el sudor que hace resbalar mejor nuestros cuerpos mientras nos lamemos, nos acariciamos, nos sobamos para saber llegar al clímax que nos iluminará por unas horas, por unos días. Las brisas que ahuyentan las tristezas, la pensadera. Las brisas que limpian el aura para darnos alegrías y olvidarnos de lo no agradable del año. Por eso llegan en diciembre, para limpiarnos del año que pasó, para hacernos ver la felicidad del que viene, del que aún corona los carnavales con sus brisas para que la locura nos redima, para que los disfraces nos enmascaren las tristezas, para que terminemos de digerir lo que las brisas no habían alcanzado.

Mariana, si llegaste en épocas de brisas, el barco demoró más días de Colón a Barranquilla, navegar contra corriente, contra las fuertes brisas. Navegar contra el olvido, querer recordar a tu madre y que no se fueran sus recuerdos. Luchar para repasarlos día a día y que el tiempo no fuera desvaneciendo los detalles, el color rubio de su pelo, su brillo, lo suave que se sentía cuando jugaba contigo y se acercaba para darte besos, para decirte el secreto que te gustaba escuchar. «Mami, ven y no te vuelvas a ir».

 

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Mariana, tú creías en los duendes. Tú los sabías ver. Tal vez ellos te hicieron soportar mejor el viaje de vuelta a la tierra de tu padre, tu padre también muerto. José del Carmen Varela le siguió a tu madre. Corina Salazar, tu madrina, fue desde Barranquilla a ver cómo estaban los hijos huérfanos de su primo José del Carmen. No le gustó cómo te encontró a ti y a tu hermano Héctor, los dos niños que se parecían más a su primo. Dos fueron adoptados por un político que se iría a Alemania, los dos niños que se parecían más a tu madre. Y de tu otra hermanita no volviste a saber.
La suerte de los huérfanos, la separación de los hermanos, los padres que no deberían partir antes de tiempo, antes de la mayoría de edad de sus hijos.

El mar al fondo me dice: Mariana entró por allí cuando la trajeron de Panamá. Sus varios días de recorrido en agua. Una niña deja el lugar que le recuerda a sus padres.

 

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¿Qué guardar hasta los siete años? Forzar a la memoria para que no se vaya la imagen de tu madre y tu padre, los lugares donde fuiste feliz con ellos, sus olores, sus risas, sus miradas pícaras para cuando comías de más y ella te secundaba para que no te regañaran los otros. Una madre así nunca debería desaparecer a los 7 años, una Mariana Varela no debería desaparecer cuando yo aún en mis 15 años.

 

*


El cementerio Amador tuve que dejarlo. No podía seguir recorriendo sus pequeños caminos, seguir leyendo los nombres sobre sus tumbas. Ver si te encontraba José del Carmen Varela, si algún dato concreto del año de tu muerte. Ver si tal vez querías hablar conmigo y contarme algo más de lo que todavía no he podido descubrir. Ver si me dabas alguna pista, si te encontraba al lado de la tumba de tu esposa.
El cementerio Amador se cerró para mí, los vivos que lo habitan o los que bajan desde el edificio verde asustan, asaltan. Tal vez volver con policías, con guardaespaldas.

 

adriana rosas 355Adriana Rosas Consuegra
Escritora y profesora de literatura y cine en la Universidad del Norte, Barranquilla. Doctora en Literatura Comparada de la Universidad Autónoma de Barcelona. En Buenos Aires obtuvo un diploma de especialización en Guión Cinematográfico y realizó estudios de cine. Trabajar como ingeniera de sistemas le abrió las puertas a algunos de sus viajes largos y posgrados. Amante del transitar y el observar lento. Es autora del libro de cuentos Frente a un hombre desnudo (Collage Editores, 2014). Sus cuentos, crónicas, ensayos han sido publicados en antologías y revistas en Colombia, Italia, Dinamarca, España y México. Dirige el Taller Caminantes Creativos afiliado a RELATA- Ministerio de Cultura de Colombia, y ha dictado varios talleres de escritura creativa.

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Adriana Rosas. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Adriana Rosas. Foto Adriana Rosas © Adriana Rosas. Carátula Brújula de los deseos © cortesía Collage Editores.

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