Sopa de letras

farides lugo zuleta 250Abre la boca, hijo.

Ahí venía una enorme cucharada con la letra “G”. El niño cerró los ojos por la fuerza violenta del recuerdo. No quedaban muchos chicos en la escuela, los más grandes marcharon a sus hogares y los menores fueron recogidos puntualmente por sus familias. El niño sabía que debía esperar; su madre no era capaz de salir de casa sin terminar el capítulo de la última telenovela de la mañana. Ella quedaba intrigadísima, aunque fuera evidente cómo se desarrollaría el resto de la trama. Cogía las llaves, abría la puerta, hacía el amague, pero no salía por completo, medio cuerpo permanecía dentro de la estancia mientras miraba fascinada los avances del siguiente episodio. Esos adelantos eran tan largos, que resulta inexplicable que ella no se preguntara: “¿Para qué vérmela mañana si ya me lo dijeron todo?”. Daba un portazo y salía de prisa sin apagar el televisor. Como de costumbre, se le hizo tardísimo para recoger a su pequeño.

Abre la boca, así, ¡ah! Mira qué linda la “U”.

Para evitar la vergüenza de ser el olvidado constante, el niño se dirigía sagradamente a la biblioteca de su escuelita. Allí se sentía tranquilo. Las mesas y las sillas coloridas eran bajas. Él se podía sentar cómodo y mirar las imágenes de los libros. A veces las ojeaba rápido y pasaba las páginas de manera compulsiva, en otras ocasiones se detenía en un detalle e imaginaba el texto que acompañaba fiel a la figura. Lo más importante de ese lugar eran las ventanas que daban a la calle y dejaban entrar buena luz; así él podía ver la llegada de su madre y corría para no hacerla enojar por la demora, a pesar de que ella lo hizo esperar una eternidad. Los grandes olvidan lo lento que pasa el tiempo en una escuela vacía, lo duro que golpea ese abandono, aunque sólo sean cinco o diez minutos para las exactas manecillas de un reloj.

Abre la boca, te digo, bien grande. Entraba un líquido frío lleno de pequeñas “E”.

Quizás la tardanza de su madre era lo mejor, así casi nadie la veía, la mayoría se había ido. Ella alcanzaba jadeante los barrotes de la entrada de la escuela. La reja de seguridad era lo menos agresiva posible: enormes lápices de colores, uno al lado del otro, barrera prismacolor; sus borradores apuntaban hacia el piso y sus puntas multicolores se elevaban afiladas hacia el cielo. El niño no sabía quién era el encerrado, el gesto de su madre lo confundía; ella pasaba cada mano por un lápiz gigante y metía su cabeza entre la separación, miraba afanada y gritaba sin pausa el nombre de su hijo. Por lo general, antes del quinto alarido, su retoño ya estaba junto a la puerta de salida. Ella sentía que el vigilante se tardaba a propósito en sacar las llaves y dejarlo libre. No soportaba a ese hombre ojos de tortuga.

Erre con erre cigarro, erre con erre barril, rápido ruedan los carros cargados de azúcar al ferrocarril. ¡Qué linda letra te ha salido en la cuchara!

El niño sonreía para ocultar el nerviosismo que le producía ver las dos manos de su madre en los barrotes y su cabeza asomada. Él no sabía por qué ella lucía tan diferente, sus ojos eran cuadrados y completamente negros, del lugar de la boca surgía un megáfono al que no le veía botón para bajar el volumen. Su madre siempre gritaba, eso era claro, pero, ¿cómo veía a través de ese par de pantallas apagadas?

Salió la a, salió la a, no sé a dónde va.

Ella no se inclinó. No necesitaba mirarlo, lo tomó maquinalmente del brazo, no de la mano, sino de un lugar entre el codo y el hombro. Lo agarró fuerte y lo obligaba a correr para que sus piernitas se ajustaran a su paso acelerado. El megáfono repetía de forma mecánica: “No me quiero perder las noticias, no me quiero perder el noticiero, no quiero quedarme sin saber qué ha pasado en este país”.

La casa sería bonita si no estuviese tomada por el ruido de la televisión. Su madre mandó a instalar en cada cuarto, baño y sala, pantallas enormes que permanecían encendidas todo el día, estuviesen o no ellos allí. Su madre no soportaba el silencio. Apenas se despertaba, estiraba su brazo al costado de la cama donde sabía que yacía el control remoto universal desde la noche anterior. De inmediato empezaba el estruendo que llenaba su vacío y ella era feliz. Tantos sonidos aturdían al niño, le costaba concentrarse en cualquier tarea sencilla y se preguntaba: “¿Será que mamá nunca piensa en nada?”. Pero, el pequeño ni siquiera intentaba hablar, suponía muy bien que su débil hilillo de voz no le ganaría a las pantallas que aseguraban, segundo tras segundo, la atención de su madre.

Ya en la sala, el niño tomó un respiro de la última correría. Conocía en detalle el paso a seguir, ubicó su silla muy cerca al televisor, esta silla no era de su agrado, tenía las cuatro patas demasiado largas, por eso sus pies quedaban suspendidos y lejísimos del piso, no tenía a qué aferrarse. Giró y tomó del espaldar su babero para luego amarrárselo ajustado al cuello. Lo necesitaba a pesar de su edad, pues su madre conectaba sus dos pantallas a las noticias del mediodía sin tomarse el trabajo de mirar si las cucharadas de sopa iban dirigidas a su boca o no. Medio contenido del plato hondo se perdía por los intentos fallidos de alimentarlo por el pecho, los ojos, la nariz y hasta por las orejas. El niño no protestaba, para eso estaba su babero protector y su camisita quedaría impecable para el próximo día. Lo que sí le molestaba era el sonido del aparato, las voces robotizadas que pregonaban secuestros, atentados, violaciones, torturas, acuchillados… ¿Qué era todo eso? ¿Dónde se libraba esa batalla? ¿Por qué su cuadra era, entonces, tan tranquila? El caos era su madre, su casa, las pantallas. La hora del almuerzo, su tortura diaria. ¿Cómo comer carros bomba, fosas comunes, falsos positivos, minas quiebrapatas y manos amputadas? ¿Cómo cabría todo aquello en una cucharada que bajaría suave por su garganta?

Su madre permanecía hipnotizada, de vez en cuando, al ver imágenes muy explícitas, giraba la cabeza de un lado a otro y gemía: “¿A dónde vamos a parar?”. El televisor no era tonto, cuando ella se acercaba al borde de la indignación, pasaba abruptamente a la sección de noticias del entretenimiento y toda la sangre anterior quedaba sepultada por los escotes y los vestidos coloridos de las presentadoras. De inmediato el niño dejaba de ver cabecitas y pies ensangrentados en su sopa y, justo antes de terminar su comida, distinguía que lo que había estado ingiriendo eran letras de fideos. ¡Qué rica sopa de letras le preparaba su madre día tras día! El niño juraba en sus adentros que llegaría la hora de apagar las pantallas, de comer en silencio, de contar historias de la escuela. Algún día tendría valor para pedirle a su madre que lo mire con su par de pantallas apagadas y le lleve la cuchara justo al borde de sus labios con mucha delicadeza y le sonría.

¡Qué lindas letras te has comido! Vamos amor, lee qué dicen para mamá.

 

Farides lugo zuleta 350Farides Lugo Zuleta
Colombia, 1987. Magíster en Historia de la literatura de la FURG (Brasil). Profesional en Estudios literarios de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá). Es docente de la Universidad del Norte (Barranquilla) y colaboradora de los procesos editoriales de las revistas ESAL y Huellas. Es de su interés investigativo: la nueva novela histórica colombiana, la esclavitud y la alteridad desde una perspectiva ética. Algunos de sus cuentos han sido publicados por Libros & Letras. Actualmente prepara su proyecto editorial Mackandal.

 

El relato "Sopa de letras" enviado a Aurora Boreal® por Farides Lugo Zuleta. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Farides Lugo Zuleta. Foto Farides Lugo Zuleta © Julio Azar.

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