El Mermaids está cerrado para siempre

Se me ocurre que podrían aparecer ellos dos, el navegante sentado en su rincón predilecto, cerca de la ventana, y ella reflejada en el espejo, tal vez sin el cigarro pero sí con el humo, porque el humo podría ser algo así como el tono de sus canciones. Por supuesto, también aparecería yo, el viejo y aficionado pintor que a la postre hace las veces de barman, cuando el puerto agonizaba y no había marineros y sólo quedaban Azalea y el navegante. Me pintaré a la manera italiana, renacentista quiero decir –así suene un poco forzado- como por descuido, en un lugar insignificante, detrás de la barra tal vez, como si en verdad fuese un barman, o reflejado de manera lateral en el espejo, opacada mi figura, claro está, por la imagen de Azalea. A lo mejor deba desaparecer por completo, dejar todo el bar-cuadro para ellos y contentarme tan sólo con una representación –casi por casualidad- de mi mano llena de anillos de fantasía, ajena a cualquier pincel.

Descartaría los tonos sepias –pues nunca se me ocurrió ser fotógrafo- y las telas falsamente envejecidas, el olor húmedo de los frescos desgarrados y antiguos, pero si hay algo a lo que no puedo renunciar es a la referencia narrativa, prevista ya en los primeros maestros pero sobre todo en ese cuadro de Benozzo Gozzolli, que representa La danza de Salomé y la decapitación de San Juan el Bautista. Salomé baila para Herodes en el extremo derecho del cuadro; al lado izquierdo –hay una columna que separa- un soldado se apresta a decapitar al Bautista y en el centro –pero habría que decir que un poco más allá del fondo, sin separación evidente- Salomé le entrega la cabeza a su madre. La historia, por supuesto, me interesa menos. En mi pintura, sin embargo, una cosa que no puede fallar son esas letras que dicen Mermaids. Son un apoyo necesario a la anécdota pues se supone que ésta trata de un navegante y fuera del Mermaids hay un puerto que naufraga, con buques herrumbrados y gaviotas hambrientas.

Me concedería ciertas licencias porque no puedo atenerme a la realidad de los hechos. Para decirlo más claramente, las cosas sucedieron de una manera distinta, banal si se quiere, y no como aparecerán en el cuadro. Los marineros y el carnaval, en cambio, los pintaré únicamente porque carezco de alumnos a los que les pueda encargar el decorado. A veces, sobre todo en las noches, no estoy muy seguro, ni siquiera de la existencia de Azalea y mucho menos de la del navegante. No es que yo haya intervenido demasiado pero creo que juego un papel definitivo, sin proponérmelo por supuesto. Ciertos detalles, sobre todo aquellos que podrían explicar todo el cuadro, no recuerdo haberlos vivido. La parte final, por ejemplo, es más un recurso retórico y eso es lo que la justifica. En realidad me gustaría acudir un poco a las claves de la heráldica y pensar que debo aparecer en el cuadro justo en el momento de pintar este mismo cuadro; como en aquellos escudos antiguos, donde siempre aparecía un escudo más pequeño que era a su vez representación del primero. No estoy muy seguro, si en esa aparición debo ser yo el que dirija la mirada al espectador o si por el contrario debo concederle ese papel a Azalea y limitarme a una situación entreverada, modesta, entre una gran masa de marineros. Intuitivamente sé que ese es el lugar que me corresponde y digamos que es desde esa perspectiva donde puedo colocarme para iniciar la pintura. De izquierda a derecha –no a la manera de Gozzolli- pues soy un pintor limitado y como tal deben aprender a disculparme.

hombre camara mágicaA la izquierda aparece Azalea. El mar es verde pero las algas comienzan a pudrirse en las playas y el olor a pescado descompuesto flota en el aire –que no es azul- y empieza a respirarse por toda la tela. No es tiempo de marineros. Solo un barco italiano ha atracado en el puerto. El Mermaids esta vacío. Se fueron al Calypso, pienso, y no vendrán en toda la noche. Entonces ella abre la puerta y se sienta en la barra frente a mí. Me dice que se llama Azalea y que espera un navegante. “Aquí siempre llegan los marineros”, le digo y enciendo el cigarrillo que lleva en los labios. “El hombre que busco no es un marinero, es un navegante”, dice y desvía hacia un lado el humo de su cigarro. Después deja de mirarme como si presumiera que yo no le entiendo. Se coloca de perfil, como una modelo, inocente a mi mirada, con los labios demasiado rojos y la piel suave y bronceada. Así la he pintado siempre, de perfil, a veces iluminado su rostro por las luces del puerto que en pequeñas ráfagas destellan una y otra vez. “Esta noche no han llegado los marineros y tampoco los navegantes” le digo. Ella sonríe. Y entonces comienza a cantar. Al principio su voz es muy suave, como una sucesión de caricias y luego se empina un poco más como si buscara la ruta de las calles y el mar. Los marineros no tardan en llegar. Arman su tropel sin acercarse a ella, como si no la vieran, como si no existiera, como si no pudieran tocarla ni escucharla. Y apenas yo puedo creerlo. Cuando el bar está lleno, ella deja de cantar…

Una cosa que aprovecharé es mi natural carencia de materiales. Sucede siempre que esas limitaciones me gustan. Por ejemplo, ahora, en esa parte inicial rasgos de pincel han quedado sobre la tela y aún sobre el rostro de Azalea. Tal sensación me recorre también cuando escucho ciertas melodías, sobre todo cuando tengo el violín muy cerca y escucho cómo el arco camina sobre la cuerda. Es un sonido ajeno a la intención del compositor, pero absolutamente notable. Ahora tengo un espacio al fondo que quiero reservar para el encuentro de Azalea y el navegante. Lo que sigue son detalles que pueden ubicarse alrededor de la tela de manera discontinua.

Azalea visita el bar casi todas las noches. A veces no canta y es como si quisiera estar a solas conmigo. Yo todavía no aparezco, si acaso puedo intentar dibujarme de espaldas para repetir la pregunta inicial, es decir, si yo he visto a un navegante. Me decía óyeme Jimmi, no parece que tuvieras los años que tienes. Mira bien, un navegante es un navegante, no es un marinerito filipichín, un navegante no se viste como marinero, un navegante no necesita vestirse como un marinero, si un marinero se quita el uniforme ya no es un marinero, no es nadie, pero un navegante siempre será un navegante, entiendes Jimmi. Un navegante ni siquiera necesita un barco, siempre será un navegante, tú lo miras y enseguida sabes que es un navegante, no puedes equivocarte, un navegante siempre es un navegante… Si lo quieres entender de mejor manera tengo que decírtelo así: cuando pintes a un navegante nunca lo vistas con ropa de marinero. Tienes que pintarlo como un navegante…

A mí no me es difícil reconocer el navegante. Ya en ese momento de la historia me pregunté cómo debía pintarlo sin la referencia inmediata del barco, ni siquiera la del mar, o la pipa o la barba, y dos o tres sirenas. Cuando lo vi por primera vez tuve un poco de dudas, no tanto porque no supiera que era él sino porque tenía la firme intención de no equivocarme y porque sabía que esa impresión inicial era definitiva y de alguna manera determinaría todo mi cuadro. No era un hombre tan alto, como yo pensaba que eran los navegantes, pero en todo caso -y esto sí me parecía propio de un verdadero navegante y puedo decir que determinó mi escogencia- cuando estaba sentado parecía más respetable. Tenía los hombros anchos pero no era grueso y sus ropas despedían cierto olor a madera podrida o a buque quemado. Le doy las señas a Azalea, aunque le advierto que ella es una muchacha demasiado joven para ese navegante. Ella sólo sonríe, y aunque no es una adolescente y mucho menos una casta doncella yo trato de pintarla con los esfuerzos que hace por ocultar su emoción. Antes de abandonar el bar me dice: Dile al navegante que aquí hay una mujer que espera por él. Dile eso, Jimmi, dile que quiero cantarle una canción en altamar.

El navegante aparece en el centro, a las cinco de la tarde. En vista de la ausencia de un referente trato de plasmar esa luz que siempre me resulta esquiva y que en realidad no es la de Renoir sino aquella de Van Gogh en Arlés, con la diferencia que él nunca pensó en el sol que estalla en las amarillas paredes de los puertos tropicales. En realidad no me afano mucho si es que acaso me equivoco en los destellos pues puedo matizarlos después. El navegante se sienta en una esquina del bar, cerca de la ventana y mira el puerto, las gaviotas que vuelan sobre las ratas y los escombros de los barcos que empiezan a pudrirse. Pero no dice nada, sólo toma un whisky, no a la manera que yo imagino es la de los navegantes. No podría dibujar de esa forma suya de tomar el whisky pero debo confesar que bajo cierto alcohol era un marinero cualquiera. Tal confesión, sin embargo, aunque se vislumbra de manera evidente debo trocarla por una serie de hábitos regulares, inexactos, que aparecen alrededor de una tela, en forma de miniatura: a las seis sale a pasear, camina por entre las basuras del muelle y contempla las aguas negras de la bahía. El olor de las algas podridas no le molesta porque parece ajeno a todas las inmundicias que se acumulan en el puerto. A las siete vuelve y se sienta en la misma mesa, cerca de la ventana, a veces, con el codo apoyado en el alféizar y mirando a través de los barrotes oxidados. Las luces del puerto y cierto escándalo menor parecen distraerlo aunque yo, desde la barra, quiero creer que está preocupado por un barco o por una mujer distinta a la que dice llamarse Azalea.

A la cuarta noche -sitúo esta parte en el extremo derecho pues el centro lo tengo reservado para el final, aunque me doy cuenta que ese espacio en blanco que ahora se me impone, una vez pintado será invisible para el virtual espectador pues éste no se detendrá a preguntar cómo empezó todo y qué pinté después, de manera que lo observará como si nunca hubiera existido -Azalea y el hombre se encuentran. Quiero decir que coinciden en el bar. Ella ni siquiera lo mira pero ya sabea que al fondo, en la mesa solitaria, contra la ventana, está él. Y él también sabe que ella está allí porque de vez en cuando vuelve la vista y la descubre toda desde donde la mira, no como yo que siempre me acostumbré a mirar apenas ese medio cuerpo que aparecía por encima de la barra.

Sólo están ellos y yo. Ni Azalea lo determina ni el hombre parece entusiasmarse. Yo sigo en la barra -tomo una copa y en la copa se refleja la ventana y algo de la imagen del navegante-. En ese momento, pues era un barman y no un pintor, pensé que todo se iba a resolver en cuestión de horas, como se resuelven las cosas entre los marineros y las mujeres de los puertos. Detrás de la barra, uno siempre tiene la misma idea de las cosas. Un hombre y una mujer. Se conocen, se toman un par de copas y se van. El Hotel Foghorn -le daré ese nombre pues ellos pasarán debajo de la niebla del balcón y yo tendré que iluminarlos un poco- el Foghorn, digo, los espera y a la mañana siguiente se despiden y luego todo se olvida. Pero a veces, muy pocas veces, una vez en la vida, llega una mujer que dice llamarse Azalea y todas las cosas cambian y de pronto se me ocurre pensar que el Bar Mermaids no es un bar y que tal vez el hombre es un navegante y Azalea empieza a llamarse verdaderamente Azalea.

Y decía que pensé que todo se iba a resolver en un par de días. Pero en realidad la cosa siguió durante meses, sin evolución, tal como se había planteado. Ella en la barra, de perfil, con el humo de su cigarro, y él en la mesa, al pie de la ventana, mirando un punto imaginario, aún en las noches cuando la bahía se volvía negra y no había gaviotas ni luces en el puerto. Justo aquí el cuadro parece detenerse, sin salida aparente, pero yo trato entonces de acudir a ciertas referencias que me parecen ligeramente clásicas. Por ejemplo, le pregunto a Azalea si sabe el nombre del navegante y ella me dice que se llama Eliseo. Y yo le digo entonces que el hombre no tiene cara de llamarse Eliseo. No era como ella que sí tenía cara de llamarse Azalea. De manera que él no podía llamarse Eliseo. Azalea me dice que tal vez yo tengo razón. En el fondo la cuestión del nombre a ella no le interesa porque está segura que ése es su navegante. Azalea siempre me habla y me dice cómo lo ha conocido y cómo intuye que después de salir de este bar, amigo pintor, el navegante se irá conmigo. Conozco todos los puertos del mundo. Y todos son iguales. Sólo sé que después de tanto tiempo, todo termina aquí. En este bar. El lo sabe. Tú no lo entenderías, pintor, nadie lo entendería. Pero dile que no tenga miedo, que yo conozco todos sus secretos, que lo conozco desde siempre y que lo único que quiero es cantarle una canción en altamar. Sabes una cosa, no hay otro puerto donde él pueda ir, no hay otro lugar distinto a este bar, Mermaids Bar, has debido llamarlo así, ¿sabes?

margarita entre cerdos 350Luego de muchas noches yo me atrevo a hablar con el navegante. Le pregunto si en verdad es un navegante. No me responde. Pienso que no habla mi lengua y se lo pregunto con las manos pero tampoco me responde. Sigue mirando la bahía negra a través de la ventana. Entonces le digo algo y es justamente esa expresión la que más me cuesta representar. No quiero acudir a una señalización con el dedo índice pues Azalea no está allí, y torpe muy torpemente asumo el papel de un barman que no parece pertenecer al cuadro. La mujer viene todas las noches dice que quiere acción con usted. Yo no sé porque digo "acción con usted" porque es evidente que no se trata de eso, ni siquiera se dice acción en el Mermaids, ni siquiera en el Calypso, es más desde hacía tiempo la palabra estaba descontinuada, y en el bar Mermaids ya ni siquiera había acción, pero en todo caso, no sé si es por la palabra, el navegante reacciona:

--Soy navegante. Pero no soy el hombre a quien esa mujer espera…

Se toma lentamente el whisky y sin indicarme su enojo se marcha. Aquella vez pensé que todo había concluido, que nunca iba a regresar. Pero el hombre apareció a las siete. Azalea en cambio no compareció. Yo la esperé para decirle que tal vez nos habíamos equivocado y que ese no es el hombre que ella esperaba. No fue nadie al bar esa noche, sólo aquél a quién habíamos denominado el navegante. Ahora yo no podría imaginar que el hombre extrañó su presencia. Y aunque así haya sido no me atrevería a pintarlo, pues parece evidente por la composición del cuadro. Es cierto que se marchó luego de la medianoche y en algún momento creía que dejaba de mirar por la ventana y observaba la puerta, como si quisiera abrirla con el deseo para que por ella entrara Azalea. Pero eso es lo que yo quiero recordar. A lo mejor el hombre esperaba otra cosa, tal vez extrañaba a otra mujer que no era Azalea.

Me acostumbro a ellos y empiezo a creer que tarde o temprano uno de los dos desaparecerá, cansado de esperar la iniciativa del otro. Afortunadamente no sucede así y eso sin duda se debe a los días del último carnaval: las paredes se descascaran y los barrotes de metal apenas resisten la herrumbre del salitre. El puerto huele a escenografía antigua y también las gaviotas y las ratas llevan en el cuerpo sus disfraces. El navegante parece no estar enterado de la situación y por eso llega a sorprenderse con el tropel de los nativos y los marineros. Cree que su masa peligra y que la disminución de su consumo de whisky le traerá problemas. Esa noche, la primera del carnaval, llega un poco tarde, pasadas las nueve. Yo mismo lo acomodo.

En los días anteriores, cuando me di cuenta que trataba de extender sus whiskys, había logrado arrancarle algunos secretos pero no estaba seguro de la veracidad de sus historias. Había perdido su barco y esperaba a unos amigos que tarde o temprano atracarían en el puerto. Lo malo era que desde hacía mucho tiempo no tenía noticias de ellos. Y aunque era un marinero corriente me dijo algo que parecía dicho por un verdadero navegante; cuando era pequeño soñó que llegaba a una isla y se quedaba sin barco. Pero en todo caso -aclaraba- este no era el puerto que él había visto en el sueño. Yo recuerdo también algo que me dijo Azalea: alguna vez ella había escuchado una canción que se llamaba Azalea y ahora se me ocurre que el sueño del hombre y la canción de Azalea tienen que ir juntas en el cuadro.

Le pregunto si conoce a Azalea. Yo esperaba que satisfacer mi curiosidad era una forma de pagarme la bebida que generosamente le brindaba. Quiere decirme algo pero rápidamente se arrepiente. Me toma del brazo y me mira como si quisiera hacerme una cordial amenaza. Con el último whisky se traga también sus palabras.

En el motivo siguiente, Azalea lleva un antifaz. Los senos amenazan dejado de la blusa transparente. La falda, en cambio, es larga y no deja ver sus pies. Va directamente a la mesa del navegante, toma una silla, la voltea, se acaballa sobre ella y apoya los brazos sobre el espaldar. No están frente a frente, porque ella debe voltear la cabeza para mirarlo y no es que él tenga que hacer lo mismo porque sigue mirando a través de la ventana sin enfrentarla. Nunca supe de qué hablaron. Pero en todo caso eran como viejos conocidos y sólo noté una ligera insistencia de ella y un leve rechazo de él. Azalea regresa. Tienes razón, pintor. El hombre no se llama Eliseo. Pero es él.

Después de esa noche yo me acerco al hombre y le digo: Es sencillo, señor. Usted sale y se va con Azalea. Ella sólo quiere cantarle una canción en altamar. El me mira. Y es que para un navegante esas cosas no son tan sencillas. Un marinero no repara tanto en las consecuencias pero un navegante sí. Y más un navegante como él. Para entusiasmarlo yo le digo que el barco que espera nunca va a llegar. Ya ni siquiera llegan barcos a este puerto, señor. Pero él dice que ese barco tiene que llegar.

Azalea guarda silencio durante muchos días. Me cuido de pintarla triste y simplemente la ubico, con un rostro distinto, en el Mermaids vacío. Cada vez canta menos y aunque yo le digo que el bar necesita marineros ella no me escucha. Es como si ambos quisieran que sólo quedáramos los tres dentro del bar, como si poco a poco presionaran un motivo central, definitivamente central, que únicamente puede resolverse entre nosotros. Y allí estamos los tres como en un cuadro que se repite noche tras noche, sin ninguna variación. En el fondo el navegante, mirando siempre a través de la ventana. Azalea sentada en la barra, con el cigarrillo volando entre sus manos y sus labios, y yo en la barra, con un lápiz en la mano, dibujando que estoy en la barra con un lápiz en la mano, dibujando que estoy en la barra con un lápiz en la mano…

Hasta que es evidente la necesidad de resolver todo el asunto. En el momento fue fácil porque seguramente ya Azalea empezaba a quedarse sin cigarrillos, se veía fatigada, y el hombre sentía que esa noche no tenía otro remedio que llevarse a Azalea. He vendido el bar, les digo, y en la próxima semana cerraré todas las puertas y me retiraré al hotel Foghorn. No tiene sentido mantener un bar donde no comparecen marineros y menos en un puerto perdido donde ya ni siquiera llegan los buques fantasmas. De manera que esta noche quiero que Azalea cante una canción y al finalizar esa canción, usted, señor navegante, se la lleve a pasear por altamar, y de esa manera yo simplemente cierro el bar.

Azalea no lo duda. Dibuja ella misma su voz en el aire pero enseguida se detiene, asustada. El navegante camina hacía la barra, muy tranquilo, como si viniera a matarme. Pero no lo hace. Sonríe por primera vez, tal vez con resignación, como un personaje que no puede abandonar el papel que le han asignado, y toma a Azalea por la cintura y con una voz que no he escuchado le dice al oído algo así como yo también quiero que me cantes una canción en altamar, y Azalea comienza a cantar, al principio en tonos que a mí me parecen azules y después elevando sus notas, a medida que alza su cabeza y el navegante toma sus cabellos y los motivos se llenan de besos bajos y comienzan a tomar vuelo, por las calles del puerto.

Los marineros no tardan en llegar. El bar apenas puede contenerlos. Azalea y el navegante parten, abrazados sus cuerpos como amantes convencionales, iluminados bajo la pérgola roja y las letras de neón de Mermaids, con las figuras que florecen a la entrada del bar. Los sigo sin importarme el tropel encendido de los marineros y la suerte misma del bar. Pasamos por debajo del Hotel Foghorn y el puerto deja de ser el mismo y es como si estuviéramos en otra pintura, llena de niebla y oscuridad; pero hay una luz, acaso una estrella sobre nosotros.

El navegante y Azalea toman un pequeño bote. La voz de Azalea se alza por encima de los barcos y flota en el puerto y parece algo así como un rumor de hojas en el patio. Ella está de espaldas. El navegante, en cambio, mira el puerto que empieza a alejarse y no se da cuenta que a sus espaldas crecen las bandas de niebla. El golpe de sus remos acompaña el canto de Azalea.

Cuando regreso al bar, los marineros han desaparecido. Azalea se apaga lentamente y es apenas como una gaviota que vuela en el cielo. Su voz no se escucha más y la mañana aparece húmeda sobre el puerto. El Mermaids tiene un candado sobre las argollas de las puertas. El mar es azul y sucio y como apenas soy un barman y no un pintor puedo decir que sin Azalea y sin el navegante, el Mermaids está cerrado para siempre.

 

pedro badran 375Sobre Pedro Badrán
Cartagena, Colombia (1973). Premio Nacional de Novela breve Alcaldía Mayor de Bogotá (2000). Ha publicado los libros de cuentos: El lugar difícil (1985), Simulacros de amor (1996), Hotel Bellavista y otros cuentos del mar (2002), Manual de superación personal (2011) y Margarita entre los cerdos (2017); las novelas: Lecciones de Vértigo (1994), El día de la mudanza (2000, 2007, 2008), Un cadáver en la mesa es mala educación (2006, 2008), La Pasión de Policarpa (2010, 2011) y El hombre de la cámara mágica (Random House 2015); y los relatos juveniles: "Todos los futbolistas van al cielo " (2002), "Sangre de goleador" (2014) y "Sócrates y el misterio de la copa robada" (2018). Sus cuentos han sido traducidos al francés y al alemán. Su novela El hombre de la cámara mágica aparecerá traducida al alemán en 2019.

 

"El Mermaids está cerrado para siempre" enviado a Aurora Boreal® por Pedro Badrán. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Pedro Badrán. Carátula Margarita entre cerdos © Literatura Random House. Carátula de El hombre de la cámara mágica © Literatura Random House. Fotografía Pedro Badrán © Peter Schultze-Kraft.

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