Santiago Gamboa - De poetas y aviadores

Esta historia que me dispongo a contar es algo triste y, la verdad, no sé por qué voy a contarla ahora y no, por decir algo, dentro de un mes o dentro de un año, o nunca. Supongo que lo hago por nostalgia de mi amigo el poeta portugués Ivo Machado, que es uno de los dos protagonistas, o tal vez porque acabo de comprar una pequeña avioneta de metal que ahora tengo en mi escritorio. Disculpen el tono personal. Esta historia será excesivamente personal.

El protagonista número Uno es, como ya dije, el poeta Ivo Machado, nacido en las islas Azores, pero lo que nos importa es que en su identidad civil, la de todos los días, es controlador aéreo, una de esas personas que están en las torres de control de los aeropuertos y guían a los aviones a través de las rutas del cielo.

La historia es la siguiente: cuando Ivo era un joven de 25 años (a mediados de los ochenta) controlaba vuelos en el aeropuerto de la isla de Santa María, la más grande del archipiélago de las Azores, en mitad del Atlántico, equidistante de Europa y América del Norte.

Una noche, al llegar a su trabajo, el jefe de control le dijo:

–Ivo, hoy dirigirás un solo avión.

Él se extrañó, pues lo normal era llevar el vuelo de una docena de aeronaves. Entonces el jefe le explicó:

–Es un caso especial. Se trata de un piloto inglés que lleva un bombardero británico de la Segunda Guerra Mundial hacia Florida, para entregarlo a un coleccionista de aviones que lo compró en una subasta en Londres. Hizo escala aquí y continuó hacia Canadá, pues tiene poca autonomía, pero lo sorprendió una tormenta, debió volar en zigzag y ahora le queda poca gasolina. No le alcanza para llegar a Canadá y tampoco para regresar. Caerá al mar.

Al decir esto le pasó los audífonos a Ivo.

–Debes tranquilizarlo, está muy nervioso. Dile que un destacamento de socorristas canadienses ya partió en lanchas y helicópteros hacia el lugar estimado de caída.

Ivo se puso los audífonos y empezó a hablar con el piloto, que en verdad estaba muy nervioso. Lo primero que éste quiso saber fue la temperatura del agua y si había tiburones, pero Ivo lo tranquilizó al respecto. No había. Luego empezaron a hablar en tono personal, algo infrecuente entre una torre de control y un aviador. El inglés le preguntó a Ivo qué hacía en la vida, le pidió que le hablara de sus gustos y de sus sentimientos. Ivo dijo que era poeta y entonces el inglés pidió que recitara algo de memoria. Por suerte mi amigo recordaba algunos poemas de Walt Whitman y de Coleridge y de Emily Dickinson. Se los dijo y así pasaron un buen rato, comentando los sonetos de la vida y de la muerte y algunos pasajes de la Balada del viejo marinero, que Ivo recordaba, donde también un hombre batallaba contra la furia del mundo.

tilbage morke dal 350Pasó el tiempo y el aviador, ya más tranquilo, le pidió que recitara los suyos propios, y entonces Ivo, haciendo un esfuerzo, tradujo sus poemas al inglés para decírselos sólo a él, un piloto que luchaba en un viejo bombardero contra una violenta tempestad, en medio de la noche y sobre el océano, la imagen más nítida y aterradora de la soledad. “Noto una tristeza profunda, un cierto descreimiento”, le dijo el aviador, y hablaron de la vida y de los sueños y de la fragilidad de las cosas, y por supuesto del futuro, que no será de la poesía, hasta que llegó el temido momento en que la aguja de la gasolina sobrepasó el rojo y el bombardero cayó al mar.

Cuando esto sucedió el jefe de la torre de control le dijo a Ivo que se marchara a su casa. Después de una experiencia tan dura no era bueno que dirigiera y controlara a otras aeronaves.

Al día siguiente mi amigo supo el desenlace. Los socorristas canadienses encontraron el avión intacto, flotando sobre el oleaje, pero el piloto había muerto. Al chocar contra el agua una parte de la cabina se desprendió y lo golpeó en la nuca. “Ese hombre murió tranquilo”, me dice hoy Ivo, “y es por eso que sigo escribiendo poesía”. Meses después la IATA investigó el accidente e Ivo debió escuchar, ante un jurado, su conversación con el piloto. Lo felicitaron. Fue la única vez en la historia de la aviación en que las frecuencias de una torre de control estuvieron saturadas de versos. El hecho causó buena impresión y poco después Ivo fue trasladado al aeropuerto de Porto.

“Aún sueño con su voz”, me dice Ivo, y yo lo comprendo, y ante esta historia pienso que siempre se debería escribir de ese modo: como si todas nuestras palabras fueran para un piloto que lucha solo, en medio de la noche, contra una violenta tempestad.

 

Santiago Gamboa
Bogotá, Colombia, 1965. Escritor, filólogo, diplomático, columnista, corresponsal y periodista. Ha publicado las novelas Volver al oscuro valle (2016), Una casa en Bogotá (2014), Plegarias nocturnas (2012), Necrópolis (2009), Hotel Pekín (2008), El síndrome de Ulises (2005), Los impostores (2001), Vida feliz de un joven llamado Esteban (2000), Perder es cuestión de método (1997) y Páginas de vuelta (1995). Cuentos: El cerco de Bogotá (2004). Ensayo: La guerra y la paz, Debate (2014). Los libros de viajes: Octubre en Pekín (2001), Océanos de arena. Diario de viaje por Oriente Medio (2013) y Ciudades al final de la noche (2017). Y en coautoría Jaque mate: de cómo la policía le ganó la partida a El Ajedrecista y a los carteles del narcotráfico (1999) con el general Rosso José Serrano Cadena) y Cuentos apátridas (1999) con Luis Sepúlveda, José Manuel Fajardo, Bernardo Atxaga y Antonio Sarabia). Premio La Otra Orilla en 2009. Premio Literaturas del Caribe 2013. Mención de honor a Necropolis. Premio Coup de Coeur 2014 de Revue Transfuge (París) a Prieres nocturnes. Finalista del Premio Rómulo Gallegos en 2007, del Premio Medicis (Francia) y del Premio Casino de Póvoa (Portugal).

 

“De poetas y aviadores” publicado originalmente y con autorización de Santiago Gamboa en la revista Aurora Boreal® Nr. 23 -24 Mayo/ Septiembre de 2018 Especial Autores Colombianos. Fotografía Santiago Gamboa © archivo del autor Carátula de Volver al oscuro valle versión danesa © Editorial Aurora Boreal®.

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