Osvaldo Estrada - 'Volver a la tierra'

Se despidieron en el aeropuerto con lágrimas urgentes. Prometiendo escribirse y extrañarse por los próximos doce meses.

Había postergado el viaje por mucho tiempo. Pero esta vez el cuerpo se lo pedía. Olvidarse de todo. Vivir de su morral. Apartarse de su mundo. Caminar. Quería dormir otra vez una noche entera, sin pesadillas ni ataques de ansiedad.

Fiel a la promesa, en pocos días Rodrigo llenó el diario que Julia le había regalado con las primeras impresiones de la meseta, sin olvidar momentos significativos en la vida compartida desde hacía un par de años. La mañana en que ella se apareció en su oficina con el cabello trenzado para venderle los boletos de una rifa, los largos paseos por el bosque, discutiendo poemas y películas. O el único viaje que hicieron juntos al sur, donde descubrieron lobos marinos y tortugas carnívoras.

Anotó para ella la costumbre de algunos aldeanos de barrer las aceras. El olor de las aguas frescas. Los gusanos extraños que devoran en ciertos pueblos, revueltos con huevo o envueltos en hojarascas de maíz. El gusto popular por las tripas y los sesos. Los músicos panzones. Y el fervor de los fieles que llegan de todos los puntos cardinales, a pie o de rodillas, para pedirle un milagro a su virgen negra.

Gracias por dejarme hacer este viaje, apuntó un martes a las tres de la tarde, después de caminar veintidós kilómetros pegado a una carretera. La gente tiene razón. Este viaje te supera. Tengo miedo de vivir, pero me hace bien levantarme de madrugada, tomar un café en la calle y pensar.

Escribió tanto esos días que tuvo que comprar un segundo cuaderno para garabatearle versos sufridos con licores de la región. Al pie de las pirámides. O a las faldas de un volcán. Todo esto sería mejor contigo, anotaba compungido. Y se imaginaba a su lado cada vez que llegaba a otra ciudad, amurallada por cactus enormes, pencas de maguey y frutos violáceos.

—Tampoco te mates escribiéndome a todas horas, lo regañó Julia una mañana que hablaron por teléfono desde la cabina de un pueblo. Acuérdate que estás allá para sanarte.

Fue inútil tratar de convencerlo. Le gustaba sacar su cuaderno en cualquier parte. Sentarse en una esquina y apuntar un gesto, la letra de una canción, un diálogo inesperado, algún sabor. Todo con tal de no pensar en el cruel accidente que lo quebró en dos. O para revivirlo de un modo distinto. Respirando profundo. Llenándose del canto de los pájaros. Haciendo meditación.

—¿Qué tanto escribes, viajero?

No le hubiera hecho caso en otra ocasión. Pero le gustó su voz ronca. Sus mechones rubios y esos lentes aparatosos que intentaban cubrirla de pies a cabeza.

—Nada, mintió. Es sólo un diario del camino. Por si mañana me animo a escribir algo mejor.

La había visto dos días antes, cuando llegaron a un cañón poblado de ranas y casas coloradas. Tendría unos treinta y cinco años y lucía un tatuaje en la muñeca derecha de curiosa inscripción. Primero Yo.

—¿Te molesta si te acompaño? Llevo días de no hablar con nadie.

—Yo estoy en las mismas, tonteó. Pensaba que era el único loco y ahora veo que somos dos.

Era cierto. Hasta entonces había evitado las conversaciones con otros viajantes. ¿Para qué hablarles si no volvería a verlos? Los saludaba con un amago de sonrisa, esquivando sus miradas, huyendo de los ratos íntimos en los que cada uno compartía las razones de su viaje personal.

No le interesaba el gordo de la barba que hacía el camino por su hermano parapléjico. Ni las jóvenes tapatías que estaban de luna de miel o los ciegos que viajaban con sus perros. Lloraba a solas por senderos ocultos. Al pie de algún mesón, cuando se quitaba las botas y la mochila para refrescarse un momento. O en las noches de posada comunal, con las luces apagadas. En silencio.

Por ella en cambio dejó de escribir esa tarde y el resto de la semana. Se tomaron fotos felices en distintos puntos de interés. Al lado de unas momias embarazadas. Frente a un antiguo granero. O con unos niños cantores, al lado de un callejón. A veces amanecían en una cantina y otras tantas en la sala de alguna residencia de paso, discutiendo el picor de los pimientos diminutos y el perfume de los jabones medicinales. El sabor de las paletas de alfalfa y el chocolate batido con canela y clavos de olor.

Almudena se había divorciado el año anterior y sus padres la animaron a que emprendiera ese viaje de descubrimiento. Le regalaron el equipaje, las zapatillas. Le dieron dinero para los albergues y la ayudaron a reunir algunas provisiones para cruzar el charco. Una cantimplora, un saco de dormir, un poncho para las lluvias de mediodía y poco más. Aprovecha ahora, la despidió su madre la madrugada que salió de casa. Del infeliz ni te acuerdes. Ya lo has llorado demasiado.

No era la primera vez que se topaba con alguien así. O con otros que emprendían el viaje por motivos religiosos. Por lanzarse a la aventura. O para aprender a vivir con lo mínimo. Pero sólo ella había logrado apartarlo de su laberinto personal, del sudor frío que lo invadía de repente, y de esa letra engañosa que registraba los alrededores para no despertar recuerdos nocivos. El día que un camión de mudanza aventó su auto a la izquierda de una avenida y él embistió de rebote a una vendedora ambulante. Sentada sobre un cajón de frutas, amamantando a una criatura de menos de un año.

A veces se sentía culpable por haber roto el juramento al poco tiempo de iniciar la peregrinación. Volvía entonces al diario y anotaba cualquier disparate, pero ya sin la fiebre inicial. Anoche no pude dormir por los ronquidos de un compañero. Hoy no ha habido mayores contratiempos, escribía distante, tratando de acordarse por qué le había costado tanto dejarla. Qué era lo que había extrañado a todas horas. Tal vez que acudiera a su lado cuando se despertaba gritando, tiritando de frío, con el rostro de esa mujer destrozado y su hija volando como un proyectil por encima del auto. La única novedad, insistía, mientras bebía algún mate local, es que me duele la pierna. Debe ser por haber caminado más de la cuenta. O por la culpa que no me deja. Dicen que abajo hay un curandero que frota las coyunturas con grasa de culebra. Pero estamos en la cima de una montaña y me duele bajar las cuestas.

Una mañana se le ocurrió que todo había sido una quimera. Sus ganas de inventarle virtudes a Julia y tapar sus constantes peleas. Por el dinero. Por su maldita costumbre de estar escribiendo en vez de buscarse otro trabajo. La felicidad que construía en el diario sólo por imaginarse al lado de ella, aunque lo suyo estuviera finiquitado. El amor insulso a partir del accidente. O tal vez antes. Desde que empezaron a dormir en dos cuartos.

Qué imposible esa mujer parca y mesurada frente a Almudena y su risa indecente. Su seguridad. Su mala leche. Sus ganas de ser feliz donde fuera. En un cenote celestial. En el río más caudaloso del mundo. En las sabanas tropicales. Con los pies llenos de barro y el cuerpo lacerado por la cordillera.

Con los músculos adoloridos y tomando desinflamantes de todo tipo, a su lado aprendió los secretos del viaje. A comer conejillos de Indias y enormes peces amazónicos. A degustar hormigas culonas en una cena. A contarse las penas con amigos pasajeros, bebiendo del pico de una misma botella. A tocar una quena y a sufrir con bandoneón.

En las noches bohemias, de guitarra y vino tinto, o de hongos alucinógenos, peyotes y ayahuasca, soñaba con visitarla después del largo camino. Encontrarla en el viejo mundo, por ejemplo. O emprender otras rutas. Escalar los picos más altos. Vivir en las islas flotantes de un lago azulino.

—Estás loco, Rodrigo, explotaba ella con esa risa burlona que lo hacía sentir insignificante. Eres romántico y barroco como toda tu gente. Los peregrinos no se atan. En un mes seré una más en tu diario y yo tengo que encontrar mi destino. Sola. Sin amores al otro extremo del planeta.

Detestó entonces la idea de volver y tener que abandonarla. Ya no le faltaba el aire cuando revivía el accidente, pero todavía le dolía. Ahí, en el estómago. Se lo contó llorando una noche que extendieron sus sacos de dormir a la orilla de un río. Y ella lo entendió mejor que nadie.

—Todos cargamos alguna culpa, Rodrigo. Pero hay que soltarla. El verdadero peregrino llega al final del trayecto con su alforja vacía. Abandona sus botas frente al mar y camina descalzo hasta encontrarse a sí mismo.

Pasó largas horas calibrando varias estrategias. Abandonar para siempre el trabajo en el banco y buscarse la vida de otro modo. Ir a verla cada mes. O en vacaciones de invierno y primavera. Cambiarse de país para no volver a la escena del crimen. O a la casa donde fue infeliz.

—Claro, lo animó Aurorita, una abuela optimista que llevaba meses caminando con toda su familia. Sin quejarse por dormir en el suelo ni por los mosquitos o la falta de agua potable. El que no apuesta no gana. Míranos a nosotros que andamos felices de judíos errantes. Quema tus naves y arriésgate.

Lo decía de corazón. Los había visto juntos y sabía que esos amores locos sólo se viven una vez.

—No seas iluso, pequeño. Lo nuestro es solo esto, meditaba serena, sin intención de ofenderlo. Curándole una ampolla inclemente, mientras él terminaba de beber a soplos una infusión con hojas de coca.

—No te des por vencido, amigo, lo aconsejó un joven abogado en el que también había confiado en un trecho del camino.

—Hazme caso, chiquillo, insistía la abuela. Por algo he vivido.

Dispuesto a ganar la batalla, a los pocos días la despertó con una canción. Un bolero antiguo que habían escuchado juntos hacía meses en un bar de peregrinos. A Almudena se le revolvió el estómago de pensar que ella era la culpable de todas sus angustias y todos sus quebrantos. Y que su padre tenía razón. Me cago en la leche. Quien con niños se acuesta meado amanece.

—Te quiero, mi niño, lo despidió cuando le llegó la hora de abordar el avión, al otro extremo del continente. Con los labios partidos por el frío glacial. No sabes lo que has hecho por mí. Estos días, estos meses me los llevo aquí en el pecho.

Fue sincera. Amorosa. Pero al darse la vuelta, se juró olvidarlo para siempre.

Él en cambio sufrió por ella todo el vuelo de regreso. Le escribió una carta con las turbinas encendidas. Y lloró. Por la negra fortuna de tener que volver a la tierra. A la esquina donde siempre vería a esa señora y a su niña. Aunque no fuera su culpa. Aunque nadie reclamara sus cuerpos.

Lloró por prometerle pensarla todos los días y escribirle a cada momento. Cuando volviera al trabajo de nueve a cinco. Cuando tuviera un perro.

—Te veo muy repuesto, lo recibió Julia ese domingo en la flamante terminal del nuevo aeropuerto.

No era la misma. Se había soltado el pelo y llevaba un vestido largo que no le conocía. Estaba delgada. Como si hubiera recorrido más kilómetros que él. Quién sabe por qué caminos.

—Tengo tanto que contarte, suspiró. Deseosa de quitarse un peso de encima.

Olía a tierra mojada. A caracoles recién recogidos. A humedades extrañas.

—Y yo, mintió él. Sin saber cómo acomodar sus garabatos. O si haría falta. Buscando la manera discreta de dejarla. En una esquina cualquiera. Sin semáforos ni leyes de tránsito. Darse a la fuga y no oír más el chirrido de sus llantas, los gritos de pánico, las voces de auxilio perdidas en el asfalto.

 

IMG 0245Sobre Oswaldo Estrada
De origen peruano, es narrador, ensayista y profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill. Es autor y editor de varios libros de crítica literaria y cultural, como Ser mujer y estar presente. Disidencias de género en la literatura mexicana contemporánea (UNAM, 2014), Senderos de violencia. Latinoamérica y sus narrativas armadas (Albatros, 2015), Troubled Memories: Iconic Mexican Women and the Traps of Representation (SUNY, 2018) y McCrack: McOndo, el Crack y los destinos de la literatura latinoamericana (Albatros, 2019). Sus textos de creación han aparecido en revistas como Pembroke Magazine, Border Senses, Rio Grande Review, Literal: Latin American Voices, Suburbano, Hiedra Magazine, Chiricú Journal: Latina/o Literatures, Arts, and Cultures y Latin American Literature Today. Ha contribuido en varias antologías de creación. Es autor de un libro para niños, El secreto de los trenes (UAM, 2018), basado en “El guardagujas” de Juan José Arreola.

 

Material enviado a Aurora Borea® por Oswaldo Estrada. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Oswaldo Estrada. Fotografía Oswaldo Estrada archivo del autor.

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