Mrs. Sullivan y sus amigas

miguel_gomes_montserrat_ferres_002El cielo abrasado del crepúsculo precedió a cada una de las apariciones de la mujer a la que Dolores Sullivan y sus amigas acabaron refiriéndose como la viuda. Todas ellas lo eran también, solo que al estilo de Nueva Inglaterra, con tristeza y silencio, pero sin demasiados

tratos con la muerte. La figura de luto, brumosa, cada tarde de aquel otoño sentada penitencialmente en un rincón del porche de Mrs. Sullivan, tenía algo distinto, como de intimidad con los cementerios y las materias a punto de descomponerse. No había en ella, sin embargo, nada repugnante; Mrs. Sullivan y las vecinas con las que compartió el hallazgo coincidieron en una simpatía, si bien magullada, por la desconocida, que en los momentos en que lograba interrumpir sus sollozos devolvía cada una de las miradas de comprensión recibidas.
Que fuese fantasma y hubiese enviudado era un hecho que parecía indiscutible. Igualmente que fuese extranjera. Las apariciones duraban lo que durase la puesta del sol, así que no había tiempo para largas charlas, aunque sí para escuchar aquellas frases que no se entendían y hacer preguntas que le sonaban arcanas a la viuda. Una de las del corrillo, Mrs. Alario, sabía un poco de italiano, por sus abuelos, y creía identificar unas cuantas palabras, entre las cuales se contaba figlio. Pero se daba cuenta de que aquello podía ser un dialecto para ella desconocido u otra lengua semejante al italiano. El enigma vino a resolverlo Mrs. Varella, quien se unió al grupo cuando en el vecindario corrió la voz de lo que sucedía. Mrs. Varella, hija y nieta de portugués, aclaró que lo que murmuraba el espectro no era figlio sino filho y quería, simplemente, encontrarlo.
A la hora del té, entre galletitas de chocolate o bizcocho, solía discutirse el tema y se proponían soluciones. Mrs. Alario tenía la dirección de una médium que a lo mejor las ayudaría; eso sí, cobraba una barbaridad. A Mrs. Sullivan no le molestaba tener una sesión espiritista, o lo que fuera, en su porche, pero había llegado a encariñarse tanto con la viuda que temió que ella se lo tomara a mal, es decir, que fuese a pensar que su anfitriona traía a una profesional para deshacerse lo más rápidamente posible de un espíritu indeseado. Sería de mala educación. Ese motivo la impulsó a pedirle con formalidad a Mrs. Varella que intentase entablar conversación con la aparecida a ver qué podía sacarle.

miguel_gomes_001Miguel Gomes (1964. Ha publicado, entre otros, los siguientes libros de narrativa: Visión memorable (microrrelatos), La cueva de Altamira (cuentos), De fantasmas y destierros (cuentos), Viviana y otras historias del cuerpo (cuentos), y Viudos, sirenas y libertinos (cuentos y nouvelles). Vive en los Estados Unidos desde 1989, donde trabaja como profesor de posgrado en la Universidad de Connecticut.
Ese mismo día, al anochecer, Mrs. Varella, además de descifrar las frases siempre iguales que la viuda musitaba entre lágrimas, se armó de valor y le preguntó si sabía dónde estaba su hijo. El fantasma se secó las lágrimas, miró a la concurrencia con sus ojos profundos, azules, hinchados de llanto, y respondió que su hijo vivía en aquella casa; no entendía por qué no estaba allí. Esforzándose en hacer la traducción simultánea, sorteando los no puede ser y oiga, señora, usted está confundida que barbotaba sobresaltada Dolores Sullivan, Mrs. Varella se lio y fue muy tarde cuando atinó a preguntarle a la viuda cómo se llamaba el hijo: el fantasma se había diluido en las sombras que empezaron a adueñarse del porche. Las mujeres regresaron a casa defraudadas, pero sobre todo tristes; sus hijos estaban lejos, y solo de vez en cuando escribían o telefoneaban, ocupados con la agitación de sus propias familias y carreras.
Al crepúsculo siguiente cómo se llama su hijo fue lo primero que preguntó Mrs. Varella, y lo que repitió varias veces, porque el espectro parecía tener problemas de oído. El nombre que acabó pronunciando dejó en blanco a todas, menos a Mrs. Sullivan que, poco a poco, cayó en la cuenta de que había explicación para el enredo. El hijo de la viuda debía de ser el dueño anterior de la casa, un sujeto de rostro borroso con quien hacía decenios Mr. Sullivan, que en paz descanse, se había entendido. Iba a decirle esto al fantasma, pero entre el medio minuto de estupor y lo que tardó la traductora el espíritu volvió a disolverse.
foto_te_001Hubo euforia por la mañana, mientras las vecinas ayudaban a Mrs. Sullivan a revolver en las cajas del ático para dar con una hipotética carpeta donde seguramente, junto con los papeles de la compra, se hallaban los datos del ex propietario de la casa. Si la memoria no le fallaba a la anfitriona, el hombre había dejado una dirección y un teléfono en caso de que quisieran hacerle consultas. Las horas transcurrieron sin que apareciese la dichosa carpeta. La viuda ya estaba instalada en el porche y anochecía cuando Mrs. Sullivan encontró el trozo de papel con una dirección garabateada y un nombre: L. dos Passos. A las carreras, bajó y le dio a Mrs. Varella los datos. Ésta se los transmitió a la madre desconsolada que buscaba a su hijo. Antes de esfumarse para siempre, el alma en pena sonrió agradecida.
Mrs. Sullivan y sus amigas se quedaron en el porche, en silencio, disfrutando del momento beatífico; eran minutos de reconciliación con la vejez y con las cosas que no les habían quedado bien en la vida. No hablaron mucho, hasta que a una de ellas, Mrs. Turner, se le ocurrió que convendría avisarle a quienquiera que fuese L. dos Passos que su difunta madre estaba en camino. La proposición les pareció bien y Mrs. Sullivan se trajo el teléfono al porche.
A los pocos segundos de haber comenzado la llamada, las presentes se percataron de que algo andaba mal. Al colgar, Mrs. Sullivan les contó que aquéllos eran el teléfono y la dirección, pero que allí no había nadie de apellido Dos Passos, y que los propietarios anteriores tampoco respondían a ese nombre; lo último que se había oído de ellos, hacía unos cuantos años, era que se habían muerto. Hijos, seguro que no tenían.
Se miraron unas a otras, titubeantes, alumbradas apenas por la luz de la luna. Un búho dejó un rastro de plumas cerca del porche.
-Y ahora, ¿qué? -la pregunta de Mrs. Varella se hizo con la voz que a casi todas les habría salido en ese instante, pesarosa aunque sin excesos, al estilo de Nueva Inglaterra.
Fue entonces cuando Mrs. Alario encontró la solución correcta; lo supieron por la determinación y la firmeza con que se dirigió a Mrs. Sullivan:
-Dolores, llama a esa gente otra vez para pedir disculpas. Diles que nunca más volvemos a mandarles un fantasma equivocado.

Mrs. Sullivan y sus amigas, de la serie Tres cuentos góticos
Foto 1 de Miguel Gomes por Montserrat Ferres. Foto 2 de Miguel Gomes por Sandra Bracho.

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