Pablo Valle - "Reader"

Qué gran invento estos boliches que están abiertos las veinticuatro horas en las estaciones de servicio, pensó Carlos. Tienen muy buena luz para leer. Mucho ruido, también, pero todo no se puede. A él no lo distraían fácilmente. Además le gustaba que lo distrajeran. Ver entrar y salir clientes de los tipos más diversos: taxistas, parejitas, trabajadores de turno noche. Le gustaba mirar a la gente de paso. También ojeaba de vez en cuando el televisor que colgaba en una esquina, pero no mucho, no le interesaba el boxeo ni ningún otro deporte que pudieran pasar a esa hora. Leía un rato, levantaba la cabeza cada tanto, al azar, daba un vistazo a su alrededor y volvía a la lectura. Había desarrollado una habilidad especial para desplazar la vista del libro y volverla a posar exactamente en la misma línea, en la misma palabra, como un juego. (Había desarrollado esa habilidad en ese tipo de lugares, bares o cafés, buscando chicas, miradas de chicas.)

En realidad, esa noche no tenía exactamente un libro sino un reader para e-books. Estaba encantado con el aparatito. Navegaba caprichosamente por los cien libros que tenía cargados, en varios idiomas. Agrandaba la letra hasta que veía de lejos. Subrayaba, tomaba notas. Se reía solo, para adentro, de su nueva manía, tanto se había resistido. Y también había tardado un poco más en decidirse a salir a la calle con él, por miedo de que se lo robaran, pero al final lo hizo. Era un barrio tranquilo, nunca le había pasado nada raro, tenía que tener mucha mala suerte.

Llevaba una hora leyendo y mirando pasar gente. Era la una ya, y esperaba quedarse un par de horas más, por lo menos. Otro sábado solitario, tratando de no dejarse ganar del todo por la euforia pasajera del depresivo, que solía atraparlo alrededor de la medianoche. Domingo, bueno, ya es domingo, pensó Carlos. El pensamiento lo distrajo esta vez y volvió a levantar la mirada de su lectura flotante. Fue cuando las vio.

Eran tres. Tres nenas. ¿Cómo no las había visto antes? Estaban sentadas (bueno, dos estaban arrodilladas) en una mesa cercana a la entrada. Él se ubicaba siempre en una mesa alejada. No siempre la misma, la que le gustaba, al lado de la ventana, porque solía estar ocupada, lo cual era bueno para no alimentar otra rutina obsesiva (una más). Tuvo que enfocar intensamente la mirada para entender lo que estaba viendo.

La mayor de las tres tendría doce años, como mucho. Era rubia y se le notaba que estaba empezando a desarrollar. Había otra más chica, digamos de diez, y otra más, de ¿ocho? Quizás éstas también eran rubias, pero resultaba difícil asegurarlo porque tenían pelucas de juguete. Pelucas de juguete, pensó Carlos, qué significa eso. Es que estaban disfrazadas, como si vinieran de una fiesta de cumpleaños. O fueran a una, pero era demasiado tarde para eso. Llevaban vestidos muy coloridos, con faldas llenas de ¿brillantina? Parloteaban en murmullos, incesantemente, él no llegaba a oír lo que decían. Pero cómo podía ser. Eran demasiado chicas para estar solas en ese lugar, a esa hora. ¿Estaban solas?

Miró a su alrededor: no había nadie más. Eso no era inusual a partir de esa hora, la una o las dos. Pero se sintió raro, como desprotegido, como si sus neuronas espejo reaccionaran ante la obvia desprotección de ellas. Pero no creía en las neuronas espejo. No las había visto entrar. Tampoco a nadie más durante algún tiempo, no podía precisar cuánto. Si estaban con alguien, ese alguien podía estar en el baño. Claro, eso tenía que ser. Un padre que vuelve de llevar a sus hijas a un cumpleaños infantil y se para a cargar nafta o vaciar la vejiga, o ambas cosas. Muy común, ya lo había visto antes. Volvió a leer, pero algo más lo incomodaba.

La nena mayor lo estaba mirando.

Carlos intentó sonreírle, pero no pudo saber si lo había logrado. Siguió leyendo, o fingiendo que leía. Demasiado tiempo para cargar nafta o ir al baño. Qué tipo irresponsable, pensó, absurdamente. No había ningún tipo, era evidente. Las nenas estaban solas. ¿Cómo podía ser? Pensó en levantarse y hablar con el muchacho que atendía el bar, un flaco alto, no muy simpático, que siempre lo atendía de mala gana, como si no lo conociera de tantas noches. Pero ¿qué le iba a decir? Buscó la complicidad de su mirada; el flaco, por supuesto, ni lo registró, fingiendo a su vez estar atareado en cualquier cosa.

Era mejor seguir leyendo, qué otra cosa podía hacer. ¿Tenía que hacer algo? Qué tengo que ver yo, pensó Carlos. Serán nenas del barrio, estarán acostumbradas, esperarán a alguien que se demoró. ¿Y si las habían abandonado? No parecían asustadas. Cualquier cosa, menos eso. Algo tenía que hacer.

Volvió, nuevamente, pero con menos fe, a mirar su reader. No pudo concentrarse. ¿O sí? Porque de pronto, con un sobresalto, notó unas sombras a su alrededor, como salidas de la nada. Las tres nenas estaban allí, en su mesa. La más grande, parada a su lado, casi rozándolo. Las otras dos, arrodilladas también, como antes, en el asiento largo frente al suyo. No las había visto desplazarse hasta su sitio. Y era un tramo largo. Acá el tiempo y el espacio andan mal, pensó, tontamente. Pudo ver que tenían las caras pintarrajeadas con unos dibujos raros. Quién sabe por qué le parecieron raros.

—¿Qué es eso? —preguntó la nena mayor, señalando su reader.

—Un aparato para leer libros —contestó, notando que apenas le salía la voz.

—¿Y dónde están los libros? —preguntó la nena del medio. Sí, era rubia, y tenía unos ojos grises hermosos pero extrañamente vacuos. Las tres tenían los mismos ojos.

—Adentro. En la memoria.

—¿Cómo un celular? —La mayor.

—Algo así —dijo Carlos, ya definitivamente incómodo.

La nena más chica extendió sus manos, pringosas como las de todas las nenas, hacia el reader. Lo recorrió delicadamente con el dedo índice. Carlos sintió otro estremecimiento involuntario.

—¿Y cuántos libros hay adentro? —La del medio.

Antes de que Carlos pudiera contestar, la mayor se interpuso:

—Callate, nena, no molestes al señor. Y vos no toques nada.

Pero entonces extendió hacia Carlos su mano, donde sostenía una especie de porra chiquita, brillante, y le acarició con ella la frente.

—Está transpirando —constató, asombrada.

Carlos miró hacia todos lados. No había nadie, pero nadie. Ni el flaco alto que atendía el bar.

—Chicas —dijo—, ustedes no deberían estar acá a esta hora. ¿Qué están haciendo? ¿Esperan a alguien?

Las tres se rieron con risas agudas, exageradas, sacudiendo la cabeza.

—¿Cómo que no? ¿Y qué hacen acá?

Las tres se encogieron de hombros, divertidas. Me están cargando, pensó Carlos.

—¿Y cuántos libros hay adentro? —insistió la del medio.

—Muchos —contestó él.

—¿Tantos? —preguntó la chiquita. Esta vez se rieron las otras dos.

Era demasiado ruido para que nadie lo notara. ¿Y el encargado dónde está? Carlos pensó, quizás por primera vez, en levantarse e irse. Pero se sentía pesado, confuso.

—¿Y los leíste todos? —preguntó la mayor.

—Todavía no.

Ella pareció decepcionada. Pero sólo fue un momento, porque enseguida se recuperó y se sentó al lado de Carlos, apretándose cada vez más contra él.

—¿Cómo te llamás?

—Carlos.

—¡Carlos! ¡Carlos! —gritaron las otras dos, con una alegría misteriosa y sacudiendo sus porras.

No supo cómo callarlas. Pensó que la algarabía se podía oír desde lejos y que de vez en cuando, a esa hora, pasaba un patrullero, e incluso los policías bajaban a tomar un café en el bar. Claro que él no estaba haciendo nada malo. Al contrario, mejor si venía la policía. Entonces podría...

—Lindo nombre —dijo la mayor, y le apoyó la cabeza en el hombro.

—¿De qué... de qué están disfrazadas? —preguntó, tartamudeando.

Las dos más chicas se callaron un momento y lo miraron, extrañadas. También la mayor se despegó de su hombro y lo miró, según a él le parecía, con reproche. Pero ninguna dijo nada. En cambio, la chiquita se subió a la mesa y se recostó sobre uno de sus bracitos, como si se fuera a dormir. La ¿hermana? mayor intentó empujarla para que volviera a sentarse.

—¡Maleducada! —le gritó—. ¿No ves que molestás a Carlos?

Él no supo qué decir. Quizás si les ofrecía alguna gaseosa para tomar... Pero el encargado no volvía. Claro que las bebidas estaban en las heladeras, autoservicio, sólo era cuestión de levantarse y agarrarlas. Ahí seguro que el flaco aparecía, para cobrarle. Pero la chica mayor le obstruía el paso como un peso muerto, y Carlos no se atrevía a tocarla para sacársela de encima.

—Bueno —dijo, por fin, con una nota falsa en la voz—. Encantado de conocerlas, señoritas, pero tengo que irme.

Las dos más chicas empezaron a emitir un “noooooo” estridente. Carlos trató de moverse un poco. La más grande, que casi se había quedado dormida en su hombro, se despabiló por su movimiento (pero más por los gritos) y se puso de pie.

—¡Basta! —gritó, con voz de mando—. Dejen tranquilo a Carlos, que se tiene que ir.

Se veía triste. Las otras dos estaban a punto de llorar, hacían pucheros. Pero a Carlos le pareció que estaban sobreactuando.

—Bueno, chau —dijo él.

Guardó el reader en su mochila, se levantó y fue hacia la salida. Por suerte ya pagué, pensó, absurdamente. Salió. El aire frío le pegó fuerte en la cara y el cuello, empapados de sudor. Cruzó avenida Gaona y después San Martín, en diagonal, hacia la plazoleta. Era el camino que seguía siempre, pero ahora le parecía que había algo raro allí, sentía como si lo estuvieran siguiendo. Le pareció más oscuro que otras veces, pero seguramente se equivocaba. En lo que no se equivocaba era en que lo estaban siguiendo. Las tres nenas. Al principio, en silencio. Después, reiniciando el bullicio de siempre.

—¡Carlos! ¡Carlos! —gritaban las menores. Y la mayor esta vez las dejaba hacer, con una sonrisa condescendiente, que él pudo ver bien a la luz de un farol, después de volverse a constatar que no se estaba volviendo loco, que realmente las tres chiquitas estaban detrás de él. Sintió que se descomponía.

—¿Qué hacen acá —alcanzó a preguntar—, por qué me siguen?

En la plazoleta, las chicas empezaron a hacer una ronda alrededor de Carlos. Las tres. Cantaban algo que él no alcanzaba a entender, una canción infantil seguramente, pero en voz muy baja. Lo fueron llevando hasta un banco ubicado en una zona mal iluminada, que él conocía bien porque muchas veces se sentaba ahí antes de volver a su casa, como resistiéndose a volver a su casa.

Las nenas abrieron un hueco en la ronda para indicarle que se sentara. Carlos obedeció. Se sentía muy cansado, no veía bien. Quizás el reader también fatiga la vista, no se puede confiar en la propaganda, pensó, confusamente. Las dos chicas más chiquitas estaban enfrente de él. ¿Y la otra? ¿Detrás? Quiso darse vuelta para comprobarlo, pero no pudo, tenía el cuello entumecido.

—¿Qué quieren? —preguntó.

Las chicas se rieron. A Carlos le pareció, sí, que otra risa venía de atrás. Una risa más adulta. Seguramente la nena mayor. Seguramente. Sintió que el banco se movía. No era sólo una sensación, se movía. Se balanceaba hacia adelante y, cada vez más, hacia atrás, empujado por las nenas desde el frente y por alguien a sus espaldas.

—Esto no es divertido, chicas —dijo—. Paren, por favor.
Nadie le hizo caso. Sintió que el banco, por fin, se volteaba del todo.

Carlos se aferró a la mochila con una mano como si eso pudiera servirle para algo. Y con otra mano intentó amortiguar el golpe, pero no llegó.

Sintió que su cabeza golpeaba secamente contra el duro piso de tierra, detrás del banco.

Sintió que alguien lo agarraba de los brazos (ya no tenía la mochila) y lo arrastraba rápidamente hacia atrás, donde él sabía que había unos matorrales descuidados, un pequeño basural y una pared descascarada.

Fue lo último que sintió.

 

 

pablo valle 350Pablo Valle
Argentina 1961. Es profesor en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Enseña Semiología y Análisis del Discurso en el Ciclo Básico Común, y Problemas de Literatura Latinoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras (cátedra de David Viñas). Es editor, corrector, redactor, traductor y ghost writer. También fue crítico de cine (en la revista La vereda de enfrente). Ha publicado Simulacros (cuentos, 1985), Ángeles torpes (novela, 1995), Yo, el templario (novela, seud. Paul Mason, 2006), y tiene otras dos novelas inéditas, Los crímenes de la calle Barthes y La carta de Rozas. Autor de los libros didácticos Guía para preparar monografías (1997, 2008, con Ezequiel Ander-Egg; varias ediciones) y Cómo corregir sin ofender (1998, 2001). Durante 20 años fue editor general en el Grupo Editorial Lumen. Samuráis quiere ser su próximo libro. Killers es una coleccion de relatos en preparación.

Material enviado a Aurora Boreal® por Pablo Valle. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Pablo Valle. Fotografías: Fotografía Pablo Valle © Silvia Tombesi.

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