Noticias de trastienda - Batallas solitarias

roberto_burgos_003Antes del bullicio de los estudiantes. A la salida del colegio el parque está tranquilo. Las tres bancas desocupadas. Un viento ligero. Los copetones saltan y hay colibríes. Huyen de las mirlas hambrientas y se asilan en las ramas altas de los cinco árboles grandes: eucaliptos y urapanes. La jornada escolar continua termina a la 1:45.
La araucaria sola, apartada del parque, junto al portón de la entrada, mece las ramas. Alguien dejó en su follaje un sobre blanco al que le pintaron con tinta lila un corazón pendiente de una horca. Se lee: Para Mirna, con urgencia.


Lo vi porque el portero del colegio advirtió mi cara fuera de la ventana del tercer piso del edificio vecino y gritó para preguntarme si yo conocía a Mirna. Tomó el sobre de la araucaria empinándose y lo agitó encima de su cabeza. Hice con la mano un gesto de que esperara. Saqué el catalejo, gradué la distancia, y miré el sobre. Con un movimiento de negación entré la cabeza y los brazos y me puse a mirar detrás de los vidrios.
A la sombra de los árboles está una Volvo familiar, gris, estacionada. Cada día viene por tres niños, alumnos del kinder. En el techo se mueven los reflejos de las ramas y los destellos inconstantes del sol. 
Miro la calle. Como mirar el cielo vacío. O las colinas al oriente. Nada en esas abstracciones repetidas, diarias: el cielo, la calle, las colinas, la luz. Los padres, las madres, los acudientes que llegan y esperan a los niños.
Y de improviso, una figura inesperada. Remueve la inmaterialidad del paisaje. Me absorbe la belleza que arrastra esa mujer. Un don ajeno que no le pertenece. La lleva sin ostentación. La ignora. Inmóvil tras la ventana. El sentimiento que nace es diáfano: esa belleza no es para uno. Enseguida anticipa una nostalgia leve pero honda, brisa tenue entre profundidades de rocas de mar.
Junto al costado de la Volvo que da a la calle, la mujer mira algo con dedicación en los vidrios ahumados. Se observa a sí, a ella, a su figura en esta mañana luminosa. ¿Qué sabrá de su belleza? Hace un movimiento casi coqueto. De ensayo de bailarina. Parece sostenida por la barra y gira el cuerpo con la cabeza fija para indagar la fidelidad del espejo, o su traición sorpresiva, su esperada independencia. La mujer ajusta su blusa en la cintura, bajo la falda plisada, liviana, móvil. Se pone de frente a los vidrios de la Volvo que además captura los reflejos en las latas. Empieza con las manos a revolver sus cabellos. Parecen reemplazar al viento. Son de un tono rubio cenizo, un poco largos sin alcanzar los hombros. A veces deja al descubierto el cuello dúctil en el que refulgen los estambres dorados: secreta pelusa de duraznos que se entrega al tacto y eriza el alma de la mano, o del labio osado sin colmillos.
Los dedos de la mujer y el viento juegan a un orden suelto. Me muestran la posibilidad: un orden sin modelos pre-establecidos. El mundo parece haber desaparecido para ella; se acerca y se aleja de su imagen con la impunidad de estar sola. Recibirá a su hijo pequeño. Lo tomará de la mano. Lo ayudará a cargar el morral.

Roberto Burgos Cantor, Colombia 1948. Autor de la novela La ceiba de la memoria, recientemente Premio Casa de las Américas de La Habana (Cuba), y finalista del Premio Rómulo Gallegos de este año.Además ha publicado Quiero es cantar, El patio de los vientos perdidos, Lo Amador, Señas particulares, Ella siempre es lo que será.

La mujer se distancia del paredón del colegio donde han cubierto con pintura fresca algunas leyendas procaces o subversivas.
Camina sin precisión, liberada al acaso, por el borde del parque o zona verde como la clasifican los urbanistas por esconder la vergüenza de la especulación inmobiliaria.
Su mirada nerviosa y disimulada está en el portón. No abandona su territorio de espera ahora que el cabello deja filtrar el viento.
Ahora otra figura altera el paisaje: un muchacho de morral y uniforme de gimnasia. Se dirige a ella con premura. Ni beso. Ni abrazo. Ni preguntas de madre o las reiteradas de acudiente. Apariencias del azar desentendido. Caminan. La mujer va adelante. El estudiante detrás. Creen haber ocultado la ansiedad.
Escondidos del mundo se dirigen al refugio. Van a decirse una vez más el amor. Ella recordará algún verso que la ocasión pasada él había traído del colegio. Desarmado de experiencias y de palabras, él le dijo a la luz menesterosa de la pieza de alquiler: mi corazón batalla contra el mar. Ahora ella lo volverá a decir con la esperanza de vencer. Y se entregará.

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