Lorenzana de Acereto

jairo_restrepo_005No lloró.

El padre Epaminondas Purificación Clóstenes le frotó saliva en los ojos, en las mejillas, no lloró. Entonces decretó, delante de la multitud agolpada en la puerta de la  casa de la mujer: ¡Bruja! Lorenzana supo entonces cómo eso significaba reclusión en una arquitectura húmeda y pestilente; encarnaba suplicio y muerte por el fuego, y el hombre no estaba allí para socorrerla.



Un viernes, en Palo Hueco, Tolú, la tomaron prisionera. Quienes llegaron para atarla y trasladarla a Cartagena de Indias, al Palacio de la Inquisición, dijeron haberla encontrado en compañía de un enano que le pedía hiciera una cruz en la arena con el pie izquierdo, el propósito, disolver los malos espíritus entrando en ese instante en su casa. Dijeron que, una vez hecha la cruz, el enano se sentó y la borró con el trasero. Refirieron cómo Lorenzana tenía en la mano derecha una guacharaca y con la cola del ave abanicaba cara y cuello. Era tiempo de arrasador y agudo verano.
Los diabólicos espíritus llegaron con palos como armas y, con ellos, el  padre Epaminondas certificaba, daba fe de que cuanto los espíritus aseguraban era verdad.

El padre Epaminondas Purificación Clóstenes, visto la profanación de lo sagrado de la vida por parte de la hermosa mujer y del enano, cumplido el oficio de la saliva en la frente de la mujer, marchó a la iglesia, hizo repiquetear las campanas, a rebato, pues se sabe, al demonio reprueba la turbulencia de las mismas.

La voz circuló por Palo Hueco. Como tinta en el agua se extendió; cruda y rigurosa la voz ingresó en casas y tiendas; cuajó en la plaza de mercado, en el parque, en las polvorientas calles del pueblo junto al mar. Tinta y agua de mensajes fueron murmullo, salidas apresuradas para mezclar curiosidades, todos vestidos con ropa al revés para conjurar los encantamientos que pudieran propagar Lorenzana y el enano. Muchos salieron de las casas, las oficinas, de las penumbras para ver partir el séquito.

Cuando arribaron a Cartagena de Indias, al enano lo habían dejado en una mazmorra en Tolú, la gente se agolpó en la Bahía de las Ánimas para verla descender de la barca y posteriormente escoltarla a la Plaza de la Aduana. La belleza de Lorenzana era legendaria.

Le habían amarrado los brazos con cáñamo. Un sayal fuliginoso le cubría su piel entre el cáñamo y la obsidiana. No estaba despeinada. Apaciguada cuando le quitaron sus zapatos, en el centro de la plaza donde habían instalado el tribunal para que el pueblo la escarmentara, zahiriera. Uno a uno los zapatos llegaban a las manos de cada prelado de la ciudad que le sacudían el polvo con acucioso empeño: el demonio se torna polvo y se suelda a los zapatos cuando le hace la corte a las hijas de los hombres.

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Jairo Restrepo Galeano, Colombia, 1951. Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia (1981). Magister (cum laude) de la Pontificia Universidad Javeriana (2009). Actualmente trabaja como profesor de tiempo completo en la Universidad Central, Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Arte, Departamento de Humanidades y Letras en Bogotá, Colombia. Autor de Ojos de arena (cuentos), Cada día después de la noche (novela ganadora del Premio Nacional de Novela Ciudad de Pereira, 1995), Narración a la diabla (novela). Publicaciones en revistas nacionales e internacionales; incluidos en varias antologíasJuan de M., el caudillo bajo el capirote, constante y obstinado, agitó, meneó los zapatos como si con tal acción en ello el alma se le depurara. Su porfía en no dejar polvo en las prendas tenía trazas de alucinación y enajenación enardecida.

Mientras los sacerdotes limpiaban la execración de los zapatos de Lorenzana, a ésta se le cayó de la mano una piedra que había traído oculta entre sus dedos; sentirla tibia en la palma, la ayudaba a contener sus emociones y turbaciones. Se inclinó, la recogió, le sopló las trizas de tierra.  Juan de M. se lanzó sobre la mujer y se la rapó para exhibirla al público: He aquí la piedra sangrienta de Belcebú. Si alguien quiere decir algo que lo refiera ahora.

Y una mujer, nativa de Palo Hueco: Yo la observé cuando alguna vez fui con el padre Epaminondas a recolectar fondos para la celebración de la fiesta de la Virgen de La Candelaria. Dijo no tener cómo colaborar. La cosecha que su marido había querido recoger la había estropeado el verano. Cuando estábamos para salir vi brillar la piedra sobre un altar armado en un rincón de su sala. El rojo desacostumbrado me llamó la atención; la miré a ella y me pareció que tenía cara intranquila, evidenciaba su malignidad.

Entonces desnudaron el esplendor de Lorenzana. Con una aguja le pincharon minuciosamente el cuerpo. Averiguaban su zona insensible, el lugar donde Belcebú había impreso su marca. Juan de M. sentía la aguja en su cuerpo y se llevaba las manos al pecho para reclamar de su dios el disimulo. Milímetro a milímetro la aguja llegó al lugar donde su cuerpo no tuvo dolor, entonces coligieron: Cómo no, aquí es, no hay duda. La ataron a un botalón reservado en el centro de la Plaza de la Aduana para tal castigo. Desnuda era preciosa joya engastada en coral y perla. Deslumbrados y aturdidos los hombres que no supieron cómo impedir el suplicio. Juan de M. cerró los puños y apretó los dientes para que las palabras no brotaran y le visibilizaran su espíritu arrebatado.

En el botalón la dejaron veinticuatro horas...; hasta cuando Juan de M., junto con dos prelados, la recogió y la llevó al Palacio de la Inquisición, donde la ocultaron de la mirada de los hombres bebiendo en las chicherías de la Plaza.
Estuvo en la mazmorra dos noches. En medio de la reciedumbre de una tormenta que embravecía aún más el mar sobre las murallas de la ciudad, Lorenzana de Acereto salió del lugar guiada por  las manos y el aliento de jazmín de un hombre encapuchado. En el Muelle de las Ánimas la voz apasionada y firme le dijo: Vete; los dioses te protejan; los hombres no saben hacer cuanto les ha encomendado.

El caballero en la plaza empedrada, junto al Palacio de la Inquisición. Delante el edificio donde una vez que vino de Palo Hueco, escuchó los quejidos de la mujer, mordida por el dolor, borrando la frontera entre la verdad y la mentira de su vida plagada de incertidumbres, era sombra alargándose o acortándose según la luz de los candiles. Frente al Palacio alma esperanzada en el libro de la noche, en la historia que este libro le pudiera referir. Junto a la fuente de agua, en el centro de la plaza, se detuvo y miró las ventanas de piedra y madera. Adentro todo parecía dormir. Se escurrió de norte a sur. La capa y el sombrero lo inventaron enigma. Buscaba y vigilaba los movimientos de la vida.

Cada noche, desde cuando supo que se habían llevado a Lorenzana de la casa en Palo Hueco, justo media hora antes de que él llegara del puerto, donde recogía una mercancía para llevar a Turbo a venderla, llegaba a buscarla. Nadie le daba razón de la mujer.

Ella le escribió que volvería; lo había garrapateado en un pergamino cuando los vio venir, cuando supo que los designios eran perturbación para su vida: "No te preocupes, la culpa es no tener culpa. La tierra, en nosotros,  es ancha para los dos".

Pero él supo que, aunque le había escrito que la esperara no iba a ser posible porque en la trama había otro juego con fuego, donde la barba de Juan de M. relucía rijosa y bifurcada, más allá de la inquisidora búsqueda de las diferencias que atormentaban el orden, la regularidad de los miedos y los ruegos de vida eterna.

Pero igual no importaba, él estaba ahí, noche a noche, amasando la harina con la levadura que le hacía crecer el alma nocturna de su espera. Él, el discípulo de las artes de Lorenzana, que entonces tenía la piedra roja en sus manos, (la que la mujer le había regalado cuando se casaron, y que ella había recogido de la playa porque le parecían bonitas y gemelas), sobándola para convocar el recuerdo de las manos de la mujer que supieron estar allí: herbolario de plantas con las cuales maceraba la esperanza de la espera.

Tres días la esperó. Al final, jinete de capa y espada, cruzó la Torre del Reloj viniendo por la calle de la Media Luna, más allá del revellín, del castillo San Felipe, del Cerro de la Popa, de Turbaco, de Marialabaja, hasta la casa en  Palo Hueco, donde la supo mujer y amante.

Lorenzana ha querido que aquél que le ha abierto la celda la conduzca por las sombras más allá de la bahía; pero ése, que no ha mostrado su rostro imposible, pues nada de los hombres le ha sido dado, nada que pueda tocar y ser tocado, mirar y ser mirado, le dice que no; los pasos siempre tienen sendas distintas. Sólo un estremecimiento subsistió cuando aquél sacudió su capa y saltó detrás de un muro donde Lorenzana, al mirar, ya no vio nada, en la nada que ella fue desde cuando la quemaron en la Plaza de la Aduana, pues sólo entonces supo que allí había sido cenizas, que lo de la celda no había sido más que un artificio de su dolor para consolarle la vida que le tragaba las llamas. Supo, entonces, a su hombre brisa tibia de ceniza sobre ceniza en la ceniza de su rancho quemado, con él dentro, mientras aguardaba a Lorenzana, la noche que la llevaron a Cartagena de Indias.

Foto Jairo Restrepo Galeano©Federico Restrepo Navarro.
Lorenzana de Acereto facilitado por cortesía del escritor Jairo Restrepo para Aurora Boreal©.
Carátula Cada día después de la noche facilitado por el escritor Jairo Restrepo.


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