Un modo argentino de morir

ubaldo_perez_002Jamás tuve la intención de dedicar mi vejez a recordar un duelo tan limpio. Antes de los hechos que voy a referir ni se me habría ocurrido pensar, cuánto menos desear, que el baile del cuchillo pudiese llegar alguna vez a grabar mi nombre en la memoria de la gente y condenarme a mí a este oscuro exilio clandestino. Si las cosas se han dado de esa manera, no me queda más remedio que aceptarlo. Pero créanme que tengo que superar una gran resistencia interior para acceder a su pedido de relatar lo acontecido. No es por miedo a que me delaten. Se trata solamente de mi propia perplejidad ante lo que yo mismo he hecho. Que esto quede bien claro. Me parece una cuestión elemental de honestidad para prevenir a quien quiera armarse de paciencia y escuchar los sucesos de aquel 14 de enero.


Esa tarde Díaz del Solar estaba fuera de sí. Con las entrañas encendidas por la abundante carne asada que acabábamos de comer y la mente estallando de alcohol era más bien un esclavo de su ira que el soberano dueño de sí mismo que todos conocíamos. Es en estas condiciones en que se puso a desplegar sus teorías. Para nosotros fue una especie de revelación porque nunca le habíamos sospechado esa vena filosófica, ocupado siempre como estaba con los negocios del campo y las necesidades de representación social. Se le había hecho fama de muy buen asador y no parecía estar descontento con ella, puesto que se había pasado buena parte de la tarde preparándonos un asado excelente que él mismo se encargó de servir, secundado por dos de sus peones, preocupándose por atender con deferencia a cada uno de sus invitados. Cuando empezó a oscurecer hicimos una gran ronda alrededor del fogón y él se apareció con una colección de cuchillos de diverso tipo, cada uno con su historia personal, la que fue refiriendo con más o menos detalles hasta detenerse en uno, del cual dijo que había pertenecido a un compadrito de Corrales, cuyo nombre no entendí muy bien, pero que parecía ser bien conocido por varios de los presentes. Desde lejos su aspecto no ofrecía nada de particular y tal vez nadie hubiese reparado especialmente en él de no haber escuchado antes la historia que lo acompañaba. Lo único que sí llamaba evidentemente la atención era su filo cortante que hacía que cada uno lo tomara con sumo cuidado. Del Solar lo hizo pasar de mano en mano para que cada uno pudiera observarlo a gusto. Cuando me tocó el turno lo pasé casi de inmediato a mi compañero tratando de no prestarle demasiada atención porque el respeto casi sagrado que despertaba en algunos me resultaba por lo menos exagerado. Por otra parte, del Solar había tomado la palabra con la intención evidente de que todos lo escucháramos.
- ¿Hay una manera argentina de morir? - comenzó como si se preguntara a sí mismo en voz alta -. Pienso que sí, y que es mucho más determinante que lo que algunos quieren llamar un modo argentino de vivir. Esto último no existe. Hay tantos modos argentinos de vivir como hay argentinos, que lamentablemente ya no son tan pocos como éramos antes. Me dicen que ya hemos sobrepasado los treinta millones de habitantes. Con lo exagerado que somos no me sorprendería nada que esos números estuvieran inflados. Supongamos más bien, entonces, que somos la mitad. Lo mismo da: quince millones de argentinos, quince millones de maneras argentinas de vivir, una radicalmente distinta de la otra. Así que no me vengan con el modo argentino de vida, no me vengan con semejantes remedos de lo americano, que no hay nada más lamentable que la oposición por imitación. Como si quisiéramos decir: "¿No ven ustedes? nosotros también tenemos nuestro modo peculiar de vida, nuestro ser nacional..." ¡Por favor! ¡Hasta dónde pueden llegar la mojigatería y la obsecuencia! Lo que nos une a los argentinos no es la vida sino la muerte. Si alguien tiene dudas que se ponga a leer un poco en las páginas de Civilización y Barbarie. Todo el libro está proyectado y escrito sobre la base de un sentimiento muy específico, de una manera totalmente peculiar de enfrentarse con la muerte que Sarmiento describe como típica de estas tierras. Y ojo que no se queda solamente con la constatación de este hecho, sino que se aboca a la tarea de explicar tal actitud. La pone como resultado de la continua inseguridad y del peligro mortal que acechaban a los colonos en la inmensidad de las pampas, a esos colonos que él estaba tratando justamente de traer hacia aquí. ¿Se dan cuenta? La presencia constante de la muerte como amenaza indefinible habría servido, según él, para crear esa indiferencia ante la muerte violenta tan criolla, tan típica de estas latitudes. Desconfío de semejantes elucubraciones que por lo general no aclaran nada; yo no creo que sea posible explicar esas cosas. Pero lo cierto es que hemos inventado un culto sagrado a la muerte, perdón: al desprecio por la muerte, culto que continuamos rindiéndole con religiosa veneración. Dejémoslo así, como un dato primario, como una evidencia que solamente se puede constatar por la experiencia pero que ni tiene ni requiere ningún tipo de fundamentación racional.
Tales reflexiones crearon un gran silencio en torno a su persona y me hicieron olvidar los cuchillos que seguirían rondando, tal vez, de mano en mano, pero sin concentrar la atención como hasta ese momento.

Ubaldo Pérez-Paoli, argentino, Apl. Professor für Philosophie en la Universidad Técnica de Braunschweig, Lehrbeauftragte de Latín y Griego en la misma universidad y docente de Latín, Griego, Filosofía y Español en la Christophorusschule de Braunschweig.- Mientras menos se le teme a la muerte, más argentino se es. Recuerden ustedes la forma en que Borges resumía el Martín Fierro: como sueño de Hernández en una pieza de hotel. El gaucho que después de haber acuchillado de puro gusto a un moreno se dedica a realizar una serie de actos rituales con meditada lentitud para que a nadie se le vaya ni siquiera a ocurrir la mera idea de que está tratando de escaparse. Observa cómo el otro agoniza y se muere, se agacha para limpiar su arma, desata su caballo y monta despacio. Lo podemos imaginar alejándose al trote lento ante los ojos entre temerosos y admirados de los parroquianos. Son esos momentos los que me interesan particularmente: los que siguen al duelo. Antes y durante el duelo la amenaza de la muerte es hasta cierto punto calculable. Insisto: hasta cierto punto y nada más, porque está claro que nadie la puede tener absolutamente en su poder, pero al medir sus fuerzas con el otro, Fierro puede prever con alguna probabilidad el resultado del encuentro. Éste depende en buena parte de su agilidad y de su capacidad para adivinar cada uno de los movimientos de su rival y así poder adelantarse a ellos o reaccionar con velocidad. Pero ahora la contienda ha terminado: el negro hociquea en el suelo ante la mirada atenta de Fierro. Entonces comienza a desplegarse una indeterminación total. La mirada del gaucho, que antes estaba solamente concentrada en la contienda, debe proyectarse sobre la totalidad de los presentes. ¿Se habrá escapado ya alguno para dar cuenta de lo sucedido a la justicia? ¿Habrá alguien con agallas que quiera vengar la muerte del moreno? ¿Alguien dispuesto a pegar un salto y desafiar a Fierro a un nuevo duelo? ¿Alguien, o quizás varios, que intenten matarlo por la espalda? Nada de eso debe hacerlo temblar. Nadie debe siquiera sospechar que el vencedor se debate con tales pensamientos. Por el contrario: todos deben tener la absoluta certeza de que es dueño y señor de la situación y que el más mínimo movimiento fuera de lugar puede pagarse con la vida. Se aleja dándoles la espalda y acentuando con cada ademán su absoluta indiferencia y falta de miedo ante la muerte.
La voz de del Solar había ido ganando tal seguridad y tanta sonoridad que se había adueñado de todo el espacio a su alrededor.
- Recapitulemos: ¿por qué murió el negro? Por nada: porque Fierro había tomado de más y se le ocurrió arremeter con una andanada siniestra de criollas picardías que desembocaron en un duelo mortal. Traten de hacerle comprender sus chistes a algún europeo. Verán que no lo lograrán. La gracia de sus socarronerías sólo se comprende desde la perspectiva del desheredado hombre de campo que ve invadir su tierra por extraños de todas partes y hacerse añicos el orden social en el que había vivido hasta ahora. A este pobre desterrado que ha perdido su familia y sus bienes, que ha sido obligado a pelear contra el indio en la frontera y que ha conseguido desertar arriesgando su vida, se le hace demasiado amarga la ironía de ver dos personajes que hasta ayer mismo habían sido esclavos, dispuestos a divertirse en una fiesta como ciudadanos normales. La borrachera le hace exhalar toda la bronca acumulada sin un objetivo fijo. Su víctima es puramente casual y el resultado final completamente irrelevante para su propia situación, porque nada esencial se modificará en ella. Y después que este triste espectáculo ha finalizado, cuando Fierro ya ha dado muerte al negro ¿por qué no se escapa a toda velocidad para que no lo cace la justicia? ¿Por qué tiene que desafiar la muerte por segunda vez con su actitud lenta y meditada? ¿Una muerte mucho más probable y mucho más indeterminada a manos de vaya a saber qué agentes de la justicia? Por nada, simplemente porque no hay que tenerle miedo a la muerte, porque el criollo no le tiene miedo, ni mamado como está. Ha ido desarrollando un gusto especial en desafiarla, en jugarse una vez más esa partida que puede ser la última. Lo guía la seguridad de que nada cambiará con su eventual muerte, así como nada cambió con la del negro. Esa es la manera argentina de morir. Mientras a fines del siglo diecinueve y comienzos del veinte los filósofos europeos se rompían la cabeza para meditar sobre el sentido o sinsentido de la vida, el tipo de hombre que se iba gestando en estas tierras se hacía acólito incondicional de la religión del sinsentido de la muerte. Claro que las dos cosas van juntas: la vida se pone de manifiesto como confrontación constante con ese límite indefinido que le da o le quita sentido a todo lo demás. De manera que se trata, en el fondo, del mismo problema. Pero el argentino le ha tomado el gusto al sometimiento a esa despiadada disciplina de introducirse en él por el costado más difícil, el del desprecio por la muerte.
Hasta aquí los presentes habían seguido su razonamiento con concentrada atención. Algunos argumentos parecían convencer casi de inmediato, eran como centelleos de luz ante los que no pocos asentían espontáneamente con la cabeza, pero la tesis general sobre el modo argentino de morir no conseguía ganar la aprobación de nadie. La resistencia fue aumentando a medida que Díaz del Solar continuaba la ilación.
- Un boxeador argentino se enamora de una norteamericana de vida ligera y se apresta a entrar por la fuerza en la casa de... , digamos, su amigo oficial, para llevársela consigo. El argentino lleva oculto un cuchillo en la bota y se acerca parapetándose entre arbustos, plantas y piedras, dispuesto a jugarse la vida por su amada. El norteamericano, en cambio, lo espera desde la ventana con una escopeta de grueso calibre, le da la voz de alto que el otro no parece querer escuchar o tomarse en serio y al final lo levanta de un chumbo. ¿Por qué murió ese argentino? ¿No es la misma situación que la de aquel otro argentino, un cantor de folklore, que sale a hacer una especie de peregrinaje a caballo para homenajear a San Martín y muere en una ruta atropellado por un camión? ¿Ven ustedes la relación absurda, o mejor dicho, la carencia de proporción entre los términos que están en juego? El cuchillo es a la escopeta lo que el caballo al camión. ¿No es la misma relación que se observa cuando unos doscientos jóvenes y muchachas adolescentes se aprestan a atacar un destacamento militar y son masacrados por las tropas regulares que lo defienden? ¿No es la misma proporción que la de los pobres soldados de las Malvinas que van a pelear con armas obsoletas contra la maquinaria tecnológica de guerra más desarrollada hasta ese momento histórico? Nótese bien, por favor, que no estoy dictando ningún juicio moral. Simplemente estoy hablando de cálculos de probabilidades, de valoraciones fácilmente mensurables de lo que es realizable y lo que no lo es. ¿Quién no ve que el argentino está naturalmente dispuesto a desafiar todo tipo de lógica y despreciar las evidencias más claras cuando se trata de poner en juego su propia vida?
Aquí las objeciones aumentaron de forma vehemente. Es que los argentinos no sabemos discutir sin apasionamiento, y ya la sola mención de la guerrilla y de la agresión británica a los derechos más elementales despertó espontáneamente la indignación de muchos de los presentes, independientemente de la opinión a que cada uno adhiriera. Hubo quien amenazó con levantarse e irse y la discusión parecía casi condenada a tener que interrumpirse. Si no fuera porque se me ocurrió intervenir a mí. Maldigo el momento en que lo hice. Pero ya está hecho. Si hay algo que no puedo soportar son esas ridículas generalizaciones y nuestra endémica tendencia a simplificar los problemas planteándolos de tal manera que desde un comienzo ya está cantada la solución. Habrá argentinos que tengan esa postura ante la muerte, cómo no, pero hay tantos otros - y estoy seguro de que son infinitamente más - que son capaces de vivir en la última miseria y padecer las humillaciones o vejaciones más deleznables con tal de prolongar aunque más no sea un par de segundos su lastimosa vida. "Aunque estén sentados sobre aguda cruz", pensé casi espontáneamente para mis adentros, remedando el lamentable canto de Mecenas sobre el apego a la vida, pero avergonzándome al mismo tiempo por mi creciente costumbre de ver la realidad como mero reflejo de la literatura. Por supuesto que no permití ni que se cruzara por mi mente la posibilidad de largarme a citar esa frase o algún otro latinajo en situación semejante.
- Tus ejemplos son tan controvertibles como arbitrarios - le dije - . Vos mismo hablabas de quince millones de formas argentinas de vivir. ¿No habría que decir lo mismo de las formas argentinas de morir, es decir: de querer evitar la muerte a toda costa? ¿Por qué no cambiamos los ejemplos y elegimos el caso del oreja, del botón, del soplón, del falluto de la calaña que sea, incluso del torturador? ¿Te parece que ellos están tan dispuestos a desafiar la muerte? Pero para no irnos demasiado lejos: cualquier hombre de la calle le tiene tanto miedo a la muerte como cualquier otro ciudadano del mundo y estaría dispuesto a hacer lo que fuera con tal de vivir unos segundos más. Aquí no hay ninguna diferencia entre propios y forasteros.
El rostro de del Solar se puso de un rojo intenso. Ignoro qué pensamientos cruzaron por su mente en esos instante, pero a juzgar por las apariencias no deben haber rebozado de filantropía. De todos modos se abstuvo de todo tipo de injuria o agresión verbal.
- Justamente, es eso a lo que no me refería. Me resulta imposible hablar de los millones de argentinos idénticos a los millones de millones del resto de individuos que andan sueltos por el mundo. ¿Cómo poder identificar a tales individuos? Cada uno es igual a cada otro y da lo mismo que se encuentre aquí o en cualquier otra parte del universo, porque no hay ningún rasgo que lo distinga de modo tal que pueda hacerlo miembro de una nación más bien que de otra. Solamente estoy hablando de aquellos que por algo se han ganado el nombre de argentinos y sostengo que ese algo es nuestra peculiar actitud ante la muerte.
La respuesta me tomó de sorpresa porque, contrariamente a lo que yo esperaba, no carecía de todo sentido y además parecía largamente meditada. De golpe tuve la certeza de que las teorías de del Solar no eran el producto momentáneo del exceso de carne y alcohol, sino algo que lo tenía evidentemente preocupado y atareado desde hacía mucho tiempo. Su efervescencia sólo parecía haber sido un pretexto para dar el golpe inicial; a medida que discurría, su acento se hacía cada vez más aplomado y reflexivo. Me di cuenta de que la discusión se iba a poner dura.
- Pero ¿a cuántos individuos se reduce entonces el país de los argentinos? Si dejamos de lado tus dos ejemplos más controvertidos, el de los guerrilleros y el de los soldados de las Malvinas, con cuya interpretación no ha estado de acuerdo casi ninguno de los aquí presentes, solamente nos quedamos con dos figuras reales aisladas, la del boxeador y la del folklorista, aparte de eso con un personaje totalmente ficticio inventado por un escritor, el del Martín Fierro, y con la reflexión de otro escritor sobre ese personaje. El botín no es especialmente rico...
Aquí debo reconocer que la reacción de del Solar me dejó casi desarmado. A medida que avanzaba la discusión parecía adentrarse cada vez más en sus propias reflexiones y lejos de debilitar sus argumentos, era como si cada nueva objeción le diera la oportunidad para confirmarlos e incluso para que cobraran una fuerza nueva. Lo cierto es que yo mismo me iba dando cuenta de que me estaba dejando convencer por ellos.
- ¿Y qué patrón de medida te parece mejor para medir a los argentinos que la poesía de dos de nuestros mejores escritores? Porque convengamos en que en ambos casos no se trata de una ocurrencia dicha al pasar, como si el Martín Fierro pudiese existir sin ese tipo de contiendas o la obra de Borges sin sus reflexiones sobre el compadrito y el cuchillero. Muy por el contrario: la gratuidad religiosa con que el argentino se dispone a jugar su vida entreteje la trama más íntima de ese telón que está siempre presente en ambas formas de la literatura y que constituye el trasfondo que presupone cada una de sus palabras y cada uno de sus pensamientos. Tal vez les sorprenda que hable así de toda la literatura de Borges, pero creo que esa sorpresa es producto de una fácil confusión provocada por su aparente europeísmo y la aparente variedad de la riqueza de sus escritos. Todos ellos se reducen a un par de reflexiones sobre Buenos Aires y sobre el destino inexplicable de una persona, el individuo Jorge Luis Borges, en este inexplicable Sur. ¿No fue él quien acuñó el nombre de la secta del cuchillo y el coraje para caracterizar a esa extraña estirpe que pobló las orillas de Buenos Aires cuando se preparaba la inmigración con toda su violencia? ¿No hablaba él de la fiesta y la inocencia del coraje para referirse al oficio de los soberbios cuchilleros? ¿No ensalzó su abnegación, diciendo que se acuchillaron sin odio, lucro o pasión de amor, poniendo de manifiesto así la falta total de un objetivo determinado para su juego mortal? ¿La mort pour la mort? La descripción que más se acerca a lo que estoy diciendo, se encuentra en una de sus milongas: Alejo Albornoz murió, dice allí, como si no le importara. Si completamos esta descripción con la que hace del Ño Calandria, tenemos la versión completa del argentino de valor: vivió matando y huyendo, nos relata sobre él en otra milonga, vivió como si soñara. ¿Ven ustedes lo que digo? Vivir como si se soñara y morir como si a uno no le importara, ¿no es este el más formidable resumen de lo que es un argentino que merezca ese nombre, la más bella descripción de lo que fue el mismo Borges?
La reacción a estas últimas observaciones fue tumultuosa. La división espontánea entre dos grupos que provocaba la mera mención del nombre de Borges en vida, se produjo aquí también con la misma naturalidad cargada de violencia, como si su muerte, lejos de zanjar las diferencias, las hubiera llevado a límites más extremos. La manera de pensar de los argentinos, si es que se la puede llamar así, va tan unida a nuestras susceptibilidades que somos poco capaces de seguir con serenidad una línea argumental sin reaccionar de forma casi epiléptica ante la sola mención de personas, hechos y situaciones, saltando de un sentimiento al otro de acuerdo con cada uno de los puntos sensibles que los mismos nos vayan tocando. Así variaba la expresión de los oyentes, defensores como detractores, según el curso que tomaban las palabras en una o en otra dirección.
- Me resultaría imposible dar un juicio sobre toda la obra de este escritor - dije, arrepintiéndome mientras lo hacía, por el carácter involuntariamente irrespetuoso de mis palabras, al tratar nada menos que a Borges de este escritor, como si hubiera muchos de su linaje. Pero por cierto que de alguna manera obscura me estaba inquietando la puesta entre paréntesis de todo el resto de nuestra literatura, - lo que no me convence es caracterizar de ese modo a los argentinos. Permitime llamar idealización a este tipo de descripciones. Suponiendo que Borges haya pensado realmente así de los argentinos, cosa que todavía no creo, debemos convenir en que se trata de una reducción bastante grosera. El cuchillero es un producto aislado y ni siquiera típico de nuestro país. Lo mismo sucede con el culto del valor y del desprecio por la muerte. Estas cosas se pueden encontrar por todos lados. Miren, si no, la predisposición a la guerrilla, al bandolerismo, al coraje y al desafío a la muerte en toda Latinoamérica (en Perú o en Colombia, por ejemplo, nada más que para citar dos nombres) o, si prefieren, el peligro desnudo ante la muerte: piensen en los palestinos, en los iraquíes, en los yugoslavos durante su guerra civil, piensen incluso en cualquier tipo de mafia, sea la americana, la italiana o la rusa. En muchos países del mundo, tal vez en todos, hay miles de jóvenes dispuestos a jugarse la vida por un ideal o por un pedazo de pan.
Díaz del Solar me miró casi con compasión.
- Pero, ¿no te das cuenta que estás errando justamente en lo fundamental de mi propuesta, que es la carencia total de objetivo en el juego por la muerte que le gusta al argentino? Por supuesto que en todos los pueblos hay hombres valientes, dispuestos a morir, sobre todo los jóvenes. Lo que yo sostengo es que el argentino quiere morir por nada, para nada, que lo que busca en el juego a vida o muerte es el desafío a la muerte misma sin ningún otro objetivo ni fundamento. Nada más lejos de ello que el joven árabe que muere por sus ideales fundamentalistas, equivocados o no. Y mientras más madura el argentino más le gusta jugar este juego. No se trata de una mera locura de juventud, ceguera o falta de experiencia que pudiese desaparecer con la sabiduría y la serenidad que va dando el curso de los años. Se trata de una actitud radical que nos define desde el día mismo en que nacemos y nos acompaña como nuestra propia sombra hasta que la llevamos a cumplimiento.
Sus palabras resuenan todavía con perfecta claridad en mis oídos y lo veo frente a mí como si estuviese presente aquí mismo. Ya debíamos haber pasado mucho tiempo en la discusión porque la obscuridad había avanzado y parecía como si el resto de los presentes se hubiera esfumado o trasladado hacia los entornos, como formando un círculo alrededor de un escenario solamente habitado por nosotros dos. La luz que nos iluminaba parcialmente provenía de las brasas aún candentes de la parrilla. El resto era penumbra.
- Supongamos que así fuese - repuse -¿cuál sería el mérito de ello? ¿No escribía el mismo Borges que el morir es moneda corriente, que morir es una costumbre que suele tener la gente? ¿Qué tiene de peculiar el buscarla? Se trata sólo de adelantar un poco los acontecimientos, de hacer que suceda hoy lo que de todos modos iba a pasar mañana.
- Pero justamente de eso se trata - retrucó del Solar con mirada triunfante. - Con tus palabras me estás dando la razón y manifestando con toda claridad que sos un argentino, que pensás y sentís como un argentino. No hay ningún mérito en matar ni en dejarse matar. Porque la muerte pertenece a los avatares de la vida como hay tantos miles de otros. Esa postura es argentina. Es cien por cien argentina. Es exactamente lo que nos decía Sarmiento.
Aquí del Solar casi gritaba de gozo mientras paseaba su mirada en derredor como requiriendo el consentimiento de los presumibles presentes, o tal vez habría que decir mejor: de los espectadores, ante una conclusión que le parecía tan evidente. Debo confesar que esa actitud me sacó de mí mismo. Una de las cosas que más detesto en nosotros es el apasionamiento que ponemos para discutir y por eso trato de evitarlo en la medida de lo posible. Pero muchas veces no puedo contra él. Aquí me excité de tal modo que me puse a reír casi como un loco.
- Pero ¿de qué Argentina me estás hablando, del Solar? ¿La Argentina de Borges, de Sarmiento, de Hernández? Esos señores sueñan la Argentina, y la sueñan con mente europea, del mismo modo que la soñaron nuestros abuelos, que la soñás vos y que la sueño yo, porque no tenemos ninguna posibilidad de soñar de otro modo. Toda la Argentina no es otra cosa que un sueño europeo, ¿entendés? Argentina es un sueño europeo. Soñado por europeos, desde Europa o desde esta parte de América, lo mismo da, lo cierto es que nunca hemos dejado la cuna en la que hemos aprendido a sentir y a pensar y desde la que somos capaces de proyectar, imaginar o concebir cualquier cosa. Y los pocos ejemplos reales que vos ponés no son sino la concreta realización de esos sueños, hecha metódicamente y de acuerdo a pasos cantados con antelación. Borges mismo decía que sus años vividos en Europa habían sido ilusorios, que él estaba siempre en Buenos Aires. ¿De qué modo, me querés decir? ¿De cuál otro si no a través del pensamiento, soñando y resoñando esa Buenos Aires que iba a dedicarse a contarnos de memoria después de su retorno?
- ¡Un sueño! - gritó del Solar triunfante - ¡Nuestra Argentina es mucho menos que eso, si querés, la mera sombra de un sueño! ¡Pero todo sueño quiere vida! ¿De qué valdría la profunda eternidad del sufrimiento que se descarga sobre un sueño si no consiguiese arrancar para sí aunque más no sea por un día ese amor abrasador que colma la fascinante superficie de la vida? ¡Todo sueño quiere vida, la quiere profundamente, eternamente!
No espero (y mucho menos les pido) que comprendan mi estupor ante el súbito desborde de imágenes, palabras y pensamientos de la más variada proveniencia. ¿Del Solar leyendo, más aún aprendiendo de memoria a Píndaro, a Calderón, a Nietzsche? No se trataba de mi perplejidad ante la súbita presencia entre nosotros de semejantes pensadores, justamente después de mi prevención ridícula para citar una sola palabra de Séneca. Tampoco se trataba del colosal trastrueque de planos entre los tres autores. Esto era a lo sumo una mera señal de lo realmente inquietante: la impresión de que del Solar se había pasado mucho tiempo meditando y aprendiéndose de memoria el texto que estaba recitando, es más, cada uno de los actos que estaba realizando, como si estuviera poniendo en escena una obra de teatro largamente ensayada en la cual había venido a caer yo para desempeñar un papel perfectamente predeterminado. Con insospechada velocidad extrajo un cuchillo de la parte posterior del cinturón. Pensé que era el que había usado para asar y espontáneamente casi me eché a reír de nuevo, pero de inmediato comprobé que se trataba exactamente del mismo modelo de aquel que habíamos estado admirando con tanta atención y que yo también tenía ahora justamente y sin saber cómo en mi derecha. Tampoco sé si puedo trasmitir lo que sentí en ese momento. De pronto estaba yo de pie con un arma en la mano frente a otro hombre que en las mismas condiciones que yo me estaba retando a duelo. La oscuridad se había hecho completa a nuestro alrededor y las brasas de la parrilla parecían brillar con más intensidad. Casi el mismo brillo ostentaban los ojos de del Solar emergiendo de la penumbra. En el fondo, alguien se había puesto a pulsar una guitarra rasgueando un aire de milonga. Todos los elementos de su puesta en escena eran reales, no había ni asomos de broma, de duda o ni siquiera de falta de premeditación en cada uno de sus actos. ¿A dónde se habían ido los demás? Adivinaba la presencia evidente de muchos de ellos en círculo alrededor de nosotros, pero nadie se atrevía a moverse o decir palabra, como si estuvieran aguardando un espectáculo que en cualquier momento tuviera que comenzar.
Y por lo que a mí respecta, yo había caído de la manera más tonta en una trampa fatal. Del Solar quería batirse a duelo conmigo. Lo deseaba desde aquel día en que nos conocimos, dos años antes de esta historia, cuando se acercó a mí con humildad para alabar mi canto. "Te felicito", me había dicho en aquel momento, "conozco muchos cantores y muchos guitarreros, y no de los peores, pero ninguno que sea capaz de poner tanto sentimiento en lo que hace ni de trasmitir de una manera tan intensa las cosas que dice". "Gracias", le había respondido yo con timidez, ignorando, como siempre me sucede en estos casos, si se trataba de un elogio o de un consuelo, "pero mencionás justamente el problema más difícil de superar para mí: mientras canto tengo que luchar contra las lágrimas que se me vienen encima y muchas veces me ahogan y no me dejan terminar los versos. Y cuando acabo un recital quedo tan abatido que ya no puedo articular pensamiento ninguno. De algún modo tendré que terminar con esto: o consigo controlar mis sentimientos o dejo de cantar."
Recuerdo que en aquel momento su rostro me produjo miedo. Nunca me fue tan clara la impresión del relampagueo en una mirada. Fue como si al mirarme sus ojos sólo me hubiesen devuelto el reflejo fugaz de una luz incandescente que tuviese como único propósito el encandilarme para ocultarse detrás de su fulgor y luego apagarse de forma definitiva y quedarse sin expresar absolutamente nada. Allí me pareció comprender por primera vez lo que queremos decir cuando hablamos de una mirada ladina. "Indio ladino" se me ocurrió casi compulsivamente. No es que del Solar presentara algún tipo de rasgos indígenas ni mucho menos (aunque quién puede saber algo así con certeza en estas latitudes sin conocer a fondo la historia familiar del individuo del caso); muy por el contrario: su estampa, sus modales y sobre todo la seguridad autocrática de sus actos delataban la antigüedad de su estirpe hispana. No se trata de una cuestión de raza ni de sangre, sino de ese desplazamiento de planos y de perspectivas que hace que un europeo en Argentina no sea lo mismo que en Europa y que sus cualidades, estados de ánimo o actitudes no se dejen descifrar por los mismos códigos. Tal vez los españoles hayan sentido algo parecido ante el habla romance de los moros llegados del norte del África. En todo caso el carácter de "latino", o "latinizado" que resuena en esta expresión no se refiere a otra cosa que a ese desfasaje que resulta del transplante de culturas y que impide constatar si un acto, gesto o palabra es genuino o no, aprendido o natural, mejor dicho: correctamente descifrable o no, de acuerdo con los cánones que uno está acostumbrado a utilizar. En Argentina nada pone de manifiesto tan claramente esta des-relación, ese dislate, como la mirada inescrutable, por momentos airada, a veces rencorosa pero casi siempre irónica y sobradora del criollo. Este último atributo, "sobrador" es un modo excelente de caracterizar semejante actitud. Como quiera que uno trate de apresar la mirada del criollo, ella estará siempre "más allá", escapándose a todo intento semejante, devolviéndonos una superficie vana y engañosa.
De modo que yo tampoco había comprendido entonces el por qué de esa mirada. Pero ahora, al tener a del Solar frente a mí con su cuchillo brillando intermitentemente en la semipenumbra y moviéndose cadenciosamente como si siguiera el ritmo del estilo de milonga que se escuchaba al fondo, me invadió la desconcertante certidumbre de que me estaba acusando de aquello mismo por lo que me había alabado y que sus palabras lisonjeras solamente habían sido producto de su atávica cortesía que, tal vez sin pretenderlo, impedía ver el profundo desprecio que sentía por mí. Como buen imbécil que soy, yo había creído en sus palabras aunque sólo se tratase de su versión más lastimosa, algo así como: "ya que no sabés cantar ni tocar la guitarra, por lo menos lo hacés con sentimiento". Uno de mis rasgos más despreciables consiste precisamente en que a pesar de mi gran resistencia racional a aceptar cualquier tipo de alabanza que se me haga, en el fondo me la creo. Y aunque no me crea que se refiera a alguna cualidad positiva en mí, porque considero que me conozco bastante bien como para saber que no tengo ninguna, sí me creo que el que la hace se cree que yo la tengo, como si yo dispusiera de algún encanto especial para hacerle creer cositas lindas a la gente. Pero, pensándolo bien, del Solar debería sentir el mismo desprecio que Borges por el sentimentalismo de algunos tangos que yo había cantado. Y sin embargo, sus palabras me habían resultado muy sinceras en aquel momento.
Un escalofrío me recorrió la espalda con la sola confrontación de los dos extremos de mi duda: ¿era admiración o desprecio lo que del Solar sentía por mí? ¿O las dos cosas al mismo tiempo? No sé si meramente me lo estaba imaginando, pero suponer esa capacidad de tener sentimientos tan contradictorios con respecto a una misma persona y en el mismo momento fue lo único que me provocó miedo ante su ataque. Como si yo también hubiera aprendido mi papel de algún manuscrito, le desvié el hachazo hacia arriba con el antebrazo. No fue difícil adivinar el momento del golpe, porque venía con ritmo de milonga. Creí que con mi reacción sólo había golpeado su brazo, al menos tal fue el sacudón violento que sentí, pero el pequeño hilo de sangre que comenzó a correr inmediatamente del mío me demostró lo contrario, aparte de darme la señal segura, si es que falta me hacía, de que toda aquella escenificación era real y que el duelo iba en serio, que no estábamos actuando sobre algún escenario imaginario, sino pisando la fértil tierra de la provincia de Buenos Aires. La fuerza de mi rechazo hizo trastabillar a del Solar, quien sin embargo se recuperó de inmediato. Comenzamos a bailar una rara danza en círculo, semblantéandonos mutuamente, midiéndonos uno al otro con la mirada, tratando de prever cada movimiento con minuciosidad. Cuando uno amagaba, el otro se cubría de inmediato, cuando uno lanzaba un planazo, el otro ya estaba dispuesto a evitarlo o a pararlo con el poncho. Con el poncho, sí, que no me pregunten cómo ni de dónde, pero que de algún sitio habíamos sacado.
No tuve tiempo para pensar en esas cosas, aunque el horror me invadió cuando advertí que estábamos los dos vestidos totalmente de negro. De puro miedo ni me atreví a mirar hacia abajo, pero un brillo inconfundible me hizo saber que estaba peleando, o bailando, o lo que fuere con zapatos de charol. ¡Yo que había ido de vaquero y mocasines! Del Solar aprovechó este momento de vacilación: dando un salto feroz hacia adelante enfiló resueltamente su acero hacia mi abdomen. Fui más rápido que él; no sólo logré esquivar el chuzazo con una finta, sino que fui a clavarle el cuchillo por debajo de la zona torácica. La facilidad con que se introdujo en su carne vino a confirmar macabramente las observaciones que habíamos hecho al comienzo sobre lo cortante de su filo. Del Solar se sobrecogió, dejó caer su arma y se tambaleó aferrándose con ambas manos a mi brazo y a la empuñadura de la mía para no caerse del todo. No aflojé, a pesar de la angustia que me invadió al sentir el calor de su sangre corriendo por mi mano, sino que juntando todas mis fuerzas empujé mi cuchillo cuanto pude hacia adentro y hacia arriba y lo mantuve con firmeza algunos instantes mientras sentía cómo del Solar terminaba colgándose del mismo.
Al fin levantó su vista y me miró fijamente. Por una vez creí comprender lo que sus ojos me decían. No fue su mansa reconvención ni su lenta sorpresa por lo inesperado del desenlace lo que más hondo me llegó, sino su misericordia. Evidentemente del Solar se estaba apiadando de mí, de la ingenuidad incurable con que fui a cumplir cada uno de los pasos que él me había dictado, como si yo no hubiese sido más que un hijo de su propia imaginación, un hilo más de la trama que había urdido minuciosamente. Seguramente no me había dado demasiadas probabilidades de vencer dentro de sus cálculos y su derrota le resultaba hasta cierto punto inesperada, pero posible dentro de todo el juego, como un avatar más entre tantos otros. De todos modos no hubiera podido seguir viviendo después de ella. Quién sabe en qué estado hubiese quedado de continuar con vida. Mas sin duda no era eso lo que lo preocupaba. Simplemente se había propuesto un duelo a vida o muerte. Él había decidido que uno de los dos tenía que morir y la suerte ya estaba echada. De modo que cuando vi que lo iban abandonando las fuerzas tomé mi resolución sin reflexionar demasiado, saqué el acero y se lo hundí dos o tres veces más, al compás de los últimos acordes de la guitarra.
Ahora, desde la distancia, me invade a veces la duda y pienso que tal vez lo horrorizara la idea de tener que soportar el reproche de sus amigos por haber iniciado una contienda mortal sin razón alguna aparente, o incluso el temor ante la humillación de haberla perdido de forma tan clara. ¿O quizás había querido encubrir la vergüenza de no haber obrado movido solamente por la gratuidad o la altanería, sino por algún motivo más obscuro, como la envidia? ¿Ni desprecio ni admiración, sino pura y simplemente envidia? ¿Y si todo hubiese sido pensado y calculado con tal minuciosidad desde las profundidades de un inconfesable resentimiento? ¿Tal vez desde mucho antes que nos conociéramos? Pero también es posible que yo haya sido un mero pretexto en el laberinto de sus elucubraciones, que él haya estado esperando el momento propicio para poner en funcionamiento el engranaje de la maquinaria que venía perfeccionando y aceitando todos los días. Casualmente fui a caer yo en el eslabón preciso de la cadena indicada. ¿Por qué no? A tanto no llegaba mi capacidad para descifrar el presunto mensaje de sus ojos. Cuando me miró por última vez tuve la impresión de que su mirada era más ladina que nunca y que se iba a ir llevándose consigo el secreto más íntimo de todas sus verdades. ¿Tal vez tuvo miedo ante sí mismo? Quién podría asegurar semejantes cosas. La certeza es un elemento enteramente ausente de nuestra experiencia con las personas: con certeza nunca se puede saber nada sobre nadie. Pero la sospecha de que por debajo de su orgullo del Solar hubiese estado movido por los sentimientos más abyectos no ha dejado de inquietar mis pensamientos desde entonces. Sea como fuere. Sea que del Solar haya muerto como el verdadero argentino de sus teorías o no, ustedes se darán cuenta de mi situación. Con sus ojos sobradores e inescrutables me estaba implorando la muerte. No soy de hacer favores así nomás ni me gusta comprar la aprobación de la gente con el solo hecho de mostrarme generoso, pero sus ideas habían producido una fascinación sobre mí de la que no me quise escapar. Me sentía parte integrante del complicado juego inventado por él sobre la base de su tesis y con el solo objeto de confirmarla. Tenía que refrendarla con mi mano, tenía que desempeñar hasta el final el papel que él me había asignado en esta tragedia. Descréanme, si así lo prefieren (debe haber muy pocas cosas que me resulten tan indiferentes), pero estoy seguro de que existe también una manera argentina de matar.
Resignado, limpié mi cuchillo y la mano ensangrentada en el césped, ordené un poco el puño de la camisa y la manga del saco procurando no ensuciarme la izquierda, desenrollé el poncho para tirármelo sobre el hombro, acomodé mi chambergo y me alejé en busca de mi coche con lentitud, como midiendo cada paso. No fuera cosa de que alguien creyese que me estaba escapando. Sentía caer pesadamente sobre mis espaldas el odio y la admiración, el miedo y el respeto de los curiosos.

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