En un antiguo buque de carga

gabriel_uribe_003Lo despertó el rolido del buque, como si navegaran en alta mar. Al principio creyó que era un sueño, luego se dio cuenta de que estaba todavía en su camarote, en el barco que había tomado tres días antes y donde, si todo seguía su curso normal, no iban a demorar en venir a llamarlo para el desayuno. No tomaría jugo de naranja esta vez, ya había tomado bastante desde su regreso a estas tierras, lo suficiente para desquitarse de la falta de verdaderos jugos allá en el viejo continente.

 


Esperó un rato y nadie vino. Los rolidos del buque eran muy fuertes, como si hubiera tormenta, pero no se oían truenos. Se levantó teniendo cuidado de no golpearse contra las paredes, los tabiques de madera de ese camarote que le parecía tan estrecho. Era él uno de los tres hombres que viajaban solos. Los demás habían subido al barco con sus esposas y algunos con su familia completa. Le pareció raro que a estas horas no se oyeran los niños, siempre se levantaban muy temprano y correteaban por las galerías de ese buque de carga convertido en barco de pasajeros. A pesar de la buena voluntad de los ingenieros por adecuarlo, se notaba, bajo la apariencia de un transporte para viajes de placer, el aspecto adusto de un bastimento de carga pesada.

 

Gabriel Uribe Carreño. Colombia 1947. Reside en Francia desde 1980. Obras: Maquiavelo en Verona, (1998) novela histórica ambientada en el Renacimiento, El último retrato de Cecilia Tovar (2006), FOMINAYA (2010). Nicolás Maquiavelo: La conducta de los poderosos (2006).Los pisos eran altos y los camarotes habían sido construidos a la carrera, se veía, con maderas demasiado livianas, quizá confiando en que la corriente del río no tendría nunca la fuerza de las olas del mar. De todos modos, pensó Santiago, los rolidos en ese momento eran muy fuertes.
De pronto el barco empezó a golpear contra algo, golpeaba y rebotaba; Santiago se sentó en el catre, y esperó. Los marineros no tardarían en hacer alguna cosa; seguramente el barco había atracado para aprovisionarse de combustible; raro, pues después de la parada de la noche anterior no estaba prevista ninguna otra hasta fines de la tarde, y, según le decía su cuerpo, en este momento no debían de ser más de la ocho de la mañana.
El barco siguió en su vaivén, golpeando, con insistencia, y a Santiago le seguía pareciendo eso extraño, era como si expresamente dejaran que el barco se averiara contra algún muelle. Se levantó tambaleándose y salió a la cubierta. No había nadie. Comprendió por qué no se oían voces de chiquillos. No supo por qué lo hacía pero se mantuvo quieto un instante, como esperando que sucediera algo. La cubierta estaba completamente desierta. La recorrió de todos modos de un extremo al otro. Nadie. Iba a subir apresuradamente a la cabina de mando, pero en ese instante se abrió la puerta de un camarote, allá en el fondo, y apareció una mujer. Santiago le dio los buenos días, tranquilizándose ya, y la mujer le contestó haciendo apenas una ligera venia; iba a regresar a su camarote pero entonces ella, sin moverse donde estaba, dijo algo. Santiago se volvió, giró sólo el cuerpo hacia ella, a ver qué se le ofrecía. La mujer le sonrió, le habló luego, pero el ruido del barco golpeando (¿contra los pilotes de la orilla?) no dejaba oír. Ella tuvo que gritar, dijo que el pasaje completo había descendido, pero que ella no quiso ir con los otros, de todos modos el barco no iba a demorar en partir. Ah, entonces sí habían atracado, pensó Santiago. Le preguntó si el barco se había detenido por alguna emergencia y ella dijo que no sabía, que en todo caso todo el mundo había bajado, menos ella, (¿creyó estar sola en el barco?) pues le daba miedo salir a esos parajes, todo era muy bonito visto desde la orilla, pero allí, en tierra, a ella no le gustaba. Santiago se fijó en su cara, larga, angulosa, en su piel blanca levemente aceitunada y sus ojos claros, casi grises, pero por el acento se veía que no era extranjera, tenía que ser alguien de aquí, pero alguien a quien no le gustaba la selva. Desde ayer el barco se adentraba en una especie de túnel de intensa verdura. Santiago la miró perplejo. Como si la mujer adivinara su inquietud dijo que sólo había tomado este barco por puro azar, sin cuidarse de su itinerario, necesitaba unos días de reposo, pero que estos parajes siempre le habían dado miedo. Luego se excusó, dijo que iba a recostarse, que ojalá vinieran pronto los que habían descendido, quería que terminara pronto ese viaje, sabía que también ese día iba a sentir náuseas, como las había sentido todas las mañanas desde que comenzó la navegación, la sofocaba ese olor vegetal, tan intenso desde que el río empezó a internarse más y más en la selva. Cerró luego la puerta de su camarote con delicadeza y Santiago quedó solo en el pasillo, mirando la cubierta hasta el fondo, completamente desierta. Alrededor del barco todo era verdura densa, sofocante, quieta, sólo el río se movía, corría anchurosa y calmadamente. No se veían muelles, ni puerto, ni un caserío, nada. ¿Dónde se habrían metido los que bajaron? El barco seguía golpeándose contra algo. (¿Restos de antiguos pilotes?)
Regresó a su camarote sosteniéndose de la barandilla. No iba a dejarse asustar por unos rolidos, ni siquiera había tormenta, ni por la extraña impresión de aislamiento en plena selva que experimentaba en ese momento, ni por esa mujer que más parecía una aparición que una persona de carne y hueso. Trató de convencerse a sí mismo de que el barco era suficientemente sólido para este tipo de viajes por río, y que incluso si los de la tripulación eran gente inexperta no podía haber mayor peligro. Me estoy comportando como un ingenuo turista extranjero, se dijo.
De pronto pensó que era curioso que la mujer y él fueran los únicos pasajeros a bordo en ese momento. ¿Pero a qué habrían descendido los otros? Curioso le pareció también el no haberse despertado cuando la gente empezó a bajarse del barco. No los había sentido. Como si hubieran abandonado la nave sigilosamente. Eran más de cuarenta pasajeros en total, y además es sabido que los niños, cuando se trata de embarcarse o de bajar de un barco siempre hacen más bulla de la acostumbrada. Para él, el viaje había comenzado tres días antes, pero había pasajeros que venían navegando desde hacía más de una semana, venían de lejos, algunos de cerca del mar, y la noche anterior había conversado con una pareja que provenía de la desembocadura misma del río, un viejo puerto. Pero por lejos que vinieran, todos eran de aquí. El no. El había regresado a su tierra, sí, pero de cierta manera había dejado de ser de aquí. ¿Por qué? Había hecho este viaje de vuelta a su patria en avión hasta la capital, y en avión había ido en seguida hasta su patria chica, en el interior del país. Pero luego, por una especie de nostalgia, de compromiso con la geografía de su tierra, que él había descuidado por años, y con un sentimiento de culpabilidad tardía, decidió hacer ese viaje fluvial, tocar el corazón mismo de la nación, aunque fuera sólo en una breve trayectoria, justo la de la parte del río que atravesaba la selva, pero que, en un barco como ése, resultaba una lenta navegación de varios días. Pasado mañana desembarcaría en un puerto del interior, desde donde regresaría a su ciudad, pero esta vez por tierra. Y eso sería todo. Satisfecho entonces podría volver al continente viejo y contar que conocía su río, el majestuoso río cuya fama corría por todo el mundo y que, según la leyenda, tenía recodos tan anchos que de una ribera a otra la tierra no se divisaba. Leyendas, decía Santiago, leyendas, porque desde que se había embarcado jamás había visto tal cosa. El río era grande, tumultuoso a veces, de corriente sostenida y ensenadas anchas, con quietos remansos de agua calma, y con numerosos afluentes, pero en todas partes se tenían como puntos de referencia las dos riberas opuestas. Esa historia de mar interior era pura fábula, pensó Santiago.
Los golpes de la embarcación contra orilla repercutían en todo el barco, como si estuvieran martillando con un martillo gigantesco; pero los golpes que Santiago estaba sintiendo en ese preciso momento eran otros, muchísimo más suaves, casi un roce ligero comparados con los otros. Santiago se puso a la expectativa. ¿Qué pasaba? Escuchó de nuevo, y era como un frotar de dedos: entonces comprendió. Alguien llamaba insistentemente a su puerta. Ah, sí -se dijo-, es el desayuno. Lo pensó, pero no se movió aún del camastro. Los que habían descendido del barco por alguna razón inexplicable, habían vuelto ya -se dijo-, y ahora todo volvería a la normalidad de un paseo por el río en barco. Pero recordó entonces que tampoco ahora había sentido los juegos, las voces de los niños, el correteo que llenaba de vida la cubierta en los días anteriores, ruido a veces fastidioso pero que ahora, en medio de este extraño silencio, le parecía algo necesario. Se puso de pie para abrir la puerta, pero no la abrió. No, más valía no hacerse ilusiones. Nadie había vuelto a subir al barco, pensó. El silencio era completo. El roce en la puerta podía ser el de la rama de un árbol, eso también lo decía la leyenda, había plantas carnívoras que... Pero tocaban de nuevo, de la misma manera que antes, como un roce con los dedos, y entonces por primera vez desde que había vuelto a poner los pies en su tierra natal tuvo una extraña sensación, vecina del miedo. Abrió la puerta como el que acepta un desafío. Sintió un alivio parecido a la decepción: era la mujer de antes.
Preguntó si le permitía entrar y Santiago abrió con un gesto caballeroso completamente la puerta. Ella se metió al camarote como si la persiguieran y explicó que sin duda la tormenta tan anunciada por la radio la tarde anterior iba a resultar cierta. Santiago se dio cuenta de que en efecto la fuerza de los rolidos del buque había aumentado, pero eso no le inquietó, en cambio le pareció inhabitual que el golpeteo de las cuadernas contra lo que debían ser pilotes en la orilla fuera casi rítmico, parecía voluntario, como los pelotazos con una raqueta.
De pronto se anunció un trueno en el cielo oscurecido, con un sonido largo, interminable que estalló en alguna parte del río. La mujer se le agarró y él trató de calmarla. Ella retiró sus manos. La puerta había quedado abierta. La mujer dijo que por la puerta podían entrar los rayos y él la cerró en seguida. Sonaron otros truenos y en seguida comenzó la lluvia a golpear de manera tan rítmica como los rolidos del buque contra los pilotes de la orilla.
Sonaron algunos truenos más y la lluvia arreció de tal manera y tan súbitamente que Santiago sintió la tempestad descendiendo de un solo golpe, como si dejaran caer un manto sobre el barco. Miró a la mujer, que de pie, sosteniéndose de las paredes, tenía la mirada perdida en el vacío y tiritaba como si el frío se le hubiera metido en los mismos huesos. Pero, ¿cuál frío, en esa selva virgen, densa, tropical? Era flaca, casi
escuálida, de pelo marrón claro y llevaba un vestido verde, desvaído, que portaba como si le quedara grande. Santiago miró hacia el suelo y vio que estaba descalza. Los pies, muy blancos, con las uñas duras como escamas pero muy cuidadas, le causaron una extraña sensación de desasosiego. Pero observó además que los pies tenían una cosa rara, una especie de piel translúcida entre los dedos que los unía, como las patas de los palmípedos. La mujer era muy bella para sentir lástimas por ella, pensó Santiago, y esos insignificantes errores de la naturaleza más bien aumentaban su atractivo. La rodeó con el brazo suavemente para calmarla, pero la mujer se le agarró de una vez, y ahora no lo soltaba, de manera que los dos, con las arremetidas del barco contra los pilotes, iban y venían, oscilando, aferrados como una pareja de amantes ebrios hasta que él le dijo que mejor se sentaran en la cama.
El cielo se había oscurecido casi completamente y por la única claraboya del camarote se filtraba apenas una luz lechosa, muy opaca. Sin embargo, Santiago alcanzaba a ver la mujer en los ojos, y comprendió que estaba muerta de miedo. No recordaba haberla visto antes en el barco, a lo mejor había subido ayer en la última arribada. Trató de decirle algunas cosas, que no se preocupara, que viera que no estaba sola, que él estaba ahí para lo que se ofreciera, que pronto terminaría la tormenta y todo el pasaje regresaría a bordo, pero sobre todo que no se preocupara; de pronto cayó en la cuenta de que todo lo que estaba diciendo en ese instante no tenía sentido, porque en realidad la tormenta había arreciado, el camarote resultaba más estrecho a oscuras, y él y ella seguían solos, recostados contra la paredilla a lo largo del catre, cogidos de las manos y tratando de sostener el equilibrio, mientras el barco iba y venía con su vaivén enloquecido, golpeándose contra las orillas. Se va a hacer añicos, dijo ella. Santiago pensó que no, que el barco, por ser un antiguo buque de carga, estaba hecho para resistir cosas peores.
La tormenta parecía haberse instalado en su propio clímax. Ahora sí no había que hacerse ilusiones. Y eso iba a durar quién sabe hasta cuándo. La mujer dijo entonces con una voz muy baja, casi de persona arrepentida, que la radio había tenido razón. El capitán del barco, dijo la mujer, no hizo caso ayer cuando dos pasajeros le contaron de lo que se habían enterado, que un boletín había anunciado una tormenta, y cuando otros pasajeros, más tarde, afirmaron que también habían oído tal boletín el capitán les dijo que hicieran lo que quisieran, si pensaban bajar y pasar la tormenta en tierra, allá ellos, que él su barco no lo abandonaba. Sin embargo, al amanecer, cuando lo vieron descender junto con su piloto y dar órdenes de amarrar el buque (pero, ¿a dónde, si no había pivotes ni muelle) todo el mundo se asustó y comenzó a bajar. Las pobres criaturas, decía la mujer pensando en los niños, todavía iban dormidos en los brazos de sus padres.
Hubo una arremetida del viento y el barco pareció voltearse, le crujía el maderamen con un ruido de matraca antigua, y luego, al quedar de lado, con el desnivel repentino, la mujer se le había venido encima; pero se disculpó en seguida, y Santiago sonriendo dijo que el momento no era para excusas. No estaba turbado, no sentía miedo, apenas una sensación incómoda, desconocida. La mujer se rio bajito durante un rato y él permaneció en silencio; la sentía reír contra su cuerpo, apelotonada, tiritando sin cesar. Son los nervios, pensó Santiago.
El viento silbaba afuera, entraba y salía por los camarotes que la gente había dejado abiertos al bajar como si la tormenta fuera cosa de unos minutos y se pudiera volver al barco, así de rápido, a seguir disfrutando del viaje (¿o era porque habían huido?). La lluvia arreciaba. Pero el agua, toda el agua del cielo plomizo que los cubría, no podría con el barco, pensó Santiago, dándose ánimos; la nave estaba hecha para resistir los peores embates de las olas en alta mar, pues era un buque de carga de los que cruzan el océano y llevaba grabada en sus cuadernas la ruda experiencia de los siete mares. El agua era su elemento. Pero en cambio, el viento sí, era claro que el viento sí lo podría desbaratar, sobre todo porque el viento de aquí no era como el del mar, era huracanado y cálido, un viento de la selva, que no daba vueltas como lo hace el torbellino de mar sino que se lanza, como por un corredor, incontenible, siguiendo el cauce del río, el pobre barco iba a quedar con la quilla patas arriba, pensó Santiago, esta vez dejándose ganar por el pavor. Pero no dijo nada. La mujer lo tenía abrazado.
De pronto sintió las manos frías subiendo por su espalda, pegadas a su carne. Ella le había levantado la camisa por detrás y se estaba aferrando con fuerza a su cuerpo, como si buscara el calor. El levantó una mano, encontró su cara, le pasó suavemente los dedos por la mejilla, pero los tuvo que retirar de golpe. Los dedos habían quedado húmedos y comprendió que estaba llorando. No tenga miedo, le dijo. Ella se le aferró como si fuera a treparse a un árbol. El rolido del buque ahora era más fuerte en sentido contrario, y en un envión repentino el barco estuvo a punto de voltearse. Santiago quedó encima de ella esta vez y comprobó que la frialdad de las manos de la mujer era la misma que le cubría todo el cuerpo; intentó acomodarse de nuevo en el catre, pero antes de que pudiera hacerlo ella lo atrajo hacia sí con firmeza, le arrancó la camisa de un tirón y comenzó a frotarse contra él. Santiago sintió a través del vestido de la mujer el cuerpo frío y extrañamente resbaladizo; con un principio de angustia se mantuvo inmóvil, recordando sus uñas de los pies duras como el coral, y pensó en cosas que hubiera preferido no pensar porque le parecían carentes de sentido en tal momento, pues eran cosas absurdas como escamas suaves, era la palabra "sirena", era el murmullo de voces femeninas como canciones insoportablemente bellas, como quejas melodiosas, y, de repente, decidido a defenderse de la angustia que lo dominaba, imitando el gesto que ella había tenido antes con él, Santiago le abrió a su vez la blusa, le descubrió los senos largos, desproporcionados, extrañamente grandes para su cuerpo fino, unos senos fríos y resbaladizos cuya frescura hería al tacto. Afuera subía la tormenta.
Cuando reventó un trueno en la misma quilla del barco la mujer lo estaba besando en la boca, con besos resbaladizos y un fresco aliento de pescado tierno, le estaba quitando el resto de ropa mientras él se resignaba a vivir lo que le aportara el instante, sabiendo que el barco iba a desbaratarse de un momento a otro, pero pensando al mismo tiempo que, de pronto, por milagro, con un poco de suerte, a lo mejor la mujer y él pudieran salvarse, pensando sin querer comprender que ahora era ya tarde para esas ilusiones, quizás no tarde para ella (por alguna oscura razón que no podía ver) sino tarde para él, para Santiago, que no había abandonado el barco cuando lo hizo todo el mundo y que nunca lo iba a hacer ya, con esa tormenta desencadenada ahí afuera y sobre todo con esas manos de mujer anfibia que se le aferraban de manera definitiva para apropiárselo, y con esa boca que succionaba lentamente en la suya con la calma fuera del tiempo con que respira un pez.

En un antiguo buque de carga enviado a Aurora Boreal® por el escritor Gabriel Uribe Carreño.

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