La visita de Dioniso

ubaldo_perez_0110El primer presentimiento que tuvo Verónica de que algo o alguien estaba tratando de tomar contacto con ella se redujo a una confusa sensación de perplejidad que se halló muy lejos de presagiar con claridad algo determinado. Sucedió durante una representación de la Antígona de Sófocles, en la que desde hace algunos meses desempeña el papel de Ismene. De pronto se vio a sí misma de pie delante de sí mientras desarrollaba su actuación, como espectadora y actriz al mismo tiempo. No se trataba simplemente de una división de la personalidad, como si cada una de dos partes diferentes de su yo hiciera cosas independientemente de la otra, sino de la unidad indivisible y conciente de ambas partes dentro de esa división: ella, la Verónica de todos los días, estaba siendo testigo presencial de Ismene, la Verónica actriz. De otro modo, tal vez ni se hubiera enterado del hecho.

Lo inquietante es que continuó desempeñando minuciosamente su papel sin dejar de observarse ni un solo segundo a la distancia. Veía su rostro ingenuo y esperanzado y comparaba objetivamente sus gestos casi perfectos con los de la figura todopoderosa de Alicia, que representaba a Antígona y dominaba por completo el escenario con su magia de actriz genial. Era como si se observara a la luz de esa Alicia que dictaba cada uno de los pormenores que sucedían a su alrededor y hacía aparecer aquellos gestos casi perfectos de Ismene justamente como eso, como lo que eran en realidad: no del todo logrados, un tanto torpes aún. Verónica oía sus propias palabras y las de Antígona como quien no las ha escuchado nunca y espera el curso de los acontecimientos para enterarse, pendiente de lo que hará cada uno de los personajes. En tanto Ismene, hablaba con Antígona y respondía a cada uno de sus actos, en tanto espectadora, se observaba y se juzgaba a sí misma. "Claro, es mi tarea de actriz", se había dicho después al reflexionar por primera vez sobre ello, "yo misma debo ser mi crítica más severa". Pero lo cierto es que nunca antes le había sucedido que se desdoblara de tal manera en el escenario. Por supuesto que sabía perfectamente lo que iba a suceder en cada escena y recordaba de memoria todo el texto de la obra; para eso lo había estado estudiando y ensayando durante meses. Pero, simultáneamente, ignoraba por completo los acontecimientos que la esperaban y asistía desde fuera a su propia representación. La situación llegó a su punto culminante cuando apareció el coro por primera vez. Ambas actrices se despidieron hacia lugares diferentes y Verónica sintió cómo su mirada, que se había vuelto hacia su camarín, acompañaba en el mismo momento la espalda de Antígona alejándose en dirección contraria. Esta experiencia la sacudió, como si la despertara de un largo sopor. Durante la función siguiente le costó mucho concentrarse en su papel. Sentía una especie de temor indefinido a que le volviera a suceder lo mismo. En realidad no era nada tremendo, pensaba, pero en todo caso se trataba de algo inusual. Superó esa función con bravura, y la próxima y la siguiente también. Sus reflexiones la indujeron a pensar que tal vez se tratara de algún problema personal suyo con Alicia. Se le ocurrió que la comparación que había realizado mientras observaba a las dos no podía ser casual. Seguramente habría descargado sobre ella sentimientos de celos o de envidia que en realidad le eran desconocidos pero que podrían haberse ido acumulando a través del tiempo en su inconsciente hasta estallar y desparramarse sobre la superficie. Siempre se había creído libre de ese tipo de afectos que consideraba deleznables. Su amistad con Alicia, por otra parte, era ya muy larga, de gran confianza y respeto que consideraba mutuos. Pero no se le ocurría ninguna otra explicación plausible.

Ubaldo Pérez-Paoli. Argentino, Apl. Professor für Philosophie en la Universidad Técnica de Braunschweig, Lehrbeauftragte de Latín y Griego en la misma universidad y docente de Latín, Griego, Filosofía y Español en la Christophorusschule de Braunschweig.

Sin embargo, los hechos que acaecieron después no corroboraron esa sospecha. Lo que le sucedió durante la próxima función fue todavía más inquietante: en la escena segunda y mientras Antígona discutía con Creonte, Ismene irrumpió en el escenario como siempre. Pero al mismo tiempo que realizaba su parte acostumbrada y se dirigía entre lágrimas a Creonte confesando su aparente culpa, sin que pudiera controlarse le gritaba a Antígona con una voz tan firme y potente que sintió miedo de sí misma: "¡Cuidado, Antígona, los dioses subterráneos que invocas te llevarán consigo!". Ante esta inusitada transgresión del curso de la obra se detuvo horrorizada y dirigió la vista hacia el público. Pero ni éste ni los actores parecían haber advertido el más mínimo detalle inquietante. Por el contrario, la obra continuaba y ella seguía haciendo su papel como siempre. "¡La justicia no lo permitirá!", le decía Antígona, y mientras continuaba hablándole, Verónica se oía gritar con la misma voz aterrorizadora de antes. Se sentía completamente impotente frente a esos gritos que brotaban de su garganta a la par que realizaba todos los actos que de sobra se tenía ensayados. Hasta que una visión escalofriante la hizo enmudecer. Detrás de Antígona el coro se había transformado en una turba desenfrenada de Sátiros y Ménades que repetían a gritos y carcajadas los versos 332-333 de la escena anterior en las diferentes versiones que habían probado en los ensayos: "Múltiple es lo terrible, pero nada es más terrible que el hombre". "De todo lo funesto, lo más funesto es el hombre". "Abunda el peligro, y el peligro mayor es el hombre". "Extraño, extraño, extraño, pero lo más terriblemente extraño es el hombre". "Horroroso es todo destino, pero ninguno tanto como el del hombre". "Muchos son los misterios; nada más misterioso que el hombre." Meciendo sus cuerpos y balanceando tirsos con gestos a la vez lascivos y amenazadores se acercaban a Antígona y se volvían a alejar de ella en acompasada danza. Finalmente terminaron por rodearla. En sus rostros desencajados se reflejaban simultáneamente un horror, una compasión y un goce supremos por el dolor de la muchacha. Cuando se aprestaban a abalanzarse sobre ella, Ismene se desplomó desmayada sobre el escenario.
Verónica volvió a despertarse mientras iba caminando presurosamente a su camarín. Cruzó una mirada con uno de los asistentes, quien le sonrió de manera usual como felicitándola. Conturbada, Verónica se sentó frente al espejo y se observó detenidamente. No pudo advertir un solo rasgo extraordinario, ninguna cosa fuera de lugar. Alicia la sorprendió al entrar sin golpear, pero su excitación tenía una razón muy distinta de la que Verónica imaginaba: le quería expresar su regocijo por lo bien que había actuado. "Me hiciste temblar de veras", le dijo. "No te lo había querido decir antes para no molestarte, pero en las últimas funciones no habías estado muy convincente. En cambio tu actuación de hoy ha superado todo lo que habías hecho hasta ahora. Te robaste la escena; la gente te aplaudió a rabiar. Estás progresando enormemente como actriz". Inútil hubiera sido explicarle lo confusa que estaba y que no podía recordar ni un solo segundo de lo actuado. Se sonrió conmovida y sólo se le ocurrió echar una mirada al reloj de la pared como si la certeza sobre la medida exacta del tiempo le pudiera otorgar una especie de confirmación de que lo que estaba viviendo ahora era real. Alicia pareció advertir esa mirada porque le dijo que todavía le quedaban algunos minutos para volver a entrar en escena. Con un cordial beso en la mejilla se despidió y se fue a su camarín. Verónica se quedó pensando una vez más en la hipótesis de los celos, la que se le tornó definitivamente ridícula. Nunca había sentido a Alicia tan cerca de ella como en ese momento. Construir todo un edificio de celos y rencores para explicar lo ocurrido parecía absurdo. Quedaba, empero, la cuestión abierta. ¿A qué fenómeno desconocido estaba asistiendo? Se le ocurrió comentarlo con Alicia, pero luego desechó esa idea por el temor de tramar en la realidad la red de falsos sentimientos que tanto había querido evitar. Luego pensó en Federico, el director, por quien todos sentían un enorme respecto, como persona y como hombre de letras y de teatro. Pero no tenía con él la intimidad suficiente como para hacerlo partícipe de problemas que se le hacían tan personales. De modo que prefirió callar. Durante las funciones siguientes se sumaron los hechos extraños. Sin embargo nadie, fuera de Verónica, parecía advertir absolutamente nada: sólo su éxito como actriz se hacía cada vez mayor y las congratulaciones por lo excelente de su actuación crecían día tras día. Fue entonces cuando Verónica comenzó a sospechar que algo o alguien se estaba esforzando por hacerle señas desde alguna otra región de la realidad. Que detrás de los sátiros y ménades que la horrorizaban se ocultaba eso que no alcanzaba a percibir, pero sobre lo que tenía la certeza de que estaba tratando de interpelarla exclusivamente a ella, insinuándole, bajo las diferentes máscaras, un mensaje que ninguna otra podría descifrar.
¿Un llamado? ¿Acaso un llamamiento, una vocación? ¿No había andado buscando ella misma últimamente una explicación para su vocación artística? Cuántas veces se había cuestionado su trabajo como actriz. Cuántas veces se había preguntado seriamente por el sentido de ese cotidiano cambio de personalidad, de nacer y morir todos los días, esa necesidad casi compulsiva de sumergirse en las profundidades insondables de otras almas, ser cada noche una persona distinta para volver a abandonarla después de pocas horas. "El torrente de la vida y de la muerte", pensó, "de la muerte y del retorno a la vida". Aquella fuerza inasible que se transmite a cada ser vivo con el nacimiento y que lo mantiene en la existencia hasta su despedida y retorno al mismo torbellino del que emergió como individuo. La imaginería acendradamente metonímica de los griegos personificó esa fuerza en la figura avasallante de un invasor, Dioniso, el dios del éxtasis y la embriaguez, de la unificación y la multiplicación, de la fertilidad, la muerte y el renacimiento. De su liturgia nació el teatro griego.
Verónica se sonrió conturbada. ¿Acaso estaba dejándose seducir por alguno de los innumerables espejismos de esa fuerza indomable? ¿Estaría ella misma por dar ese paso sutil de personificar algo que por su propia esencia se resiste a todo tipo de individualización? ¿La vida - interpelándola a ella? ¿Qué osadía estaba cometiendo?
Hasta que en una representación, luego de abrazarse con su hermana sintió cómo la misma se esfumaba entre sus brazos y le dejaba en las manos tan sólo su amado semblante. Estupefacta fijó sus ojos en él y por un corto tiempo le pareció que estaba contemplándose a sí misma. Angustiada miró hacia la platea como buscando una explicación a su perplejidad. Allí estaba sentada ella misma como una espectadora más junto a los demás espectadores. Todos parecían pendientes de lo que ella, Ismene, fuera a hacer. Se volvió hacia la cara de Antígona; ésta no era ahora nada más que una máscara trágica que la observaba desde sus ojos vacíos. Ismene la apretó contra su pecho y sintió como un susurro que salía de sus labios. "Vendré a buscarte, Ismene, a ti, a tu hermana, a tu padre y a todos vosotros". No era la voz de un intruso. Detentaba la serenidad y determinación de quien se sabe dueño de casa. No supo cómo ni de dónde obtuvo tanta certeza, pero no le quedaba lugar para ninguna duda: la voz que la estaba llamando era la del amo y señor de la tragedia, Dioniso.

II

Las luces se encienden lentamente. Ismene sale al encuentro de Antígona, quien la espera frente a la puerta del palacio de Creonte. Verónica se está viendo a sí misma, sentada en la primera fila de la platea, observando a ambas con concentrada atención. Al mismo tiempo se sabe de pie frente al público y siente la mirada de Alicia clavada en la suya, siente como si aquellos ojos hubiesen atravesado la superficie de su cara y estuviesen paseándose lenta y descuidadamente por el interior de su alma como por un paisaje familiar. "¡Oh, semblante amado de mi propia sangre, cara de mi hermana Ismene...!" La voz de Alicia retumba en el hueco cavernoso del teatro. "... ¿Conoces acaso algún mal que provenga de nuestro amado padre, Edipo, que Zeus no vaya cumpliendo paso a paso en nosotras mientras estamos vivas?" Ella misma se siente ahora perdida en la mirada de Antígona. A través de esos ojos que la fascinan y parecen tenerla completamente en su poder, Ismene se introduce en el mundo tan familiar como olvidado de su propia infancia. "Semblante de mi propia sangre", le ha dicho Antígona. Cuántas veces discutieron este texto con Federico como tantos otros de la obra. La palabra "de hermana" del original griego, sostenía él, está aquí especialmente acentuada, en el sentido de "perteneciente a mi propia hermana" y sólo puede querer decir tanto como "hermana de sangre" por oposición a hermanastra. Se trata, en todo caso, de sobresaltar la unidad familiar del proceso trágico en el que justamente se la va destruyendo, destrucción que se anuncia con toda evidencia y con toda ironía ya al comienzo de la obra, en los versos 49-60. "De la misma sangre" se repite Ismene. Se ve corriendo en el jardín del palacio con todos sus hermanos, bajo la mirada vigilante y complacida de sus padres. Se ve aterrada ante la puerta oyendo la horrible noticia del suicidio de su madre. Se ve recorriendo la campiña griega, acompañando con su hermana a su padre ciego. Se ve luego despidiendo con lágrimas en los ojos a su hermano Polinices que marcha hacia el destierro voluntario. Luego la misma escena de despedida con su hermano Etéocles, quien parte hacia la lucha fratricida.
El coro eleva un canto dulce y melodioso: "Hijos de una misma muerte somos, hermana, por eso navegamos en la misma sangre".
Mientras tanto Ismene ha seguido discutiendo acaloradamente con Antígona. "Piénsalo bien, hermana," le dice, "cómo acabó nuestro padre, odiado y deshonrado, arrancándose él mismo sus ojos con su propia mano por los delitos que él mismo quiso aclarar. Dos en uno, dos en uno, sus dos ojos él mismo con su propia mano. Luego su madre y su mujer, dos nombres para una y la misma persona. Trenzando estos dos nombres con un solo lazo dio fin a su vida. Dos en uno, dos en uno, madre y mujer, ella misma con un solo lazo. Y en tercer lugar nuestros dos hermanos, en un solo día se mataron uno al otro los miserables, cumpliendo su fatal destino común con manos mutuamente agresivas. Dos en uno, dos en uno, los dos hermanos en un solo día, con la misma muerte. Y ahora que finalmente quedamos tú y yo solas, mira cómo pereceremos de la peor muerte si en contra de la ley transgredimos el decreto o el poder de los que mandan. Dos en uno, dos en uno, las dos hermanas en la misma muerte"
Pero Antígona parece ciega a toda razón. "Dos en uno, sí, dos en uno. ¿No te subleva la injusticia encerrada en todo esto? ¿Por qué han enterrado a Etéocles con todos los honores de los próceres de la ciudad, mientras que Polinices permanece desnudo a la intemperie como pasto de los perros y de las aves de rapiña? ¿Es esto lo que manda la ley? ¿Y por qué habremos de obedecerla? ¿Por miedo a la muerte? Pero la muerte nos alcanzará igual. ¿Lo ignoras acaso? No hay ley humana que valga frente a ella ni justicia superior a la divina. Y para nosotras, pobres mortales, la verdadera justicia divina es la de los muertos. Incomparablemente más largo es el tiempo en que nos será menester acogernos a los poderes de abajo que a los de aquí. Puesto que una vez que hayamos ingresado en el mundo subterráneo permaneceremos allí para siempre. ¿Comprendes? ¡Para siempre!"
La mirada de Ismene vuelve a perderse en los paisajes del pasado. ¿Por qué esa voluntad de igualdad ante la muerte? ¿No es mucho más indignante la desigualdad ante la vida? ¿De dónde ese deseo tan intenso de ser enterrada viva con su hermano antes de permitir que quede sin sepultura? Déjalos así, para que se vea con más claridad la maldición que nos persigue. El avezado Edipo, el dichoso rey de Tebas, el astuto solucionador de enigmas, condenado a descubrir con cada pregunta el horror de su propia existencia. De esta raza soy, de esta estirpe he nacido. Somos orgullosos en nuestro deseo inagotable de saber, soberbios hasta la humildad en nuestro deseo insaciable de justicia.
El coro ha vuelto a entonar su letanía: "Hijos de una misma muerte somos, hermana, por eso navegamos en la misma sangre".
Una misma muerte, una misma sangre. Sangre que vertimos después de todo, polvo al que retornamos después de todo, pese a todo. Su cabeza parece estar a punto de estallar. Con paso ágil se ve a sí misma ingresar al coro. Al mismo tiempo que continúa discutiendo con Antígona en medio del escenario se ha puesto a cantar y bailar con él acompasadamente en el trasfondo. "¿Quién pues, qué varón se lleva consigo algo más de felicidad que el mero hecho de aparecer en la luz y brillar por corto tiempo para luego declinar como sol de un solo día? Tan corta fue la dicha de vuestro padre, Edipo. A nadie me nombréis feliz antes del día de su muerte, antes de que atraviese libre de dolor el umbral de esta vida. El tiempo, que a todo asiste, acabará por poneros a vosotras al descubierto, como puso al descubierto a vuestro padre contra su voluntad." El baile se hace cada vez más frenético. Luego se calma poco a poco.
Cuando Creonte entra en escena Verónica está al mismo tiempo en la platea y en el coro. Desde ambas perspectivas sufre y teme con Antígona. Hasta que se ve a sí misma en medio del escenario discutiendo con él. Es ella y no Alicia quien le grita bajo la máscara de Antígona: "No fue Zeus quien me había hecho la proclama de no enterrar a mi hermano, ni tampoco la que habita junto a los dioses de abajo, la Justicia. No, no fueron ellos quienes decretaron estas leyes. Y no creo que tus proclamaciones, mortal como eres, sean tan vigorosas como para poder superar las sanciones no escritas e incólumes de los dioses. Puesto que ellas no son justamente de ahora y de ayer, sino que viven siempre, y nadie sabe de dónde han aparecido. No quisiera yo, por temor al pensamiento de varón alguno, tener que rendir cuenta de ellas ante los dioses. Que iba a morir ya lo sabía, ¿por qué no? aún cuando no lo hubieses proclamado tú. Y si he de morir antes de tiempo, por mi parte afirmo que es eso una ganancia para mí. Pues quien como yo vive en tantos males, ¿cómo no va a resultar ganando con la muerte? De modo que ningún dolor me trae el caer en tal destino de muerte. Pero si después que ha muerto el que nació de mi propia madre, yo soportara que se quedase sin sepultura, eso sí que me dolería. Lo demás no me duele. Y si te parezco estar obrando como una tonta, sabe bien que frente a un tonto es como si estuviera condenada a no parecer más que una tonta".
Ismene salta desde la platea para unirse a su hermana y se oye gritar nuevamente con voz desgarradora: "¡Cuidado, Antígona, los dioses subterráneos que invocas te llevarán consigo!". Ésta le clava los ojos con indignación. A través de ellos Ismene ve otros, más profundos y perplejos, más antiguos y más niños, aterrados y despreciativos a la vez, como buscando desesperadamente la respuesta a una pregunta de la que saben desde siempre y con toda certeza que no la tiene. Reconoce en ellos no a Creonte, quien ha desaparecido violentamente de la escena, sino a la figura gigantesca de Edipo, que se acerca con paso tambaleante. Se para a espaldas de Antígona y abre sus brazos como si fuera a abrazarla y estrecharla contra su pecho. Un escalofrío recorre todo el cuerpo de Ismene, quien no puede discernir si se trata de un gesto de amor, de rencor o simplemente de desprecio. Pero Edipo vuelve las manos hacia su propio rostro y grita: "¡Todo ha salido a la claridad! ¡Maldita y amada luz, que todo lo traes hacia ti y todo te lo llevas! ¡Por última vez te dirijo ahora mi mirada! Como trajiste mi gloria y la viste brillar en tu esplendor lo que dura el vuelo de una paloma: ¡llévatela para siempre con mis ojos!" Ismene advierte que los gritos provienen de su propia garganta, es decir de la boca de Antígona, que es ella misma: "Ya que me he manifestado ahora como lo que soy: nacido de quienes no debía, cohabitando con quienes no debía, matando a quienes no debía". Ismene mira con horror hacia la platea temiendo una vez más la reacción del público frente a lo inusitado de la escena, pero éste, y Verónica con él, sigue absorto el transcurso de los acontecimientos. Se escucha a sí misma gritar: "¡No, hermana de mi alma, no!" Antígona tiene un cuchillo entre sus manos levantadas, que son las de Edipo. Con un impulso incontrolable lo hunde en sus ojos; primero en uno, luego en el otro. Ismene siente cómo su cara, el semblante amado de la misma sangre de su hermana Antígona, de la misma sangre de su padre Edipo y de su madre y abuela Yocasta, de sus hermanos Etéocles y Polinices, no es nada más que eso: un enorme caudal de sangre que brota a borbotones por las cavidades de sus propios ojos. "¿Hasta cuándo?", piensa entonces perpleja, "¿cuánto tiempo aún seguirá escapándoseme la vida desde el fondo de mis jóvenes pupilas carentes de toda experiencia? ¿Y esto era la vida que tanto ansiaba vivir? ¿Este flujo continuo de fuerzas que se me escapan? ¿Era esto la vida?"
El coro está entonando como enloquecido los versos de antes: "¿Quién pues, qué varón se lleva consigo algo más de felicidad que el mero hecho de aparecer en la luz y brillar por corto tiempo para luego declinar como sol de un solo día?"
Ismene no puede contenerse más, con un brusco salto se yergue sobre sus dos piernas frente a los espectadores e irrumpe en un grito desgarrador: "¡Vida! ¡Regaladme la vida una vez más!"

III

Finalmente el coro habrá callado y el silencio será total. Reflectores y candilejas habrán ido disminuyendo imperceptiblemente la intensidad de su luz, de modo que el teatro estará ahora en una especie de semipenumbra e Ismene advertirá que el tenue resplandor que lo ilumina proviene de la cúpula del techo. Ésta se habrá ido transformando en un suave tul oscuro que dejará traslucir la claridad nocturna del firmamento. Una melodía desconocida y fascinante irá penetrando lentamente todo su ser. Repentinamente se escuchará gritar a sí misma: "¡Música! ¡Música! ¡Qué ritmos, qué armonías invaden todo mi cuerpo! ¿No oís vosotros también esta música?" Sus gritos no parecerán ser percibidos por nadie, pero un ritmo irresistible irá adueñándose poco a poco de los miembros del resto de los actores. Como dirigidos por un mismo impulso comenzarán a moverse acompasadamente, primero con suavidad, luego con energía creciente. Ismene no sabrá de dónde proviene la música, aunque por otra parte todos parecerán ignorarlo, más precisamente: nadie manifestará el menor interés en averiguarlo y ni siquiera dará la impresión de tener la atención fija en algo en particular. Será como si cada uno hubiese perdido el control sobre su propio cuerpo con toda serenidad. Alrededor de su cintura sentirá el abrazo de Antígona, quien se habrá puesto a bailar con ella. El coro habrá comenzado a repetir el verso 346, seguido de algunas variaciones de los versos 358-362, primero con suavidad, luego con creciente sonoridad: "Astuto varón..., de todo peligro se escapa, ningún riesgo afrenta sin previsión; sólo del Hades no podrá huir", "Varón avezado..., para todo halla salida, nunca parte hacia lo desconocido sin recursos, únicamente a la muerte no engañará", "Hombre sagaz..., pletórico en recursos, no se lanza hacia nada amenazador si no está bien provisto, pero al fin de cuentas terminará dando en el Averno", "Hábil y listo..., para todo sabe una respuesta, a nada inminente se enfrenta si no es con los medios apropiados, sólo ante la muerte no encontrará escapatoria". "¡Hombre ingenioso por demás! ... Inexhausto en recursos. Sin recursos no le sorprende azar alguno. Sólo para la muerte no ha inventado evasión." La luz se habrá ido haciendo cada vez más clara hasta haber cobrado la intensidad de un mediodía de primavera. Un viento suave acariciará las mejillas de Ismene. Las paredes del teatro también habrán ido desapareciendo sutilmente y toda la escena transcurrirá entonces al aire libre. Verónica agudizará sus sentidos lo más posible porque la idea de estar bailando en medio de la ciudad, vestida de Ismene, se le hará insoportable. Entonces advertirá que también la ciudad se habrá esfumado. Frente a sí sólo verá una colina de la que descienden las gradas de los espectadores en forma semicircular, por detrás de las cuales verá erguirse el silencioso bosque, exuberante y cerrado, misterioso y fascinante. Detrás de sí presentirá el camino que conduce al mar, abierto y sonoro, profundo y oscuro. Imperceptiblemente, los movimientos y el canto se habrán ido contagiando a los espectadores, como si la tragedia hubiese desbordado el escenario para desparramarse entre ellos. Todos parecerán escuchar la misma música, íntima y desgarrada, de una alegría aterrorizadora. El canto irá brotando paulatinamente de cada una de sus bocas. El ritmo irá intensificándose y haciéndose cada vez más frenético. Los habitantes del bosque vendrán acercándose para integrarse a los demás. Ni los animales más salvajes podrán escaparse a la seducción del baile y del canto, como si todos obedecieran dócilmente a una misma secreta guía musical. Ismene y Antígona girarán tomadas de la cintura y con ellas girarán todos los presentes. En rondas elípticas irán alejándose de lo que había sido el escenario para marcharse en dirección al sonoro mar, cuya voz los atraerá hacia sí con fascinación irresistible. "Esa es la voz", pensará Ismene, "ese es el canto de la vida que nos llama con su ritmo auroral". Del suelo emanarán leche, miel y vino a raudales. Toda la tierra será una sola danza.

La visita de Dioniso enviado a Aurora Boreal® por Ubaldo Pérez-Paoli. Foto Ubaldo Pérez-Paoli©Julia Roggero.


Suscríbete

Suscríbete a nuestro boletín y mantente informado de nuestras actividades
Estoy de acuerdo con el Términos y Condiciones