Puro Cuento
Las acacias están florecidas, rojas con puntos amarillos.
Digamos que fui el primero que vi al muerto. Después de que sonaran tres disparos secos, como queriendo alejarse sin ser escuchados.
Me asomo por el balcón, miro hacia abajo. Nada se mueve. Nadie suspira. Un silencio oscuro sube. Debajo del poste, la luz alumbra un hombre recostado con su barriga enorme y su cabeza gacha. Parece un borracho durmiendo sus alcoholes. Miro mejor y en su barriga alcanzo a ver manchas de sangre.
Marco el número de la policía.
Llamo al portero: —¿Escuchaste los tiros? ¿Viste algo raro desde la portería?
Con su parsimonia característica, Jesús David sólo atina a decir lentamente:
—Oí unos ruidos raros, pensé que eran petardos, señor Roberto. Aquí acelera su hablar
— Voy a asomarme enseguida.
No espero. Cuelgo rápidamente y bajo las escaleras de dos en dos. Quiero llegar al poste antes que Jesús David. En su ignorancia o en su complicidad podría cambiar algunas cosas.
- Detalles
- Por Adriana Rosas Consuegra
Las tres gallinas entran a la cocina, amarradas por las patas. Mi tío Juan las correteó por todo el patio. Y fue él quien quedó sudadito, chorreando por todos lados. Me daba risa mi tío, su cara de cerdito enrojecido, exhalando fuertemente, agitando las tres gallinas como un trofeo.
Yo creía que le iba a dar algo, tan lindo mi tío, su barriga le subía y le bajaba. Mi abuela se reía de él. Todos nos reíamos. Parecía feliz y a la vez triste. Había ganado la carrera, pero odiaba retorcer el cuello de las gallinas. Ese trabajo se lo dejaba a mi abuela Eloísa. Ella no tenía escrúpulos para nada, y si te digo para nada no es una exageración, es para nada.
"De adolescente fue mujer de vida alegre", como dice mi mamá. A los treinta tuvo dos maridos al mismo tiempo y no sabía de quién eran sus hijos. Pero a mi abuelita Eloísa siempre la amaron: "de puta, de casquivana", como decían las vecinas de la esquina. Siempre la amaron. Por eso a sus dos maridos no les importaba que estuviera con el otro y que no supieran quiénes eran sus hijos.
- Detalles
- Por Adriana Rosas Consuegra
Magali a través de la ventana grande de la sala se despide de sus hijos y de Gustavo. Tan pronto como baja la mano y el carro sale por el portón, una sonrisa se desliza en sus labios. Tiene la libertad. No volverán antes de las 8 de la noche y en ese tiempo Magali alcanzará a emerger como el volcán que hizo erupción hace veinte años. Volcán que exhala el hilo de humo al que todos están acostumbrados. Volcán que podría estar a punto de estallar.
Gustavo sale con los niños como si nada hubiera hecho. Como si Magali sólo tuviera una de las jaquecas que aludía su madre. Gustavo siempre estuvo rodeado de mujeres tristes, hombres machos y niños obedientes que no debían analizar el comportamiento de sus padres.
A Magali le suena su celular, Gustavo le informa que ya llegaron. Informe militar, expresiones de cariño anuladas. Los niños pasan. Sólo hablan de la cola que harán. Esperar dos horas hasta poder esquiar. Ellos, con el carácter frío de su padre. No hay besos, los machos no los dan, eso es de maricas.
- Detalles
- Por Adriana Rosas Consuegra
Dicen que todos los muertos llevan sus lágrimas, pero Carmen Alonso no llevó las mías; las derramé todas por ella antes de que la mataran. Por esto creo que sería mejor decir: toda muerte de un amor lleva sus lágrimas.
Confieso haber llorado al perderla, pero no me horrorizó que la despedazaran con un cuchillo de descuartizar, ni que encontraran sus miembros desperdigados en la orilla de la carretera que va al mar, en donde se encuentran numerosos moteles para encuentros ocasionales, porque así, de esa manera, imaginé más de una vez eliminarla y hacer lo mismo que hizo el asesino con sus pedazos.
Días después de conocernos me contó que desde cuando las blusas apretadas de la adolescencia definieron sus senos incipientes, la tía que la crió no dejó de decirle que había nacido para reina; que nadie reparaba en su alta estatura de basquetbolista porque lo tenía todo bien proporcionado. Comentarios como estos, corroborados más tarde por la mirada lasciva de hombres maduros, hicieron de ella una mujer altiva, soberbia, segura de merecerlo todo.
Sonreía y movía coqueta los hombros al escuchar en la radio de mi automóvil esa canción de Alejo Durán que dice en uno de sus versos: mereces que te lleve a Cartagena para enseñarte a nadar en el mar. Creíamos que merecía esto y mucho más, hasta cuando nos hacía pasar del amor al deseo de matarla.
- Detalles
- Por Ramón Molinares Sarmiento
Daniel vio un pájaro con el cuerpo rojo y las alas negras. Entusiasmado, dijo: ¡Miren, un pájaro!, pero ninguno levantó la vista. Faltaban pocos metros para llegar a la cabaña. Vinicio, su hermano mayor, quería llegar pronto porque ya se orinaba. La carretera estaba mojada y su padre conducía lento. Su madre había reclinado el asiento para recostarse. Tenía la cabeza ladeada y veía por la ventana, en silencio. La familia pasaría reunida tres días de vacaciones.
La cabaña estaba recubierta de madera. Tenía un comedor con seis troncos aplanados como sillas, una chimenea de ladrillo, una cocineta blanca a gas, tres habitaciones cercanas y un baño con tina. Un empleado de la Hostería Alondra le entregó la llave al padre de los niños y encendió la chimenea antes de salir. Vinicio había corrido al baño, el padre se recostó en el sofá verde sin cojines, Daniel fue a su cuarto y la madre se acercó al fuego para calentar sus manos. Daniel y Vinicio dormirían en el mismo cuarto. Él y ella, en cuartos separados.
Los niños pelearon al escoger una parte de la litera. Vinicio dijo que, por ser al mayor, tenía que dormir arriba. Daniel, vestido con una camiseta estampada con distintas muecas de Buzz Ligthyear y un pantalón beige con bolsillos de sobra, empezó a llorar. La madre fue al cuarto enseguida, les pidió que hicieran silencio y decidió que esa noche Daniel dormiría arriba. Vinicio salió rápido de la habitación, sin decir nada, y se acercó hasta el sillón donde su padre había empezado a leer una antología poética en la cual iba por la mitad. El padre se quitó los lentes, acarició la cabeza del niño y la recostó sobre su pecho. Vinicio permaneció así un momento, observando las llamas de la chimenea, y después le preguntó a su padre si podía salir a dar una vuelta alrededor de la cabaña.
- Detalles
- Por Óscar Molina
A veces creo que mi vida es una serie de imágenes pintadas sobre un lienzo, que luego fueron cubiertas por un manchón. Pero aún cuando las figuras que existen bajo ese borrón de líneas y color no se puedan ver o estén distorsionadas, sé quiénes son y cómo cada una de ellas ha marcado mi vida.
Estoy aquí, sentada, con mi figura ancha, pesada, mi cabello recogido como un haz de paja seca. Recuerdo cuando lo tenía suelto, delicado, envolvente. Es un recuerdo que poco a poco ha dejado de responder a la representación que tengo de mi pasado; es como si ese cabello hubiera pertenecido a otra persona, y es a ella a quien recordara. Es una de las figuras que está bajo el manchón sobre el lienzo. Esa imagen oculta, aún en mi memoria, en ocasiones me hace sentir bien. De verla plena, tal vez recordaría cómo caminaba por el pueblo, en medio de las calles abandonadas, duras de tanto polvo, con los muros medio blanqueados y la cal deshojándose ante la vista de todos, quienes, indiferentes, se encerraban en sus refugios. Pero era ella quién caminaba altiva, hermosa, delgada, rompiendo la simetría del olvido que tanto tiempo había habitado en este pueblo. Esa persona a veces me reconcilia conmigo, pero en otras veces me parece un simulacro. Es difícil aproximar la imagen de ligereza, de liviandad, con la realidad de un cuerpo casi deformado, con un rostro que no expresa más que desolación.
Al mirar mis manos toscas, me parece imposible que alguna vez hubieran logrado sacarle armonías a un instrumento musical; pero esa imagen me viene, repentinamente, en esas tardes cuando el viento grita y aturde, cuando ya nadie, en las casas vacías, lo calla con sus voces, con sus risas o lamentos. En esas tardes me vienen a la mente cantos que alguna vez se susurraron en algún oído, que alegraron a alguien, que demuestran que fui capaz de formar una mínima partícula de belleza. Hoy me parece que fue otra la persona que digitó las cuerdas, que acarició el clavijero; pues mis manos ahora sólo sirven para lavar las cosas que ya no se utilizan, para pulir trastos que nadie admira, para mover los cerrojos y bajar las persianas, para tapar rendijas y así evitar que nada invada este sitio de silencio.
- Detalles
- Por César Chávez Aguilar
"Desventurados los que divisaron a una
muchacha en el Metro
y se enamoraron de golpe
y la siguieron enloquecidos
y la perdieron para siempre entre la multitud
Porque ellos serán condenados a vagar sin rumbo por la estaciones..."
Estación del metro
Oscar Hanh
La inquietud vino desde el sector delantero de la fila y se extendió hasta donde me encontraba. Cientos de zumbidos, aleteos, chasquidos y vibraciones se dirigieron hacia mí, frustrando mi propósito de pasar inadvertido bajo el disfraz vegetal que estaba usando. El problema de ser humano y también agente viajero es la mala popularidad de nuestra raza y deber usar trajes falsos para tomar cruceros. Desde la gran peste no éramos precisamente la especie más querida de la Vía Láctea.
El polimorfo que estaba delante de mí en la hilera se giró y me miró con sus ojos amarillos rezumando asco: "Humano", dijo con un chasquido viscoso de sus valvas y cambio de forma hasta volverse una muralla de escamas. Yo me ruboricé y por ese cambio químico obviamente liberé olor. Nada podían hacer ni el tinte verdoso ni la corteza tan cuidadosamente adherida centímetro a centímetro sobre mi piel, para cubrir ni mis respuestas hormonales ni mi risa nerviosa.
Las carcajadas humanas alcanzan de 60 a 65 decibeles, pero en una de las primeras reuniones del ORBICOP tras discutirlo (había muchas leyes absurdas que poner para frenar a las especias con más sobrepoblación de esta galaxia) decidió que en lugares públicos los sonidos humanos no podrían pasar de 50 decibeles, por consideración a quienes no tenían tímpanos si no membranas hipersensibles. Una conversación promedio, si es acalorada, puede llegar hasta 70 decibeles.
Otra de las reglas tenía que ver con el olor; aunque la gran mayoría de nuestra raza no había estado enferma, nos obligaban a tomar tres duchas desinfectantes por día; pero estar en la situación en la que yo me encontraba: a punto de tomar un arca rumbo a la Galaxia Enana del Sextante, a punto de emprender un viaje largo con miles de extraterrestres, era para ponerse a dar de gritos y sudar a chorros.
- Detalles
- Por Solange Rodríguez Pappe
a N, que me lo contó
Caminan por una calle con nombre de mujer. Llevan las manos en los bolsillos y, por momentos, los codos de sus abrigos oscuros se rozan en medio del frío. Dos niños los pasan por un lado en sus bicicletas y el murmullo de sus risas se pierde en pocos segundos.
—Sabíamos que algún día tenía que pasar, ¿no? —dice la mujer.
El hombre no la mira. Ve al frente; la montaña al otro lado de la alargada ciudad se nimba con un fino resplandor violeta.
—Sí —musita el hombre.
La mujer extrae una de sus manos del abrigo y se enlaza del brazo del hombre.
—¿Lo harás hoy?
- Detalles
- Por Andrés Cadena
Vivir consigo mismo es tan difícil,
cuando lo único cierto es un tambor de pieles que los otros rompen
para levantar sus voces.
Ernesto Carrión
En medio del calor atosigante, aquel que no puede ser mitigado ni siquiera con el vientecillo constante que se levanta cuando las olas golpean de frente contra las rocas, Simón despertó desesperado. Había sido una noche extraña, tan llena de imágenes. El hombre volteó su rostro y descubrió que las sábanas, que apenas se habían cambiado hace dos días, nuevamente estaban empapadas; pero también descubrió a Cosme, el confiable Cosme, que dormía plácido.
- Detalles
- Por Juan Carlos Arteaga