Puro Cuento
Inédito
Si no me hubiera agachado, si no hubiera recogido su botón, pero yo soy así, me eduqué en colegios de gentlemen donde enseñaban cosas estúpidas, como recoger los botones a las señoritas sin mirar los entreabiertos de la blusa, si es que eso es posible. Yo siempre suspendía esa parte. Y me agaché, claro.
Desde hacía semanas en cada viaje en el que coincidíamos se le soltaba uno, pero yo creo en la casualidad como fuerza motora del universo, y me dije: 'o esta mujer tiene un problema de cosido, o soy yo quien está perdiendo el hilo de algo', y de vez en cuando dirigía miradas directas y poco sutiles a sus labios por invitarla a hablar, si era el caso. Miré, sí, porque siempre miro, falte o no el botón, ya que además de la curiosidad me justifica mi horrendo expediente académico. En este caso, me puse a repasar los 7 en línea de esta tarde y a imaginar el mapa posible bajo los 1 ó 2 adicionales de belleza en el reverso, me agaché y reparé en la curva de sus piernas, a escasos centímetros del roce cada vez menos fortuito con mi pelo. Al punto recordé por qué me había agachado y qué hacía ahí abajo, tan al lado de sus rodillas, y recogí el botón. El trayecto de vuelta hasta la altura de su cintura fue como el de un primate ascendiendo del suelo de la evolución a una dimensión más consciente: durante unos larguísimos segundos no sabía muy bien qué hacer con las manos – faltaba un botón y otro estaba desabrochado – ni a qué agarrarme para mantener ese inestable equilibrio homínido, sin teléfono a mano con el que hacer como que atiendo un mensaje recién llegado, sin cartera de la que se me cayeran un par de lápices, un dibujo o una interioridad con la que corresponder a su gesto (o, en el peor de los casos, a la casualidad). Solo un botón minúsculo y un hilo aún más pequeño, cosas diminutas y frágiles como una secuencia genética en un acercamiento entre especies, mi vecina y yo, así que me erguí, me levanté con el botón en la mano todo dispuesto a ponerlo en su sitio, es decir, en su mano, y no en el abierto de la blusa, donde solo posé los ojos.
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- Por Miguel Rodríguez
Amanda no existe
Esteban se apartó temerosamente del letrero que acababa de colgar de la pared que conducía al balcón hasta lograr la distancia que le pareció adecuada para juzgarlo. Luego fue alejándose más con lentitud, observándolo de nuevo con cada paso que daba y tratando de lograr la mayor objetividad crítica posible. Al llegar a la pared opuesta de la habitación, le pareció haber alcanzado el punto máximo de distancia analítica. El letrero le gustaba. No era una obra de arte, eso estaba claro, pero tampoco lo pretendía ser; tenía esa sencillez lacónica que consideraba la única adecuada para su contenido. Cerró los ojos. Los volvió a abrir como si despertara al mundo por primera vez. Allí estaba la verdad inaugural, la que preside el universo desde su creación, encendiéndose con la luz del amanecer que entraba por el ventanal – la no existencia de Amanda.
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- Por Ubaldo Pérez
La primera carta, con la noticia de su fallecimiento, la echó el muerto bajo la puerta de su vieja casa familiar, un martes al mediodía. Era la primera que le escribía a su esposa en diez años. Ella la recogió y sin mayor interés la puso sobre la mesa del comedor para leerla cuando tuviera tiempo. Aquel era un día gris que no había tardado en volverse lluvioso y que oprimía el corazón.
Aunque el corazón Corina había dejado de sentirlo hacía mucho tiempo, un día así le quitaba aún más las ganas de vivir. Para no dejarse llevar de sentimientos negativos, se había ocupado en bastear un mantel que recién había pintado con motivos campestres donde el sol, el risueño protagonista, orquestaba una sinfonía de colores estridentes. Luego había llamado a su madre para contarle las nuevas sobre su hija Maribel, que hacía un mes se había ido a vivir a Londres.
Casi había olvidado la carta –del marido hacía mucho lo había hecho, cuando dejó de creerle sus embustes–, cuando ésta a causa del viento helado que entraba por una rendija de la ventana, voló hasta posarse sobre la alfombra de la sala donde era imposible no verla. Sin embargo, Corina no se movió, irritada con el recuerdo de aquel hombre que, pese a sus promesas, huyó a la primera oportunidad, obligándola a enfrentar responsabilidades para las cuales no estaba preparada. Empezando por tener que velar por una hija y por el suegro, cuyos cuidados la excedían y ahora heredaba. Y porque su existencia, en lugar de tomar el camino de sus ilusiones, como corresponde a una muchacha, comenzó a vacilar cargada con un peso sin redención.
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- Por Elkin Restrepo
Inédito
A María, la Pantorrillas, no le gustaba hablar por teléfono.
– Anda, cógelo tú, ve a ver quién es.
Pero nada, ni se levantaba ni hacía por dónde, y parecía molesta con que alguien la insistiera en esa parte de la rutina doméstica.
Ya de muy pequeña, cuando sonaba el teléfono corría a esconderse en el descansillo de la escalera que bajaba al sótano para que nadie la viera, y se ponía a cantar canciones del colegio como si fueran un mantra. Nunca le dimos importancia a nada de ello, nos parecían cosas de niños. Con los años pasó a hacer como que la cosa no iba con ella, fingía una jaqueca repentina, o bien se inventaba una tarea urgente que no admitía demora. Desconozco tales tareas y dolores, esos lugares, ni sé en qué interferían con la vida común de la casa. El caso es que tan pronto alguien atendía la llamada, María volvía a hacerse visible como si ese lapso de tiempo no hubiera existido, y a ser la de siempre, la Pantorrillas, la que tarareaba aún las rimas del colegio de años atrás. A veces se presentaba alguna emergencia, alguien enfermaba, o había que reclamar contratos de la fábrica o solucionar trámites molestos, pero aun así ella no cedía ni con los médicos, ni llevaba móvil encima, y prefería pasar media mañana pateando la ciudad para ocuparse de algo que podía llevarle diez minutos al teléfono.
Como estas excusas iban dejando de surtir efecto, con el tiempo adujo oír voces. Las del teléfono no, las otras, las de su cabeza, decía, lo cual nos daba tanto miedo que decidimos dejar de apremiarla al respecto por ver si así quedaba más tranquila. Todos fingimos dejar de prestar atención a sus rarezas: la de no coger el teléfono, la de no escribir con mayúsculas, la de cambiarse el nombre cada mes.
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- Por Miguel Rodríguez
Es difícil saber por donde empezar. Me ha estado rondando la cabeza desde siempre.
Desde que partió el primero de los Aragón, cuando éramos unos adolescentes. Después vino el cura Hipólito, aunque lejos muy cerca. No sé cuántos años pasarían. No muchos tal vez. Después de Hipólito le tocó en turno al hijo de Nati, la cubana simpática que reía todo el tiempo y a quien le encantaban las novelas de Sidney Sheldon. Una mañana de abril me tocó a mí, apenas cursando la secundaria. Empezando la vida. Se me rompió la coraza que ingenuamente hasta aquel entonces pensaba me protegía de esa amenaza que no conocía. Seguí el camino tratando de encontrar aquella cosa que buscamos por la vida sin saber. Como una tortuga recién nacida que instintivamente cruza con su mayor velocidad la playa hasta alcanzar la mar porque sí, para sumergirse en las profundidades y morir doscientos, trescientos años después, si tiene suerte y si ningún bárbaro se le cruza en el camino para extraerle sus carnes o sus huevos o su sabiduría marina y exhibir su concha en un almacén de playa turística en una de esas tiendas baratas donde se vende crema solar protectora.
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- Por Guillermo Camacho
Hacía años que no nos veíamos. Para no recordar cuántos.
- La amistad no es de lo que muere –fue el saludo de Roger cuando de improviso me tropecé con él a la entrada del Netherland Plaza.
Roger, viejo amigo, estudiante que no estudiaba, misterio contra misterio siempre, pero divertido y locuaz.
Éramos tres, bien diferentes. Una triada como triángulo de vértices abiertos. "Cada quien con su idea", dijo una vez Cesáreo, el mexicano.
Un día Roger desapareció y luego supimos que se había llevado a Mary, la más bonita de las meseras del "Tooly Mooly", ese bar a pescado frito y cerveza "Coors", oliendo. Nos dijo un viejo cliente, que ya estaba adherido para siempre a la barra del bar, que andaban por Chicago. Eso era todo. A Cesáreo esto le dolió mucho porque Roger era su único amigo norteamericano, quien bien lo entendía. Pobre Cesáreo, no podía creer que Roger se hubiera ido sin despedirse.
"Toro-todero", le decíamos a Cesáreo porque sabía hacerlo todo. Un día vino a reparar la nevera en el apartamento que compartía yo con Roger, cerca de la Universidad, en Ludlow, y sin pensarlo dos veces nos reparó todo lo que habíamos desarmado y deconstruido con descuido alcohólico, y entonces a cambio se sentó y se tomó las cervezas calientes que teníamos, y luego lo celebramos con unos whiskys, y después nos invitó a un bar de strip-tease en Newport, y luego nos descubrió los caballos en River Downs, y como conocía a los jockeys latinos pasaba buena información, y la plata que ganábamos se iba en unos garitos de Covington, donde también nos llevó pero a regañadientes. "Con las muchachas el único peligro es casarse, decía, pero con estos mafiosos nos jodimos si les ganamos".
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- Por Armando Romero
El auto subió la rampa a la misma velocidad que lo hacía cada día de semana a la misma hora, con ritmo cansado y esforzándose por terminar el viaje. La rutina de volver del trabajo conectaba otra distinta, la de retomar la soledad de un hombre en una casa enorme, con recuerdos pesados y memorias vigentes. Más aun en esos días, cuando una fecha, un número de día y de mes, y la cuenta de otro año, señalaban ausencia y desazón.
Muchas veces había pensado en vender esa casa enorme, de seguro le darían buen dinero. No quedaban muchas casas que dieran a la playa en el Lago Michigan, rodeada de varios acres de bosque original e intacto. Casi toda la costa del lago había sido tomada por condominios o por consorcios que construían edificios horrendos, a costa del bosque y de las dunas de la playa. Pero las mismas razones que lo impulsaban a vender, le impedían hacerlo. Los recuerdos.
Al terminar de subir la rampa, vio un auto rojo estacionado en el playón de la entrada. Un auto rojo, sucio de un largo viaje o del descuido premeditado del tiempo. Le llamó la atención porque no solía recibir visitas, y menos en una fecha tan cara a sus sentimientos. No establecía encuentros ni un mes antes, ni un mes después del 25 de noviembre. Para él, la vida social había dejado de ser importante. Y ese día era justo el 25 de noviembre, lo que le causó un disgusto.
Las luces de la casa estaban apagadas, lo cual indicaba que nadie estaba dentro. Nunca cerraba la puerta, era el privilegio de vivir algo lejos de la civilización, donde no había muchos con quien compartir una buena charla, o el silencio.
Entró su auto al garaje pero pensaba en el otro, en el auto rojo y sucio del viaje o del descuido premeditado. Al descender de su auto una ráfaga de viento lo envolvió, pudo ver cómo llegaban hasta él unas cuantas hojas ocres. Al pisarlas, escuchaba un crujido antiguo que hablaba de fastidio y de adrenalina desbocada.
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- Por Fernando Olszanski
“Esto es ridículo”, pensó Ramiro cuando Salazar, el jefe de enfermeros, se marchó de su habitación luego de informarle que a sus amigos se les hacía imposible acudir a visitarlo. “Es absurdo, mierda. Por más trabajo que tengan o por más lejos que esté este hospital de mierda, cómo es posible que no puedan venir a visitarme. Es absurdo”.
Lo cierto es que a Ramiro Benítez, paciente del cuarto 88, no lo habían visto sus amigos desde que fue llevado de emergencia al hospital luego que fuera atropellado violentamente por un autobús cuando se encontraba caminando por un sector de la ciudad casi desconocido para él. Quizás lo que más exasperaba a Ramiro no era el hecho de que nadie lo hubiera ido a visitar todavía sino el que le hubieran mandado flores. “Si hasta parece una burla”, pensó una tarde en la que Salazar (quien se encargaba de hacérselas llegar) acomodaba un nuevo ramo en su atestado cuarto, “los malagradecidos ni se asoman por aquí, pero –eso sí—no les molesta gastar en enviar flores”. “Mira, Ramiro; estas cosas a veces suceden. No te preocupes”, le dijo Salazar la tarde en que Ramiro le manifestó su inquietud porque ya habían pasado varios días desde el accidente y, aunque él se encontraba en franca recuperación, aún no había ido nadie a verlo. Ramiro intentó de veras no darle mucha importancia al hecho de que Salazar le hablaba y lo miraba en forma rara, casi como –le pareció a Ramiro-- si no fuera apropiado hablarle. “Lo que falta”, alcanzó a pensar Ramiro, “que este imbécil se ponga con estupideces ahora”. “Además debes pensar”, le decía Salazar, aunque ahora sin mirarle directamente a los ojos, dato que Ramiro prefirió –se forzó a—ignorar, “que este hospital está bastante retirado del sector de la ciudad en donde tú te desenvolvías; la locomoción pública por aquí es más que mala; la gente prefiere llamar o enviar correos electrónicos. A propósito, ¿abriste ya tu cuenta? Acuérdate de mi consejo: es posible que necesites mensajería electrónica para tener contacto con tu gente. Eso sí: el sistema aquí es diferente; así que tendrás que pedirle ayuda a nuestros técnicos para que te ayuden a familiarizarte con él”. “Pero, ¿es un chiste o qué lo que este imbécil me está diciendo?” se preguntaba ofuscado Ramiro, mirando las desconocidas y desiertas calles a través del cristal de su habitación, “los muchachos del bar ya debieran estar aquí o por lo menos los imbéciles de la oficina”.
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- Por Bernardo E. Navia
¿Por qué no hago yo como los
otros: vivo en armonía con mi
gente y acepto en silencio aquello
que pueda trastornar la armonía
misma; ignorándolo como un mero
error dentro del conjunto; teniendo
siempre presente aquello otro que
nos une felizmente y no lo que nos
empuja una y otra vez, como por
fuerza bruta, fuera de nuestro
círculo social?
“Investigaciones de un perro”
Franz Kafka
- Detalles
- Por Juan López Bauzá