Puro Cuento
El auto subió la rampa a la misma velocidad que lo hacía cada día de semana a la misma hora, con ritmo cansado y esforzándose por terminar el viaje. La rutina de volver del trabajo conectaba otra distinta, la de retomar la soledad de un hombre en una casa enorme, con recuerdos pesados y memorias vigentes. Más aun en esos días, cuando una fecha, un número de día y de mes, y la cuenta de otro año, señalaban ausencia y desazón.
Muchas veces había pensado en vender esa casa enorme, de seguro le darían buen dinero. No quedaban muchas casas que dieran a la playa en el Lago Michigan, rodeada de varios acres de bosque original e intacto. Casi toda la costa del lago había sido tomada por condominios o por consorcios que construían edificios horrendos, a costa del bosque y de las dunas de la playa. Pero las mismas razones que lo impulsaban a vender, le impedían hacerlo. Los recuerdos.
Al terminar de subir la rampa, vio un auto rojo estacionado en el playón de la entrada. Un auto rojo, sucio de un largo viaje o del descuido premeditado del tiempo. Le llamó la atención porque no solía recibir visitas, y menos en una fecha tan cara a sus sentimientos. No establecía encuentros ni un mes antes, ni un mes después del 25 de noviembre. Para él, la vida social había dejado de ser importante. Y ese día era justo el 25 de noviembre, lo que le causó un disgusto.
Las luces de la casa estaban apagadas, lo cual indicaba que nadie estaba dentro. Nunca cerraba la puerta, era el privilegio de vivir algo lejos de la civilización, donde no había muchos con quien compartir una buena charla, o el silencio.
Entró su auto al garaje pero pensaba en el otro, en el auto rojo y sucio del viaje o del descuido premeditado. Al descender de su auto una ráfaga de viento lo envolvió, pudo ver cómo llegaban hasta él unas cuantas hojas ocres. Al pisarlas, escuchaba un crujido antiguo que hablaba de fastidio y de adrenalina desbocada.
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- Por Fernando Olszanski
“Esto es ridículo”, pensó Ramiro cuando Salazar, el jefe de enfermeros, se marchó de su habitación luego de informarle que a sus amigos se les hacía imposible acudir a visitarlo. “Es absurdo, mierda. Por más trabajo que tengan o por más lejos que esté este hospital de mierda, cómo es posible que no puedan venir a visitarme. Es absurdo”.
Lo cierto es que a Ramiro Benítez, paciente del cuarto 88, no lo habían visto sus amigos desde que fue llevado de emergencia al hospital luego que fuera atropellado violentamente por un autobús cuando se encontraba caminando por un sector de la ciudad casi desconocido para él. Quizás lo que más exasperaba a Ramiro no era el hecho de que nadie lo hubiera ido a visitar todavía sino el que le hubieran mandado flores. “Si hasta parece una burla”, pensó una tarde en la que Salazar (quien se encargaba de hacérselas llegar) acomodaba un nuevo ramo en su atestado cuarto, “los malagradecidos ni se asoman por aquí, pero –eso sí—no les molesta gastar en enviar flores”. “Mira, Ramiro; estas cosas a veces suceden. No te preocupes”, le dijo Salazar la tarde en que Ramiro le manifestó su inquietud porque ya habían pasado varios días desde el accidente y, aunque él se encontraba en franca recuperación, aún no había ido nadie a verlo. Ramiro intentó de veras no darle mucha importancia al hecho de que Salazar le hablaba y lo miraba en forma rara, casi como –le pareció a Ramiro-- si no fuera apropiado hablarle. “Lo que falta”, alcanzó a pensar Ramiro, “que este imbécil se ponga con estupideces ahora”. “Además debes pensar”, le decía Salazar, aunque ahora sin mirarle directamente a los ojos, dato que Ramiro prefirió –se forzó a—ignorar, “que este hospital está bastante retirado del sector de la ciudad en donde tú te desenvolvías; la locomoción pública por aquí es más que mala; la gente prefiere llamar o enviar correos electrónicos. A propósito, ¿abriste ya tu cuenta? Acuérdate de mi consejo: es posible que necesites mensajería electrónica para tener contacto con tu gente. Eso sí: el sistema aquí es diferente; así que tendrás que pedirle ayuda a nuestros técnicos para que te ayuden a familiarizarte con él”. “Pero, ¿es un chiste o qué lo que este imbécil me está diciendo?” se preguntaba ofuscado Ramiro, mirando las desconocidas y desiertas calles a través del cristal de su habitación, “los muchachos del bar ya debieran estar aquí o por lo menos los imbéciles de la oficina”.
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- Por Bernardo E. Navia
¿Por qué no hago yo como los
otros: vivo en armonía con mi
gente y acepto en silencio aquello
que pueda trastornar la armonía
misma; ignorándolo como un mero
error dentro del conjunto; teniendo
siempre presente aquello otro que
nos une felizmente y no lo que nos
empuja una y otra vez, como por
fuerza bruta, fuera de nuestro
círculo social?
“Investigaciones de un perro”
Franz Kafka
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- Por Juan López Bauzá
Le contaré un secreto atómico.
Interrúmpame si ya lo sabe.
William S. Burroughs El almuerzo desnudo
Wonk Kwok-Heng se encuentra frente a un cuadro de Malevich mentalizándose para tratar de vencer la supremacía del blanco. Nadie lo ha obligado, pero siente la necesidad de anteponerse a lo que su mirada capta. Desde niño aprendió que como hombre se debe estar por encima de todo lo que se crea y, aunque el cuadro no sea parte de su creación, (él se dedica a otros quehaceres más ingratos: escribir biografías), se ve empujado a situarse por encima de lo que el cuadro significa para él y entenderlo desde esa perspectiva. No hay desdén hacia el artista, tampoco mofas. Hay admiración. Hay intriga. He ahí el reto.
Ignora si se trató de un chispazo producto de una inspiración sugestionada por sustancias o por desesperaciones extremas. No sabe quién es o fue Malevich. Viendo el cuadro intuye una desgracia. Eso es lo que mejor sabe: lo que son las desgracias. En su caso cree apropiado diferenciarse. A pesar de su vida de tribulación continua, él ha sabido canalizar lo negativo, lo exasperante, y rellenar el recipiente de la basura con la mayor parte de ello. Y salir avante, siempre por encima de las cosas, con el fulgor de una mitología personal que lo satisface cada vez que se ve en el espejo, cada vez que lee su nombre en los periódicos y en las revistas, cada vez que Ruey-Jiuan lo acaricia y le dice que el amor es ciego y que el blanco no existe, que no es un color sino una tonalidad, y que puede ser vencido con tan sólo rozar la yema de un dedo y que ésta contenga en sus diminutas ranuritas la suficiente cantidad de suciedad como para derrocar esa gran totalidad imperativa.
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- Por Rafael Romero
La vida es una distracción permanente que ni siquiera
permite tomar conciencia de aquello de lo cual distrae
Franz Kafka
–Va a llover.
–No. No va a llover. Vas a ver que no.
El Capincho alargó la mano hacia arriba, como si fuera a recibir una moneda.
–¿Y ésto? ¿qué es? ¿Viste? Yo te dije.
–No es nada. Una nube.
Extendí la mano a mi vez, poniendo la cara más inexpresiva posible, pero estaba claro que nada convencía al Capincho.
–Técnicamente –dije– ni siquiera es garúa ¿no ves que no moja el piso?
Miré la ruta y más allá la playa, donde la gente se bañaba o se aprontaba para ir a comer.
–Es tan mínimo que… ¿técnicamente sabés qué es? Solo en el País Vasco tienen nombre para algo tan chico como esto. Le dicen chirimiri. Una garúa tan pero tan fina que no moja el piso.
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- Por Pablo Silva Olazábal
Esta historia me fue contada en Oak Park, el barrio del viejo Hemingway y del arquitecto Frank Lloyd Wright, en el que me tocó vivir por razones del azar. Se la escuché a Sasha, mi mujer de aquel entonces. Todavía en esos años —me refiero a fines de la década de los noventa— y seguro que hoy en día también, ella solía decir que era de Yugoslavia. Antes que la guerra empezara y destrozara a ese país, Sasha vivía en Mostar, una ciudad pequeña y placentera de Herzegovina. La vida era buena —me contaba- y parecía que siempre sería de ese modo. Ella y su hermana menor iban a la escuela, jugaban tenis, nadaban en la piscina del barrio. Sus padres, él ortodoxo y ella católica, trabajaban sin que les fuera la vida en el trabajo. A los veinticinco años su padre había construido una casa lo suficientemente amplia para que fuera un nido para su familia. En Mostar —me seguía contando Sasha, mientras bebía un café o preparaba pulpo en aceite de oliva en mi departamento de Oak Park- todas las religiones se podían vivir sin agredir a nadie. Sus padres eran un ejemplo de eso. Jelena era la mejor amiga de Sasha cuando era niña. Su familia era croata pero había llegado hacía más de una década a Mostar. A ratos, Sasha parecía vivir en casa de Jelena, y a ratos, Jelena parecía vivir en casa de Sasha. Cuando la guerra empezó y las tensiones se encrisparon entre serbios y croatas, Sasha y Jelena juraron no separarse nunca, y si el destino las obligaba a hacerlo seguirían unidas en sus corazones. Fue la tarde en que intercambiaron dos rosas blancas.
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- Por José Armando Castro Urioste
Inédito
Para Carlitos Marx, cuyas ideas siempre anticiparán algo.
De Esmirna a Alejandría, y de allí a Ascalón, tierra de Herodes el Grande. Y de Ascalón, el grupo de hombres se desplazó a caballo por diez días con sus noches hacia las legendarias llanuras de los amonitas, descendientes de Amón, hijo menor de Lot. En esas llanuras fue edificado el palacio de Abdul-Rahman Ibn Abi Tálib, imponente por su tamaño y majestuosidad en el decorado, con un jardín interior que también servía de laberinto para los animales exóticos que amenizaban las tardes prolongadas y calurosas de sus inquilinos.
Muchos siglos después, los aguerridos cruzados de Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa, sitiaron “el castillo de los unicornios”, como empezaron a llamarlo, seguramente porque en la puerta de acceso, resguardada por una barbacana, había un escudo heráldico con esos animales flotando entre nubes, coronados de luces celestiales, proporcionándole un ámbito crepuscular; todo eso era sostenido al pie del escudo por una tortuga roja que ilustraba bizarría de espíritu.
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- Por Antonio Moreno
Tengo una amiga secreta que se llama María Moliner. Nunca la he visto pero la consulto regularmente, hay veces que no me contesta porque lo que le consulto no corresponde al lenguaje de una vetusta dama catalana, por lo menos, es lo que me comenta Carlitos quien se mueve, navega, cómodamente entre la filología y la lingüística. Carlitos es colonés por nacimiento y canario por adopción, su sentido del humor corresponde a ambos países.
Mira, me dijo al teléfono, cuando le pregunté por su profesión, el filólogo es aquel que corta el salchichón (sic) a lo largo, es decir, de atrás para adelante, el lingüista en cambio, hace cortes transversales como habitualmente se hace con el salchichón para observar la estructura de cada rodaja, un cambio mínimo en esa estructura indica el paso del tiempo, recuerda que el vocabulario cambia, se enriquece, se empobrece, aumenta, disminuye, se reduce, se respeta, se viola, a veces la acción de consultar un diccionario es como visitar un cementerio.
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- Por Leonardo Martínez Ugarte
A Serafín Martínez González,
fiel amigo de Sócrates
El profesor Domenico Pazzetti regresó a su casa un poco más tarde que de costumbre. Su esposa mostró cierto disgusto a la hora de la comida, pero el profesor, con la buena conciencia del esposo que jamás en la vida ha dado motivo de que se pueda pensar mal de él, se hizo el distraído, prefirió ignorar la cosa.
Con su cortesía de siempre, en cambio, conversó luego amenamente, contestó a las preguntas que le hacían sus hijos, sobre todo a las del mayor que ya estaba terminando su escuela primaria y que pronto, dentro de algunos meses -el tiempo pasaba tan rápido últimamante-, entraría a hacer su bachillerato precisamente en el establecimiento donde el profesor daba clases.
El profesor Pazzetti se había titulado en Ciencias Biológicas y como no encontró a tiempo un puesto en ninguna sociedad farmacéutica, carrera que le hubiera gustado hacer, en un laboratorio donde pudiera poner en práctica todo lo aprendido en aras de descubrir, tuvo que contentarse con ese puesto modesto de profesor, allá en la provincia, lejos además de toda gran ciudad, de sus influencias intelectuales y de toda posibilidad de carrera brillante; y la señora que estaba en ese momento a su lado, su esposa, que servía la comida, atenta siempre a lo que sus hijos y su ejemplar esposo querían, era la misma jovencita que le había salido a su encuentro años atrás y lo había desviado de todas esas veleidades de trabajos absorbentes de laboratorio, de fama entre pares, de vida mundana y capitalina. Con ella había encontrado una recompensa a la que jamás había ambicionado: la paz del hogar.
Hasta esa noche en que la paz tuvo una manchita, sombra dudosa que finalmente la esposa borró, y todo volvió a la calma de siempre. El hecho de que el profesor hubiera tenido un pequeño retardo en su hora acostumbrada para regresar a la casa, no iba a ser motivo de discordia doméstica, para qué darle proporciones exageradas a una de esas menudencias de la vida diaria, a una cosa que le hubiera podido también suceder a ella, que su vecina la hubiera demorado, por ejemplo, que en la tienda no la hubieran despachado a tiempo, razones que se daba ella misma sin poder de todos modos ignorar un pequeñísimo dardo, como la puntita de una aguja que hace mal en el corazón. Le molestaba el hecho de que el profesor no hubiera dado ninguna explicación. Silencio en torno a un retardo para ella injustificado.
Apenas dos días después el profesor volvió a infringir el ritmo acostumbrado de sus llegadas, esta vez cuando metió su llave en la cerradura de la puerta de su casa era realmente tarde; como si hubiera salido por ahí con amigos, cosas de ésas pensó la esposa en seguida, excusándolo. Eran cosas que hacían todos los hombres. Todos, menos el suyo, claro, pues ella jamás lo hubiera tolerado. De todos modos, el profesor Pazzetti era un hombre de conducta moral irreprochable.
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- Por Gabriel Uribe Carreño