Puro Cuento
Como todas esas cosas, esto empezó un jueves por la tarde, un día completamente normal, hacia el final del verano, con un poco de sol. Agradable, placentero, lo que se quiera. Llegaba del trabajo, como siempre a esa hora. Y ahí lo vi, digo, me vi. Ya había llegado yo, parece, bastante antes de llegar, porque me vi sentado en el balcón, tal como me gusta, la copa de ginebra con limón en la mano, mirando hacia ese plácido atardecer. Digo, supuse que sería ginebra con limón, que es lo que me gusta beber a esa hora, y lo que vi en el vaso tenía el color exacto de la ginebra con limón y yo tenía en la cara la expresión exacta que seguramente suelo tener al tomarme una ginebra con limón -aunque eso no lo sé, claro, o mejor dicho no lo sabía hasta entonces, pero, como sea, la verdad es que tenía pinta de estar saboreando una ginebra con limón, que no es lo mismo que tener cara de, por ejemplo, estar saboreando un whisky sour. De modo que nada más lógico que suponer que a quien vi ahí en una situación tan conocida y de cara y cuerpo tan conocidos era yo. ¿Quién si no? Digo, si era mi casa, mi balcón, mi trago preferido y mi cara. Pero tan natural y todo, la cosa no dejaba de preocuparme, porque el llegar a casa del trabajo suponiendo que estás llegando a la casa del trabajo y luego encontrarte a ti mismo ahí, a cualquiera le inquieta. Para empezar, si uno llega a la hora de siempre, a eso de las seis de la tarde, y se encuentra con que uno ya está y tiene pinta de llevar por lo menos una hora en el lugar y sabiendo lo que se tarda del trabajo a la casa, pues claro está, o salí del trabajo antes de la hora, y antes de salir, claro, o en el peor de los casos ni siquiera fui a trabajar. Y como están las cosas con el desempleo y los nervios y el genio del jefe, la verdad es que es una estupidez no cuidar al máximo el empleo. Y como soy yo el que lleva las cuentas de las ausencias y los permisos y licencias hasta de por media hora, me consta que no pedí permiso para salir antes de tiempo ni avisé que estaba enfermo. Aparte de que no tenía la menor cara de estar enfermo, sino más bien contento, contentísimo, con la copa y el cigarro y el periódico, totalmente despreocupado de los graves aconteceres mundanos de los que hablaría ese mismo periódico, el cual lee uno justamente para no preocuparse demasiado de las cosas que salen en los periódicos. Ahora, al releer estas líneas, me doy cuenta de que para mucha gente, tal vez para cualquiera, la pregunta principal sería otra: si ese que está ahí en mi balcón soy yo, cosa que parece indiscutible... ¿quién entonces soy yo, es decir este yo que está mirándolo y escribiendo o pensando esto? Pero la verdad es que no, no fue la idea que se me ocurrió entonces, y a decir verdad tampoco después ni ahora, pues en ningún momento he dudado de que yo fuera yo, que lo soy, el problema en todo momento me pareció ser ese otro yo mismo que plácidamente bebía ginebra en el balcón. Bueno, por poco me da por arreglar el asunto de una vez, preguntarme que qué me creía, que quién me creía yo estando así en mi lugar y más encima probablemente sin siquiera habiendo ido a trabajar. Y sé que para la mayor parte de la gente la solución sería esa, arreglar las cosas de una puñetera vez, saldar las cuentas, aclarar quién es el impostor y el otro a desaparecer o morir y todo eso que se supone que hace la gente en una situación semejante. Pero yo, viéndome tan tranquilo y contento no quise un conflicto que incluso podría no tener ni solución, y, pensando además que como había un solo balcón, un solo sillón plegable y una sola copa de ginebra con limón, mejor irse, despejar el área, hacer un silencioso mutis por el foro o como se llame, aprovechando eso sí la distracción mía (distraído yo en el balcón) para llevarme el libro que había empezado el día anterior y una razonable suma de dinero, como para estar preparado para pasar unos días en algún hotel y comiendo en la calle. Debo admitir que también me llevé el automóvil, nada del otro mundo, pero bueno y confiable, pensando yo, este yo, que al que se iba le haría más falta que al que se quedaba.
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- Por Jan Gustafsson
En las cumbres más altas que rodean el pueblo de Lawa-Lawa habitaba un violinista al que todos conocían pero a quien nadie había visto jamás. Dicen que muchas alpacas y ovejas desaparecieron mientras bailaban seducidas al son de sus notas encantadoras y que las mismas nubes dejaban de llover mientras vibraran las cuerdas de aquel violín. Los abuelos cuentan que su repertorio crecía con cada luna llena y que en noches claras como esas, los pastores se cubrían las orejas para no dejarse arrastrar hasta los abismos donde mejor se escuchaba ese concierto. De los hombres y animales desaparecidos, de los que volvieron confusos y enloquecidos de las montañas, se echó la culpa al violinista; aunque su música siguiera alentando ternura en los pechos de los oyentes, cuyos corazones se agitaban como tambores.
¿Procede la música del cielo, o es la única propiedad divina que los ángeles caídos lograron retener en el mundo subterráneo? Porque aunque del cielo parece llegar el conmovedor sonido del violín, son los pies los que danzan besando en cada paso la tierra. Ni en sequía ni en estación de tormenta aquellas melodías dejaban de sonar. En diferentes épocas la gente entendió que habían sido compuestas para entregarse a la vida: los enamorados al amor valiente; los ancianos a la alegría en sus últimos días, y los niños que con sus trompos retozaban por el campo creían que servían para prolongar el tiempo de sus juegos.
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- Por Karina Pacheco Medrano
La corbata de papá es roja, blanca y azul.
La medalla del señor sin piernas tiene los mismos colores pero las estrellitas salpicadas son más pequeñas. Aún no tengo corbata porque Dick piensa que los niños no debemos usarla. Creo que se equivoca: yo ya no soy un niño, en seis días cumpliré doce. Dick me dijo que tendría una sorpresa por mi cumpleaños, pero no mencionó la corbata. Dijo: «haremos una pequeña fiesta con todos nuestros hermanos» y eso fue un poco tonto porque todos los hombres del mundo son nuestros hermanos o al menos eso dice Dick, y si nuestro pastor dice algo, hay que escucharlo con todos los sentidos y con el corazón.
Me gustaría invitar a mi fiesta al señor de la medalla. El pobre está amarrado a uno de los asientos del bus y tiene que esperar a que el conductor lo libere para mover su silla de ruedas. ¿Será un soldado héroe, un policía valiente?... ¡Jo!, no tengo ni la menor idea, pero sé que a Dick le gustaría mucho su camiseta. In God We Trust se lee y yo entiendo muy bien lo que significa y, por eso, también comprendo que es una persona feliz a la que no le importa vivir sentada. Hay, sin embargo, algo de misterioso en su sonrisa. Algo que me asusta y me intriga al mismo tiempo. No me sorprendería, por ejemplo, que el hombre sin piernas empezara a llorar. Aunque quién sabe. Cuando mi papá llora (se encierra en el baño creyendo que no me doy cuenta), se me hace un nudo de aire en la garganta y doy vueltas en casa como si algo muy importante se me hubiese perdido. Algo que nunca he tenido pero igual busco.
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- Por Diego Trelles Paz
Trabajaba en una biblioteca de barrio, cerca a la estación de metro Argoulets y de mi casa, adonde había llegado desde hacía varias mañanas intentando terminar un largo poema que exploraba de modo esquivo las consecuencias de la muerte y fracasaba a menudo entre versos que releía sorprendido, defraudado. En la biblioteca, había unas pocas mesas largas, distribuidas cerca de las ventanas y junto a las computadoras. Desde las mesas se alcanzaba a ver la calle, los buses pasar, los autos, las señoras con sus gruesos caddies salir de la estación del metro. Yo dejaba mi maleta encima de la mesa, por temor a que me robaran, y me sentaba muy cerca de la ventana. Inclinado encima de mis hojas escritas, corregidas y garabateadas en distintos colores, por momentos escudriñaba desde mi sitio los anaqueles pálidos de libros de cocina y de shiatsu a mi lado, anhelando todo ruido o persona que pudiera interrumpirme y de alguna manera buscando en esas pequeñas naderías algo que consiguiera centrarme, que consiguiera el milagro de convertir eso que escribía en eso que quería escribir.
El bibliotecario era un hombre menudo y delgado, de una calvicie ordenada y sonrosada y unos pequeños lentes brillantes, en camisa, jeans y zapatillas. Hablaba en una voz baja, afeminada y con esa amabilidad inusitada de las bibliotecas pequeñas acompañaba a algunas personas hasta el corredor en que se hallaba el libro. Bonne lecture, bonne continuation, les decía sentado detrás de su escritorio al despedirlos. Esas personas eran por lo general señoras retiradas, de cabellos teñidos y blusas holgadas, que rechinaban sus zapatos de cuero mientras revisaban los pocos libros que habían en los estantes con las manos apoyadas en la cintura. También aparecían señoras jóvenes con sus hijos y algunos hombres que discutían afables del tiempo que hacía o resumían en dos frases su desagrado por el último libro que se habían prestado. Hablaban con esa voz gruesa, balbuceante y resabiada que me parece termina por formarse en todo hombre francés que supera los sesenta años.
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- Por Miguel Ángel Torres Vitolas
“Todo, además, es la punta de un misterio.
Inclusive los hechos. O la ausencia de ellos.
¿Duda? Cuando nada acontece, hay un milagro
que no estamos viendo”.
El espejo, Guimarães Rosa
En la rúa de Magalhães, trescientos metros de camino directo desde Oliveiro Branco, todo lucía gris a causa del temporal. El coliseo, un caparazón de cemento, se derretía lentamente como un espejismo sucio al pie de su perspectiva. Llovía. Y lo peor de todo –pensó Evangelista–era que llovía. Esa forma curiosa de sentir la lluvia cuando escuchas el rumor que produce su continuidad, y sientes cómo picotea sobre el paraguas, y sientes un sonido botánico que todo lo resbala mientras va formando líneas paralelas en la pista. Pero no es el tacto de su humedad afilada la que, después de todo, te hace reconocer que llueve. Es su sonido. La calle cruzada por sombras que van buscando un refugio; los quietos y redondos fanales como ojos de batracios, apuntándote el camino de luz por el que deambulan puntos de lluvia. Pero, por encima de todas estas percepciones, uno sabe que llueve, mucho antes de ver las ráfagas de agua o de mojarse los cabellos; incluso mucho después, cuando ha escampado ya por completo y el cielo se abre como un par de aletas que respiran, asomándose a través de las nubes. Pero los sonidos se pierden se pierden se confunden. Son como el latido de un corazón o el reloj que descansa en la mesilla de noche. De pronto un día los oyes.
Y eso es todo.
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- Por Carlos Yushimito
Entre víboras y nubarrones de bichos, se internan en el monte, macheteando la maleza. Su misión: apostarse en el extremo oriental del fuerte Yaupi.
El Coronel les dijo:
—Si un mono cruza la frontera, yo mismo los degüello a los tres por cagones.
Ahora la bruma y el bochorno se retiran y Oropesa destapa una cantimplora de aguardiente con carambola.
—¿Cabo Oropesa, y quién ganará la guerra? —pregunta Melesio—. ¿Los nazis o los ingleses?
—Los ingleses no aguantarán. Imagínate: los franchutes cayeron teniendo más poderío bélico.
—¿Y los rusos? —pregunta Amílcar.
—Esos comunistas se jodieron —dice Oropesa—. Hitler se lo tragará vivo a Stalin. Ya verán. Si se chifó a Francia enterita, si puso las patotas en París, imagínense qué hará con Moscú. Dicen que las rusas son bien ricas, van a cachar como gallos.
—¿Cómo un solo país le va a ganar a medio mundo? —pregunta Melesio—. No estarán exagerando. Eso no me lo creo, mi cabo.
—Alemania tiene el mejor ejército, inteligencia y propaganda del mundo —dice Oropesa—. Son los mejores vestidos además. Yo no soy mezquino, Melesio, ni mala leche como creo eres tú, que siempre metes raje.
—¿Y le conviene a Perú que ganen los nazis?
—Ya te dije: los peruanos son unos cojudos pisados por los americanos. Prado hace lo que Roosevelt diga. Pero en el ejército las cosas son distintas. Hay oficiales que para afuera dicen que son pro-americanos, aunque por dentro les guste Hitler.
—Sin embargo —continúa Oropesa—, en lugar de andar quejándose tanto de Alemania, por aquello de las olimpiadas, los peruanos debieran aliarse con ella. Necesitamos esa disciplina mezclada con nuestra pendejada.
—¿Y de verdad que en Lima hay nazis, mi cabo? —pregunta Melesio.
—Los vi en el periódico, cachorro. Gente blanquiñosa. También criollazos. ¿Pero indios o cholos? No creo, Melesio. Esos solo llegan hasta sacristanes como tú.
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- Por Richard Parra
6 de Junio del 1994
Ricardo- A dos horas del pueblo de Perla Mayo. Camino de Juanjui a Tocache, Departamento de San Martín, Loreto, Amazonía peruana.
24 soldados de la Compañía Especial del Comando número 115 de Tarapoto, destacamento Leoncio Prado, contra 120 subversivos SL. 24 contra 120, el sargento Quispe los contó, y se puede confiar en el sargento Quispe. Yo, sargento Ricardo Padilla-López, 19 años, 2 horas y 21 minutos esperando camuflado detrás de mi capinuri, mi árbol pene, la vida tiene humor… Si Paloma pudiese verme… Pero por la hora que es, Paloma debe gorjear con su estudiante de computación. Lo único que me queda: optar por el humor del árbol pene que despliega su erección en mis narices, cuando me encuentro privado de sexo desde hace dos años. ¿Cuánto tiempo un ser humano puede sobrevivir en la abstinencia total? Dos días sin beber, 44 sin comer, ¿cuántos sin fornicar? Lo peor en la espera de una batalla es el silencio que la precede, bulla silenciosa de la selva, acá todo suena, y cada ruido es una traición: hay un ave nocturna capaz de imitar a un niño llorando a su madre, para confundir a cualquiera, ayaymama, ayaymama, y este pez gato que grita como una rata cuando lo pescan, y esas ratas que ululan, y esos pájaros carpinteros empezando a serrar madera a las 6 de la noche en punto, y esos calatos salvajes capaces de reproducir todos aquellos ruidos, y el maldito otorongo que no se deja escuchar al llegar, y esas arañas filósofas que hacen Sócrates, Sócrates, Sócrates, ¡mentirosa, traicionera selva! La última vez que dispararon, de allí venía, pero nada asegura que el próximo tiro no llegará de por allá, o del más allá, porque si sumamos a eso todos los espíritus de la pendeja selva… Como en la historia, que cuenta el caporal Meléndez: él estaba de guardia en un cementerio, solo, en el frente Huayara, cuando recibió una bofetada de una intensidad sobrenatural que lo derramó. Alrededor, nadie, nada más que la infinidad del cielo estrellado y sin viento, sin nada.
Yo seguro moriré en la selva.
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- Por Sophie Canal
Sería injusto decir que Gastón es un bibliófago. Si consideramos que así les llaman a los insectos que se alimentan de papel, que reducen a trizas los libros, sin importar la calidad ni antigüedad, Gastón no lo es.
En uno de sus textos Claudio Magris cuenta que un hombre, durante la guerra civil española, huyendo de la violencia y las amenazas, se escondió durante meses entre los libros abandonados de la muy dañada Biblioteca de Madrid. Magris imaginaba a aquel hombre saliendo en las noches, arriesgándose para buscar comida y luego regresar veloz a los anaqueles más seguros. Quizá usaba algún libro como plato y arrancaba las hojas de otro para envolver los restos que desprendieran olores comprometedores, aunque los alimentos podridos en la guerra, jamás superan el olor de la sangre.
Me lo imaginé protegiéndose entre paredes enciclopédicas, haciendo almohadas de sinónimos y antónimos para intentar equilibrar su incertidumbre. Los libros salvaban a ese hombre en riesgo, a un solo hombre que Magris no pudo olvidar y llamó bibliófago. Más o menos así me supuse a Gastón.
La primera noche de visita en Miami, llegó a buscarme mi gran amiga. Después de un abrazo prolongado como la cantidad de años que estuvimos sin vernos, no supimos qué decir, qué proponer ni qué preguntar. El abrazo se lo había llevado todo. Finalmente, nos rescató el timbre de su teléfono, y aunque no lo atendió, la encaminó a una propuesta, visitar la Cinemateca. Ante situaciones que no sabíamos controlar, mi amiga siempre fue así, tomaba la iniciativa lanzando lo primero que se le ocurría.
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- Por Vivian Jiménez
Mis primeros amores fueron Alejandros. Tres. Todos amigos de mi hermano. Platónicos. El primero era celestial, el segundo esperaba un tren y el tercero, el tercero era un capullo que le bastaba sonreír para sacarte lo que quisiera.
En días como hoy desearía refugiarme en ese pasado inocente. Cerrar los ojos, detener el tiempo y volverlos a abrir sin arrepentimientos. Por momentos creo que es posible desandar los errores, que estoy a punto de lograrlo, pero siempre hay algo que me devuelve a la realidad. Un trueno, ese pájaro, el rencor.
−No le voy a andar con mentiras m’hijita. Su hermano no se fue a ningún lado ni la está cuidando desde el cielo. Su hermano se murió y no va a volver. Y aunque le parezca duro lo que le estoy diciendo, con el tiempo comprenderá que es lo mejor. La única forma de mantener presente a un muerto es a través del recuerdo. Elija uno, el mejor que tenga. Ya sé que usted es muy jovencita para tener recuerdos, pero elija la imagen más bonita de su hermano y guárdela aquí, en la cabeza. En el corazón no, porque es traicionero. Y no permita que el tiempo se la arrebate.
Ya sé que el abuelo intentaba ayudarme, pero me dejó sin esperanza.
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- Por Rodrigo Gardella