Puro Cuento
Salimos juntos del restaurante, hace un poco de fresco a esta hora. Yo visto camisa blanca, y ya en la calle me destemplo, me pasa siempre. Ella viene hacia mí con mi chaqueta, sabe que tengo frío; ella sabe muchas cosas de mí, y se acerca a mí con mi chaqueta. Pero hoy hay algo distinto en ella, que en la cena me mira demasiado fijamente y pestañea menos de lo habitual. Ahora, en la calle, me doy cuenta de que su cara está un poco tensa, rígida, aunque ella no suele sentir el frío. Y entonces lo veo: trae mi chaqueta doblada de una manera que yo no haría nunca, por mi costumbre ordenada. Un doblez inusual, una caída sobre el brazo que rompe la simetría visual, el orden de los minutos, la conversación. Y comprendo entonces: hay algo en mi chaqueta, la que ella me ofrece y quiere que me ponga. Me habla, me insta, pero las palabras se quedan fuera, solo entra en mí el frío. Ella sabe que tengo frío. Yo rehúso, me excuso, es un paseo corto hasta su casa, después ya cojo un taxi y no necesitaré ponerme la chaqueta, pero esto no se lo cuento, tan solo lo pienso. Un paseo corto hasta su casa, donde guardo y ella custodia alguna más de mis chaquetas. Ella insiste, lo intenta una y otra vez tratando de parecer cuidadosa, ya no sutil, y me coge por el brazo para guiarlo hacia la manga de mi chaqueta, la que oculta algo, y yo hago un último movimiento brusco y me aparto unos pasos. Al hacerlo, ambos oímos el ruido de un objeto metálico que se cae al suelo desde el interior de mi chaqueta, un objeto que preferimos no mirar, y los ojos se nos clavan con dureza: los de ella en mí, pendientes de mi reacción; los míos en alguien que no reconozco en aquella mujer. Retrocedo un poco más, espantado de ella, de mi chaqueta, de nuestra mirada, del frío con el que he vivido. Espantado de haber oído lo que hemos oído.
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- Por Miguel Rodríguez
Inédito
Día uno
¿Has sentido el vértigo de recuerdos? La impresión de caída que da ver algo brevemente en la memoria. Me ha pasado. Justo ayer vi a una mujer que se peinaba y me acordé de ti. Se peinaba frente a una ventana y me acordé de ti. Era la ventana del Emerald Trade Center y me acordé de ti. La señora era indigente. ¿Por qué me acordé de ti? Quizá por la forma en cómo se pavoneaba frente a su propio reflejo, como lo hacías tú frente a algún otro espejo más halagador.
“Vos que dijisteis a la Venerable Margarita del Santísimo Sacramento, y en
persona suya a todos vuestros devotos, estas palabras tan consoladoras para
nuestra pobre humanidad agobiada y doliente: todo lo que quieras pedir,
pídelo por los méritos de mi infancia y nada se te será negado”.
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- Por Santiago Vesga
"El entierro", relato con el cual realizó su debut literario la escritora Viveca Tallgren en la Danmarks Radio en 1985.
El relato fue leído por un actor y años más tarde traducido al castellano por Anne Klint.
En la entrada de la iglesia estaba el sacristán vestido de frac. Me pidió la tarjeta de invitación. Le miré con extrañeza.
- Por favor, su nombre y apellido, reiteró fríamente.
- Pero soy la hija de la señora Carrington...
- Por favor, su nombre, reiteró sin inmutarse. Sentí un escalofrío. Le di mi nombre. Sacó un plano del interior de la iglesia y puso una cruz en él.
- Puede Usted sentarse en la parte posterior a la izquierda.
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- Por Viveca Tallgren
El nacimiento viene de la muerte
y la muerte del nacimiento.
Concepción Budista
Chan Wing-Tsit
Con esa lentitud que delata recelo, el hombre se abrió paso entre la maleza y bajó la pendiente hasta la playa. Era la hora vertical del mediodía y no había sombras. A su izquierda y derecha, la arena se alargaba blanca; al frente, el mar, que a lo lejos se confundía con el cielo, más claro y sin nubes. En el día prefijado, avanzó con decisión. Lo detuvo la orilla. Se fijó en la espuma última de las olas: hecha añicos se arrastraba hacia sus zapatos, que finalmente mojaron. Se los quitó indignado, y al hacerlo se le cayeron las gafas. Las alzó en un movimiento mecánico y las sacudió como si fuera a necesitarlas donde iba. Mientras las acomodaba sobre la nariz, observó la inmensidad que había ido a buscar. Era agua, indudablemente. A la gente le encantaba el agua. Incluso recorría miles de kilómetros para retozar en ella y luego tumbarse al sol como elefantes marinos. Eran otros hombres esos. No escribían libros ni estudiaban filosofía; la fundación del imperio y su posterior caída les tenían sin cuidado. En el fondo, no podía negarlo en la intimidad de ese momento, aunque con muchos de ellos departiera amigablemente, los despreciaba. Cómo podía alguien perder el tiempo en el agua. Él la odiaba. Era un odio visceral. Siempre había sido así. Desde pequeño. Un profesor de educación física le había preguntado si alguna vez había estado a punto de ahogarse. Él no recordaba, por supuesto. Se limitó a responder, entonces, que el agua le daba asco. Era una sensación superior a él. El primer recuerdo que tenía era de infancia. Sus amigos se bañaban en el arroyo del Camino de Las Fuentes, antes que se lo tragara la ciudad. Era un lugar inmundo. Las aguas estaban casi estancadas; por allí cruzaba el ganado, conducido a un matadero próximo; y corriente arriba había una fábrica de vidrio que arrojaba en ellas todos sus desperdicios. No pudo evitar contrastar la fangosidad de aquel arroyo infantil con la limpidez del mar por el que avanzaba. Eran diferentes; sin embargo, en lo más recóndito de su composición química, eran una y la misma cosa; lo sabía.
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- Por Diego Antonio Nieto Marcó
Me fijé en las otras cintas y era verdad, los diálogos de El Santo en esas seis películas estaban doblados. Los labios no estaban en sincronía con el sonido. Tal vez no recordaba los parlamentos o quizás era una manera astuta de disimular las voces de distintas personas. Después de comprobarlo, todo lo que ella me dijo hacía que las cosas encontraran un orden y que lo que descubrí hace ocho años en el periódico de Mexicali, cuando buscaba un dato del primer cuatrimestre del setenta y seis, tuviera sentido. Fue allí que vi esa nota mínima que hablaba del encuentro fronterizo de lucha libre entre, por un lado, Black Shadow y el Cavernario Galindo y, por el otro, El Santo y Blue Demon en Tijuana. La nota decía que la lucha se protagonizaría de uno y otro lado del Río Grande para promocionar las películas de El Santo en los drive-ins norteamericanos. Hubiera sido solo un dato curioso si no habría sabido que, en esos mismos meses, El Santo filmaba una muy publicitada cinta en la Mitad del Mundo: El Santo contra los secuestradores. Lo anoté en mi libreta, fotocopié la página del recuadro, seguí con mi infructuosa investigación, y luego me olvidé de lo que había leído o aduje que el periodista había leído mal el cable o que la filmación en Ecuador había sido en el segundo y no en el primer cuatrimestre del setenta y seis. Pasaron años, hasta que un viaje de negocios a México me permitió comprar las revistas de colección que una amiga me había pedido para su hijo y que, aburrida, revisé durante el regreso en el avión.
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- Por Gabriela Alemán
El relato "El joven que vino del mar" está escrito a cuatro manos entre la escritora María Alejandra Almeida y el escritor Javier Vásconez.
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- Por María Alejandra Almeida y Javier Vásconez
Se me ocurre que podrían aparecer ellos dos, el navegante sentado en su rincón predilecto, cerca de la ventana, y ella reflejada en el espejo, tal vez sin el cigarro pero sí con el humo, porque el humo podría ser algo así como el tono de sus canciones. Por supuesto, también aparecería yo, el viejo y aficionado pintor que a la postre hace las veces de barman, cuando el puerto agonizaba y no había marineros y sólo quedaban Azalea y el navegante. Me pintaré a la manera italiana, renacentista quiero decir –así suene un poco forzado- como por descuido, en un lugar insignificante, detrás de la barra tal vez, como si en verdad fuese un barman, o reflejado de manera lateral en el espejo, opacada mi figura, claro está, por la imagen de Azalea. A lo mejor deba desaparecer por completo, dejar todo el bar-cuadro para ellos y contentarme tan sólo con una representación –casi por casualidad- de mi mano llena de anillos de fantasía, ajena a cualquier pincel.
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- Por Pedro Badrán
A Ivet, con los ojos cerrados.
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- Por Antonio Moreno
¿Qué es lo prohibido?: «La sociedad no prohíbe más que lo que ella misma suscita».
Lévi-Strauss
No sé en qué momento me comenzaron a interesar las nalgas de los niños. Desde que los curas, los políticos, los empresarios fueron exhibiendo sus miradas huidizas en la pantalla de televisión, y los diarios de vida infantiles eran pruebas fidedignas en los tribunales de justicia. Nunca antes había sentido una palpitación por esos cuerpos incompletos, pero estábamos todo el tiempo expuesto al bombardeo mediático de «las erosiones de cero punto siete centímetros en la zona baja del ano». O, en el periódico la frase «a los chicos reiteradamente abusados se les borran los pliegues del recto». La brigada de delitos sexuales alertando a la población sobre las conductas cambiantes en los niños y el examen periódico de sus genitales. El servicio médico legal ratificando las denuncias después de los peritajes físicos.
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- Por Andrea Jeftanovic