Puro Cuento
Lo vi en la ciudad en que compartíamos espacio en el libro de los nacimientos, yo unos cientos de páginas antes que él. Fue la primera de las coincidencias que luego nos irían reuniendo sobre el mundo. Es un hombre —ahora, entonces era un muchacho— de ésos que parecen pequeños incluso cuando son altos. A primera vista, llegué a confundir con brío su torpeza, pero no tardó mucho en sacarme de mi error.
Ya lo había intuido dentro del montón que componía la comparsa en los cafetines con pujos de fonda parisina que corretean por mi ciudad, y que él trata, siempre sin éxito, de reconstruir en sus crónicas. Por eso, al ver su mano elevada durante mi conferencia, me complací en sonreírle al tiempo que le concedía la palabra.
Él se irguió, tropezó, sus manos —seguramente húmedas— se crisparon buscando la salida de una enorme chaqueta marrón, y luego balbuceó un inglés chapucero del que pude extraer apenas que inquiría algo sobre la impuntualidad de los barberos que rasuraban a JM Coetzee.
Yo, que me había valido de mi logrado acento británico para departir con un público decorosamente internacional, en una conferencia dictada dentro de una universidad tan provinciana como la de los jesuitas en Quito, continué sonriendo mientras su novia —bellísima— enrojecía hasta la misma raíz del pelo. Tardé unos minutos en percatarme de su error.
Le contesté, en mi castellano materno, con una esmerada disquisición sobre civilización y barbarie en los márgenes de la cultura, y, sólo al final, le aclaré que el título hacía referencia precisamente a eso, a los bárbaros:
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- Por Yanko Molina Rueda
Todos los jueves almuerzo con mi madre. Por mucho tiempo ella ha estado viviendo en una residencia para ancianos donde dispone de un pequeño apartamento. Cada jueves, llueva o truene, llego poco después del mediodía, y charlamos un rato. A la una nos sentamos en el comedor, una mesita estrecha al lado de la ventana que da al patio. Soy el único invitado, pero ella pone la mesa como si viniera a comer quién sabe quién: mantel y servilletas de lino blanco, bordados; cubiertos de plata; vasos de cristal, dos pequeños, para el vino, y dos grandes, siempre llenos de agua helada. La vajilla –de Limoges, con el borde dorado y el monograma de Palacio– es la mejor que tiene (la otra, la del diario, es de plástico). Sólo la usa los jueves, cuando vengo yo, y en todo caso no podría usarla si hubiera más convidados, pues casi todos los platos se quebraron y apenas si quedan piezas para dos comensales.
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- Por Héctor Abad Faciolince
Le tenían miedo a la muerte, como cualquiera, aunque también temían los días de lluvia, el catarro del otoño y el polen, con o sin primavera. Mary Varella era la única amiga de Dolores Sullivan que no hacía de la queja una forma de saludo. Era también la única a la que jamás habían visto de mal humor, despotricando del Seguro Social, los excesos liberales del alcalde o el aumento de los impuestos que asfixiaba a las viudas de los jubilados. Mrs. Varella no perdía la buena disposición; tenerla cerca y escucharla discurrir calmadamente sobre los problemas que alteraban a las demás le hacía bien al alma.
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- Por Miguel Gomes
A wanderer is man from his birth.
He was born in a ship
On the breast of the river of Time.
Mathew Arnold
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- Por Sara Harb
1
Aprendí a apreciar la compañía de las moscas. En un principio eran muy molestas, con ese zumbido que penetraba en mis músculos, adormecidos por la posición en la cama donde mi cuerpo, mis huesos, se aferraban a los tuyos con vehemencia. Ese espacio no nos podía contener. El pasado —como las moscas— daba vueltas sobre nosotros. Quizás estaba pudriéndose mi cuerpo, mi espera.
Una tarde, unas cuantas, se habían acomodado en tu cabeza mientras dormías. Comencé a observarlas, a las moscas, con detenimiento. Miré sus cuerpos divididos en tres partes; sus alas transparentes, sus patas largas dejando huellas amarillas de porquería. Del pasado; del ahora no es el tiempo de querernos que repetías y que ahora martillaba doloroso en la parte interna de mis ojos. Moscas amarillas y asquerosas que intenté espantar, pero que se aferraban a sus marcas en tu cabeza, como yo me aferré a tu compañía. Y observándolas, comprendí que debajo de sus huellas nauseabundas estabas tú. Nosotros éramos esos cuerpos, trenzados en la cama, que abrían una grieta entre el pasado y el futuro; entre las moscas que contaminaban el ambiente y lo sano que debía emerger de lo infecto. Fractura y emergencia. No era aún el momento adecuado. Voy a convencerla. No quiero tener vínculos, no con ella, dijiste. Vínculos. Ataduras. Insania. Las moscas seguían entrando y saliendo sin que yo las pudiera detener.
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- Por Jennifer Thorndike
Cada comienzo de año voy a ver a mi médico, que alinea mis centros de energía y me prepara para enfrentar el nuevo período. Como siempre, me saluda casi sin mirarme; sé que me ausculta con varios tipos de percepción y que como mujer le gusto, pero hemos llegado a un entendimiento tácito de no incluirnos en nuestras aspiraciones románticas, por el bien de ambos. A través de los años, entre los dos se ha establecido una cofradía que linda con lo secreto. Luego del saludo, se establece entre nosotros una vieja complicidad, que nos permite tratar asuntos inusuales: sabemos que no somos comunes.
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- Por Sara Harb
Quitarás las sábanas para ponerlas en la lavadora y descubrirás, al lado de mi cama, las botas que compramos juntos el sábado, cuando hiciste la lista de lo que me haría falta en Colombia, y yo pensaba que no me haría falta nada de todo eso que anotabas, pero no sabía cómo decírtelo y fuimos a comprar las botas. Intentarás llamarme para decir que las botas se me han quedado, que podrías llevármelas al aeropuerto, y puedo imaginar tu cara al oír que mi móvil está sonando debajo de la cama.
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- Por Yolanda Reyes
Los gatos existen para ser amados.
Los gatos no sirven para amar.
Los gatos sólo saben ser amados.
Darío Jaramillo Agudelo
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- Por Paloma Pérez Sastre
–No tengo el dinero, Juan –dijo Carla, y encendió un cigarrillo.
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- Por Marta Orrantia