Puro Cuento
El termómetro del alféizar marca dieciocho bajo cero. La noche insiste en manchar las ventanas de la calle Meerinkuja. Es diciembre pero aún no es Navidad.
Me incorporo dolorido; es algo a lo que ya estoy acostumbrado, como también lo estoy al dolor de cabeza y a la acidez de estómago, que me castigan continuamente. La casa está fresca porque ayer acerté a abrir la ventana justo antes de quedarme dormido. El olor a podrido que me arroja el armario al abrirlo me acaba de recordar el día en que entendí que todo había cambiado para mal. De hecho, les diré que probablemente debería haberme dado cuenta antes, pero no lo hice, y el caso es que aquella noche en la puerta del bar tuve conciencia de que el asqueroso olor de mi ropa era algo de lo que no me iba a deshacer nunca. Quizás fue el contraste con el olor a vela quemada lo que me hizo entender que mi vida era una mierda. Les contaré lo que pasó ese día de noviembre, normal y lluvioso de Espoo.
Aquel martes de noviembre me despertó el teléfono móvil. Casualmente me lo había dejado encima del pecho, durmiendo, como yo dormía, porque normalmente nadie me llama. Hay que decir que yo no tendría teléfono móvil si no fuera porque mi hermana se preocupó por darme uno. También entiendo que eso no tiene demasiado valor porque el teléfono es de segunda mano y porque me lo regaló cuando al imbécil de su marido le dieron uno nuevo en el trabajo. Lo que sí que tiene valor es que me llame de vez en cuando y que me pague las facturas que yo no puedo pagar. Pues bien, mi hermana me llamó porque quería que me pasara por su casa a llevarle ropa para lavar y, de paso, curarme las heridas. Se preguntarán qué heridas. Pues el asunto es que yo también me lo pregunto muchas veces. Se ve que cuando pierdo el control, a veces caigo y me golpeo con el suelo, con el borde de un banco o con lo que sea. No soy agresivo, no crean que soy de esos que van buscando problemas, no, sólo quiero que me dejen tranquilo y disfrutar de una cerveza con mis amigos. Después de la llamada de mi hermana, pensé que, si iba a ir a su casa esa misma tarde, debía ir a comprarle flores al centro comercial. En el Galleria hay una floristería; no es la mejor, pero sí es la única que nos quiere vender. Suvi, la dueña, siempre se porta muy bien conmigo.
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- Por David Gambarte
A Marianita
Saltar del mar Pacífico al Atlántico en tres horas.
Estar entre torres artificiales de cristal y pasar a una chalupa que cruza un caño para adentrarnos en un mar intranquilo que se debate con un río que se le quiere meter. El debate entre el agua clara del mar y el agua marrón del río. El debate entre lo que somos y lo que nos quieren imponer.
Saltar del mar Pacífico al Atlántico en una hora.
Del casco antiguo de una ciudad frente a un mar de mareas que dejan los metros de tierra encharcada que a las horas serán rellenados por agua con peces minúsculos (como el cuadro en el Instituto de Lenguas Modernas del profesor Assa, el cuadro en el mar Atlántico del Monte Saint-Michel en la Normandía francesa).
De la ciudad del ‘Mercado del Marisco’ a la ciudad del comercio. La ‘Zona Libre’. Seremos libres alguna vez parecen decirnos.
La que una vez de bellos edificios y ahora en su centro (que es algo como el de mi ciudad) sus paredes descascaradas, con rastros de varios colores de sus pinturas. Los edificios donde alguna vez familias de alta alcurnia vivían rodeados de muchachas de servicios, niños por cuidar y fiestas y convites en las noches de largos bailes todos ataviados de esplendor. Y ahora, ahora, los mismos edificios con otros dentro, con sus paredes que se caen de poco en poco, con la pobreza para comer, para vestir, para hablar.
El debate entre el antes y el ahora que se busca cambiar.
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- Por Adriana Rosas Consuegra
Inédito
Niño
“As lighting to the Children eased
With explanation kind”
Emily Dickinson
(“como para el niño el relámpago / que alguna explicación benévola mitiga”)
J.M.A.
Un olor a tierra se levantó y el cielo gris, luminoso, se cerró sobre nuestras cabezas. El pueblo terminaba en esa esquina y la carretera bajaba un poco; tomando un leve giro a la derecha estaba la casa de la abuela. Papá y yo caminábamos conversando y el calor comenzaba a huir ante la inminente llegada de la lluvia.
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- Por Alejandro Arcila Jiménez
Manuel Cobo, autor de ficciones breves, baja de su buhardilla para comprar cigarros en la tienda de la esquina. Como sólo piensa estar afuera unos pocos minutos, no juzga necesario cerrar la ventana.
La tarde es fresca, apacible, sin ruidos que perturben su trabajo, y Cobo piensa que cuando regrese podrá terminar por fin esa historia en la que trabaja desde hace un par de semanas. En verdad, resta poco: ajustar apenas unas cuantas palabras a las que no le encuentra fuerza y decidirse sobre colocar una que otra coma, detalles que él suele sortear sin dificultad. La certeza de que esta vez también podrá hacerlo cuando regrese, tiene feliz a Cobo, quien en este momento baja los escalones de uno en uno y con una sonrisa de satisfacción.
Pero durante su ausencia una repentina ventolera penetra por la ventana de la buhardilla y levanta de la mesa las hojas de papel, el bolígrafo de tinta negra, el lápiz, el borrador y hasta el pequeño diccionario de latín que Cobo conserva desde su juventud.
He aquí lo que, en un pausado pero doloroso inventario, alcanzan a ver los ojos asombrados de este escritor de ficciones breves una vez abre la puerta de su buhardilla: en un rincón de la sala, el rostro melancólico del personaje de su historia, más allá, cerca al cajón de sus queridos discos, la palabra consuelo, debajo de una silla el verbo recordar, y en la maceta de la incipiente planta de anturio, revuelta con la tierra mojada, solitaria y como aterida, la sílaba tras. Desperdigados por el suelo, también una miríada de pequeños fragmentos de palabras, letras y signos útiles para la escritura.
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- Por Carlos de la Hoz Albor
El agua corre, llena la bañera y casi desborda. Está al límite, llena, entonces me sumerjo. El agua está tibia y causa placer estar ahí. Entonces veo figuras, recuerdos que aparecen y dibujan. Entonces me dejo ir, llevar ¿a dónde? Entonces viajo. Tomo el colectivo y viajo, el ómnibus anda despacio, es día de semana y voy, es un día soleado y voy mirando por las ventanillas, los edificios, la ciudad gris, la ciudad me araña. Me dejo llevar porque los recuerdos son y están. Y estoy ahí. Yo estoy, estaba y estoy. Y entonces es un homenaje a mí misma. A la que fui y está, en el pasado que ahora es presente. Está, estoy. Ahí, como entonces, como ahora, estoy…
Y me saludo cada vez que paso por alguna casa dónde viví, porque ahí quedaron mis recuerdos. Entonces me saludo a mí misma porque algo mío vive ahí…
Pero las casas han sido tomadas, son casas tomadas como en el cuento de Julio… Poco a poco las han ido tomando otros…
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- Por Araceli Otamendi
He buscado a dios, aunque la Venus de Willendorf prefiera admirar su ingente, desplazante peso en el finito espacio, divergencia de pechos atolones o ritual canibalismo, poder de cintura que orbita estrellándonos contra matriz de fósiles para así deformar nuestros rasgos o humanoide credo. Cabeza trasplantada por gravitaciones y geografía de pies lamidos por barro infatigable, piernas de cónico aquelarre a las que me aferro temiendo borrachera peregrina. La astral Venus de Willemberg, templo de raíces burocráticas y serpientes apócrifas afiliadas a la horda, es madre que se niega horrorizando, pero nunca falla al decretar atributos: bestia protegida contra obstinada especie de humanos ademanes. La Venus exige rupestre alegoría o lenguas autopistas que se enredan en sí mismas y tierra sangre torrenciada sobre sílex. Gusta complacida, y complacida debe ser, de bisontes verdes en busca sureña de Matisse; gusta de aviones que no levantan vuelo por considerarse reptiles de fija astronomía cuyo deber se debe sólo a estrellas sempiternas, refractarias. Gusta la Venus de regir pigmentos pisoteando la belleza e impasible mata para reconstruir su carne pedernal.
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- Por Jesús Callejas
Para Luisa Pérez
A Silvia le hablaba de Malena. Es linda, muy linda, le decía. Casi a diario soñaba con ella. Sentado a su lado en el piso recién alquilado, peinando sus cabellos aún mojados, arreglando las uñas de sus manos y sus pies, colocando flores en un jarrón en la mesa de centro de la inmensa sala, tomando el té con los amigos que venían a visitarnos casi todas las tardes, contestando el teléfono para postergar citas o reuniones, yendo de paseo por el centro de la ciudad, luciendo un vestido nuevo y con el maquillaje resaltando sus facciones más bellas. Silvia escuchaba con cierto malestar el relato de mis sueños. Con rabia nada oculta cerraba el periódico que leía y se iba al dormitorio. Sentada frente al tocador se alisaba el cabello y se contemplaba desde uno y otro ángulo. Al volver, sosegada, mucho más tranquila, me preguntaba, una y mil veces, si aún la encontraba bella, que si aún era feliz con ella, que si aún ella sigue siendo mi princesa. Eso ni lo dudes, Silvina, te amo con locura mi princesita hispanoincaica, le contestaba. En silencio la admiraba, sentía cómo la amaba, claro, y me prometía amarla siempre, siempre. Entonces ella, suspirando profundamente, soñaba con ser Malena.
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- Por Walter Lingán
Mi papá siempre repetía que yo era una persona especial. Lo decía con un énfasis muy parecido a la rabia. La palabra “es-pe-cial” salía de su boca como si la escupiera. Se le abrían extrañamente los ojos, como cuando me quería golpear. Pero él siempre lanzaba esa mirada contra todo, nunca lo tomé personal. Con el tiempo me fui dando cuenta de que, de hecho, sí era una persona especial. Fui descubriendo mis poderes. Cuando mi mamá se encerraba durante horas en la cocina para preparar el atol de elote que tanto le gustaba a mi papá, me gritaba que no entrara, porque si lo miraba, se le iba a cortar. Y cuando me mandaban a traer tortillas, escuchaba desde el fondo del cuarto oscuro, junto con el crepitar de la madera, la voz de doña Rosa que gritaba que me quitara de la puerta, que el fuego se le iba a apagar. Fue allí, con doña Rosa, donde conocí a Elena. Ella tenía el poder de cortar el huevo batido y escuchar mensajes de Dios. Cuando resultó embarazada, Dios le dijo que nos teníamos que casar. Pero seguramente se equivocó. La navidad del año en que nació nuestro segundo hijo la oí gritar que había logrado destruir su vida, que había logrado destruir nuestra familia, entonces supe que mis poderes estaban fuera de control. A gritos pidió que desapareciera, pero ella no tenía ese poder. Por lo menos no hasta unos días después cuando quien desapareció fue ella, junto a mis hijos y el poco dinero que teníamos. Desde entonces, me he sentado durante horas en medio del cuarto, ya vacío de ellos, y me he esforzado para hacerlos aparecer. Hoy, finalmente, los vi entrar. Llenaron todo de nuevo con sus voces y sus ruidos pequeños. Y seguramente se habrían quedado si hubiera mantenido los ojos cerrados. Estoy llegando a creer que, después de todo, mi padre nunca tuvo razón.
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- Por Vania Vargas
El relato pertenece al libro Staden vid gränsen (La ciudad junto a la frontera) de Anne-Marie Berglund.
Traducción del sueco al castellano por David Guijosa Aeberhard.
La arena era fina y blanca. Las gentes sencillas con sus bañadores oscuros comían bocadillos sentados bajo las sombrillas. Él se negaba a estar en la playa, quería quedarse en el balcón y traducir poemas bajo la sombra. ¡Meterse en el Mar Negro una vez al día ya era bastante! Tomar el sol, hacer el vago, llenarse de arena, ¡qué tonterías eran esas!
Ella también se sentía inquieta, unas veces escuchaba discos de la máquina de abajo, en el café de la playa, otras veces entraba en el mar y nadaba lo más lejos que podía. Ella tampoco era capaz de quedarse tumbada y descansar.
Aquella noche comieron en una mesa con un mantel blanco: carne dura y vino dulce. A él lo había atrapado un deseo ardiente por una de las propietarias del hotel. La verdad es que era una mujer muy expresiva, se dijo a sí misma.
Los días pasaban lentamente, ella había encontrado una pequeña playa nudista donde solía pasar el tiempo, y donde se untaba con un barro que afirmaban que tenía propiedades beneficiosas. En ese lugar fue en el que se encontraría con una mujer joven y delgada que venía a traerle puñados de conchas. Todos los días llegaba con las manos llenas y sonreía entre tímida y avergonzada. No era una chica guapa pero en sus ojos verdes se podía ver el sol y una tarde, antes del crepúsculo, las dos jóvenes mujeres se besaron.
Solo eran semanas de vacaciones en las que ninguno de los dos tenía ganas de contar nada. Y cuando paseaban por la noche y alguna vez se sentaban en algún café para escuchar a los románticos violines que tocaban, se decían ya solo aquello que se habían dicho antes; ni siquiera eso.
Eso es la melancolía, cuando un amor antes húmedo y saludable empieza a endurecerse y se convierte en una flor nueva, una flor de piedra. Y se siente entonces que todo lo que era ya no es, pero que también resulta imposible escapar de la piedra compartida. La ternura compartida que se volvió cada vez más como esas viejas pinturas descoloridas, auténticas, pero sin fuerza ni vitalidad.
- Detalles
- Por Anne-Marie Berglund