Puro Cuento
Casa de fieras
Antología de relatos de mujeres malas
Colección de Narrativa Nº 49
M.A.R. Editor
Ilustración de cubierta Anna Ismaguilova
ISBN: 978-84-946123-0-5
210 páginas
2016
Autoras participantes en la antología: Lourdes Ortiz, María Zaragoza, Paula Izquierdo, Elena Marqués, Olga Mínguez Pastor, Montserrat Suáñez, Ángela Hernández Benito, Laura Garrido, Mariaje López, Teresa Iturriaga Osa, Sol Antolín Herrero, Fátima Díez, Eloína Calvete, Rosi Serrano, Ana Zarzuelo, Balbina Rivero, Carmen Pita, Carmen Soteres, Rosario Martínez, María Luisa de León, la Vizcondesa de Saint-Luc, Carmen Martagón, Paula Lima y Olvido Andújar.
Veneno de tórtola (relato de Teresa Iturriaga Osa)
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- Por Teresa Iturriaga Osa
A las tres de la madrugada, Sonia se volcó hacia el baño, “Esta cuca, irritada, no me deja dormir”. Al ir a tirar de la cadena del vater, “¡Qué asco!”, pero del fondo la taza la detuvo un susurro de voz, empañada de miles y miles de siglos, “Detente, bípedo, no quieras cometer otro de vuestros crímenes. Ya te vi antes de acostarte dando el mortal escobazo a la araña del techo, aunque para mi, ¡inmortal reina del mundo animal!, esto tan solo sería una ducha, aunque no me gusta dármelas a estas horas. Solo quiero beber un poquito de agua en esta noche calurosísima. Escucha y a ver si esto te hace olvidar la irritación. Soy la cucaracha en que se trasformó Kafka en su cuento. ¡Qué felicidad, dejar la naturaleza humana, y desalojar la pesadísima computadora de vuestro cerebro, mecanizándose ad infinitum y que alegría no tener que seguir aguantando a tal padre y amarrado al banco de la literatura del absurdo y a, la más absurda, angustia humana. Y ser, simplemente, bio, sin el fardo de vuestra cultura de tantos genocidios! Creo que él hasta se suicidó para que yo pudiera vivir esta vida de felicidad cucarachil sin el peso de sus restos, pero me dejó el habla. ¿Cómo he llegado a este abrevadero piscinal californiano? Oye, pues:
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- Por Víctor Fuentes
Ellos piensan que lo sé, me vieron con ella y piensan que lo sé o que soy parte de la trama, tal vez incluso que sea yo quien haya maquinado su ejecución y que ahora estoy haciéndome el tonto o el duro. Ellos siempre piensan estas cosas. Son predecibles y eso me entristece. Hay cuatro, el mal afeitado es el loco, los demás parecen inteligentes y solo quieren información. El loco no quiere interrogarme, a él solo le interesa abrirme la cara, pero no sé por qué. No le conozco, creo, pero él me mira como si supiera todo de mí. Imagina que sé algo.
Sin embargo ella no ha muerto según el protocolo habitual, el plan salió mal y me vio alguien que ahora está en el cuarto contiguo, al otro lado del cristal, o eso al menos me han dicho hace un rato, seguramente para provocarme presión e inducirme a error en mi declaración, hacerme ceder a la emoción y crear un malentendido equívoco, un juego de palabras que desmonte mi coartada y desvele que sí, que fui yo; hacerme confesar algo que ni estos imbéciles ni ese supuesto testigo pueden probar. No saben qué les repugna más, si escucharme o pedirme humildemente ayuda en el análisis de los hechos. No quieren reconocer que ellos podrían ser yo, que yo también soy como ellos.
El caso es que yo he acabado desistiendo y les he dicho que sí, que he sido yo, he confesado por puro aburrimiento, ya no sé cuántas horas llevo aquí; pero ellos insisten en que un crimen tan escalofriante ha de cometerse por algún motivo, que no puede llevarse a cabo así como así, por simples maldad o sadismo. Necesitan una explicación. La gente es capaz de soportar el espanto si se lo explicas de manera razonable y con argumentos, lo cual me parece aún más horrible. Lo que pasa es que yo no soy una persona de desarrollos lógicos, sino de procedimientos, y esto les altera y les vuelve suspicaces. Les incomoda aún más que si en verdad hubiera cometido yo los crímenes de que me acusan.
El psiquiatra me cree y piensa que no soy un asesino, sino que simplemente estoy loco, y ha sugerido dejarme en libertad sin cargos y bajo vigilancia preventiva, de forma que pase a ser paciente externo en tratamiento de su hospital. Pocas noches después me adentré en su casa para agradecerle su ayuda, punto en el cual cambió de opinión para pasar a considerarme un criminal en potencia. Reescribió sus conclusiones, las envió al inspector e instigó para que se me juzgara por las muertes que – decía – sin duda he cometido y que me resisto a confesar. Por eso estoy aquí, con el loco que no duda y que me mira como si me conociera. Eso es lo que hacen los locos, creen que ya han vivido el mundo anteriormente.
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- Por Miguel Rodríguez
Creí conveniente pasar algunos días con mi madre. Los viajes constantes al extranjero, también el hecho de residir en una ciudad al sur de país, impedían que yo viajara con la frecuencia deseada, porque sabía que tras la muerte de mi padre, luego de la fricción y posterior ruptura con Julia, mi hermana menor, no sólo desencadenó un desconcierto familiar que nos partió a todos por la mitad, sino que sumió a mi madre en un hoyo de depresión profunda, generando inestabilidad y caos, por lo que temí lo peor. Aproveché la oportunidad de que la empresa donde trabajo actualmente como jefe del departamento de optometría, me otorgó para mi asombro tanto la promoción que había solicitado desde hacía un par de años, resultado de los méritos, como un viaje pagado a cualquier parte del mundo. No lo podía creer, tampoco lo pensé dos veces. Mi madre vivía sola desde hacía casi diez años. Y yo, recién divorciado, sin hijos ni responsabilidades domésticas, podía pasar días enteros a su lado.
Se resistió pero al final tuvo que doblegarse. Aceptó la compañía de una trabajadora doméstica para cuidarla todos los días, al tanto de sus medicamentos y achaques, de la misma manera caminar por el parque o ver las noticias juntas. A dos días de mi llegada me preguntó si quería acompañarla al cementerio. Primero, dijo condescendiente, compraríamos flores en el mercado y después, pasaríamos por mis hermanas, que viven a mitad de camino, relativamente cerca una de la otra. Ellas tenían el mismo tiempo que yo—cinco años exactamente—de no visitar la tumba de nuestro padre, llevar flores y conversar un rato con él. Mi madre las llamó para confirmarles que conduciría el auto que había sido de mi padre, un Volkswagen sedán, color azul magenta, fabricado en el mismo año de mi nacimiento. Una de ellas le dijo que tomaría un taxi rumbo a la florería porque sabía elegir como nadie los mejores crisantemos, gladiolos y azucenas para decorar la tumba, que imaginé tapizada de hojas secas, con hierba abundante alrededor. La última vez que lo visitamos, comimos y tomamos lo que a él le gustaba. En ese entonces nos acompañó Julia, nuestra hermana menor, de quien aún no sabemos nada. Ya en el auto, además de percatarme que la máquina no había sido activada en mucho tiempo, mi madre me recomendó, y usó la palabra encarecidamente para convertir esa simple súplica en un arma infalible, no preguntar nada sobre Julia, menos invocar su nombre ante ellas.
—Carlos viene cada mes a encender el motor. Dice que para que no se eche a perder.
—Lo creo, le dije.
—Lo conozco muy bien. Si es sobrino de tu padre, dijo con malicia.
—¿A qué viene eso?, pregunté mientras tomaba una calle lateral que nos llevaría directo al mercado.
—Quiere escuchar que yo le diga que el auto puede quedárselo, dijo.
Iba a continuar, pero la interrumpí.
—¿Y por qué no? Si no conduces ya. Carlos es el único de la familia que te visita, traté de reconvenirla con más tacto que voluntad.
—¿Cómo crees? Si es un hipócrita. No me digas que no, dijo.
Guardé silencio.
—Mejor llévatelo tú, dijo.
—No, le respondí. En la ciudad donde vivo, no lo necesito.
Guardó silencio.
Estiré la mano para arrebatarle la cajetilla de cigarrillos que extrajo de la bolsa.
—Ni uno más. ¿Me escuchas?, le dije.
Ella ni siquiera opuso resistencia. Observó con la mirada de un maniquí cómo trituré la caja, lanzándola hacia el exterior, con un gesto de irritación.
Era sábado por la mañana y quizá por eso había poco tráfico. No fue ése el último auto que compró mi padre. Le gustaba mucho. Se escapaba a la montaña muy a menudo y volvía días después con bolsas de frutas y legumbres. Además, en esos años se puso de moda el auto pequeño porque la gasolina empezó a encarecerse. Mis hermanas le recriminaron que no hubiese pensado en ellas. Los reproches fueron tomados en cuenta. Para ir a la playa, mi padre tuvo que comprar otro vehículo más grande para que cupiéramos todos, incluyendo al primo Carlos. Del reproche siguió la calumnia. Mi madre insistió por muchos años que el Volkswagen sedán que yo conducía lo había comprado para visitar a una amante, veinte años menor que él, que vivía en una ciudad de las montañas.
Llegamos rápido.
Mi hermana ya estaba allí. Vestía una falda negra, larga, y tenía cubierta la cabeza con una cofia.
—Desde que se casó con ese hombre… Es la tercera vez que se casa, por Dios... Ha empezado a vestirse con esas ropas que la hacen ver mayor, una auténtica señora de pueblo, dijo mi madre cuando me enfilé hacia donde nos esperaba mi hermana, de pie, erguida como una estatua viviente, sin dejar de vernos, a un paso de la florería. A lo lejos la vi más delgada, pero al acercarme cambié de parecer. Se veía mejorada, con esos rasgos imperceptibles en el rostro que sólo la felicidad podría otorgar. Imperceptibles para mi madre, quise decir. De los ojos de mi hermana irradiaba una luz inédita que me serenó. La abracé fuerte y le di un beso en la mejilla.
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- Por Antonio Moreno
Como de costumbre, aquel martes por la tarde se hallaban reunidos en la cantina "El Patriota", de don Afrodisio Aguado, todos los distinguidos funcionarios municipales de Cojontepeque para despachar los asuntos oficiales de la localidad, tanto los rutinarios como los extraordinarios. Lo cierto es que cuando estaban discutiendo uno de esos asuntos, el juez de paz don Restituto Paniagua, sin decir "agua va", le disparó a quemarropa este dardo envenenado al alcalde don Everardo Salazar:
-No me diga, señor alcalde, que usted es uno de esos herejes que no creen en la inmortalidad del alma.
Esta fue la chispa incendiaria que provocó la subsecuente trifulca, salpicada de bofetadas y soplamocos, entre los aguardentosos lugareños allí congregados que de inmediato se aglutinaron en dos grupos: uno de ellos, formado por escépticos, que sostenía que una vez muerto un ciudadano sus despojos sólo servían para engordar a los gusanos y que todo terminaba para siempre en el momento de exhalar el último suspiro; y el otro, que sostenía una postura diametralmente contraria y que creía a pie juntillas en la inmortalidad del alma y la prevalencia de ésta sobre la materia.
Aunque hubo varios lastimados, parece ser que la Divina Providencia decidió interceder para que nadie resultara muerto en aquella delicada coyuntura. Y se puede aseverar esto porque en esos trágicos instantes se alzó la carrasposa voz de don Macario Cárcamo, cronista oficial de Cojontepeque, muy respetado por todos, y quien hasta ese momento sólo había actuado de mudo espectador, para hacer un tajante llamado al orden y a la cordura.
Con el propósito de que se apaciguaran los caldeados ánimos para que cesaran de darse trompones y de causar destrozos en la cantina, don Macario les recordó que las cosas no eran siempre "blancas" o "negras" y que había matices intermedios capaces de acercar dos polos por más opuestos e irreductibles que parecieran. Y agregó:
-Quiero que sepan que nuestros salvajes hermanos del Norte han comprobado en forma científica que hay ciertas maneras de seguir viviendo después de muerto, como lo demuestra un artículo de la gaceta capitalina que leí hace algunas semanas y que refiere casos de trasplantes de órganos humanos no sólo de córneas, de pulmones y de corazón sino también de hígado y hasta de riñones. De modo, pues, que de esa peregrina manera el donante puede, en sentido figurado, continuar mirando, respirando, enamorándose, emborrachándose y hasta orinando mucho después de haberse marchado de este mundo.
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- Por Jorge Kattán Zablah
Mi hermana Yamila, después de la desgracia, andaba más mustia que nomeolvides en invierno. La desgracia, para los no enterados, fue que un querindango que tuvo, al que llamaban Peter Estrella, se le perdió en el mar. Un querindango de repetición, por cierto, porque fue su marinovio en La Habana y luego ella lo recogió cuando se lo volvió a encontrar, todo tirado y harapiento, por las calles de Barcelona.
El hombre no hallaba acomodo en España y su sueño era venir a los Estados Unidos a ver si triunfaba como cantante. Por hacerle el favor, entre Yamila y yo lo metimos en un trasatlántico, el North Star, de polizón y disfrazado de mujer. Pero al llegar a Miami cambió de idea y no se bajó con nosotras. Nada, que nunca más se supo de él. De Peter Estrella, digo, no del North Star.
Ahora, si ustedes han leído la historia, será la versión de la Te, y ya sabrán cómo exageran, cambian y enmarañan las cosas los novelistas. En su viaje de vuelta a Europa, el trasatlántico estuvo perdido dos días —¡no dos semanas como escribió la susodicha!— y al fin encalló en las Islas Azores, adonde lo había llevado una ola gigante de esas que a cada rato se desencadenan en el Atlántico como Fantomas submarino.
Todos los pasajeros aparecieron sanos y salvos, menos el Estrella. Pero considerando que había entrado al barco sin documentos, lo más natural era que nadie lo tomase en cuenta cuando desembarcaron en las islas. El caso es que nunca más volvió a escribirle a mi hermana ni a reportarse. Y Yamila, la pobre, no fue la misma después de aquel frustrado intento. Cualquiera diría que había perdido al Hombre de Su Vida, como le gustaba a ella decir, así con mayúscula, en lugar de un piojo pegado, un tipo al que no se le paraba la picha ni tocándole el himno nacional. Esto según mi hermana, porque yo no me metí a averiguar si la picha se remontaba o no.
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- Por Teresa Dovalpage
Fama es harto sabida que los antiguos y no tan antiguos se dedicaron a contar patrañas y falsedades con las que roer el seso a las almas puras; que salvo Quinto Horacio, que aconsejaba en sus hexámetros rectos procederes y los malos ejemplos no eran sino buenos ejemplos de lo malo, todas sus historias y prosas están infestadas de princesas cautivas, dioses paganos, prodigios inverosímiles, mentiras todas a nada conducentes. Y también lo es que tantos esplandianes y palmerines como en estos tiempos nos invaden con sus correrías no son sino trasunto y vil imitación de otras vilezas antiguas. A tanto que el señor Cervantes ha dado en escribir una historia para poner patas arriba, esto es, en su sitio y posición natural, a tamañas felonías.
Y pienso yo que es algo provechoso para el orbe entero, sin duda; pero también que es extremo al que no hubiera debido llegarse jamás, por no tener motivo para ello. Así que, con el fondo de mi aplauso al señor Cervantes, cirujano extirpador de tan maligno tumor, y allanador del terreno para que otros puedan servir al arte verdadero, digo y propongo a cuantos hombres de bien tengan oído y quieran bienusarlo que no se ponga en pie una pluma sino para escribir verdades, y no verosimilitudes; y que las primeras hagan primero sabedores y luego sabios a quienes las lean, de manera que un día no muy lejano el hombre tenga consciencia plena de la ancha vastedad del mundo y de que, pese a su insignificancia, forma parte de él; y de que el mundo, amplio e infinito como es, no es sino una multitud viva y hormigueante de insignificancias humanas, que somos todos y cada uno de nosotros; y que sin la colaboración de una de esas insignificancias ya el mundo cojea de algún pequeño pie, y no va a la perfección que todos le deseamos; cuánto más sin la colaboración de muchas insignificancias al tiempo.
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- Por Enrique Morales Lara
Traducido al español por Tove Harder
El camión de mudanzas se paró, según recuerdo, junto a la puerta de entrada, y tres hombres en monos verdes empezaron a bajar los muebles y a meterlos.
La nueva vecina estaba allí parada con una pequeña maceta con una planta en la mano. Yo iba saliendo, y al momento de verme ella dio un par de pasos a un lado, retrocedió hacia la puerta, emitió un pequeño grito, echó a correr, y desapareció dentro del inmueble. Al mismo tiempo se oyó un golpe metálico. El chofer del mudanzas había azotado su puerta y señalaba con su dedo feo el canalón al borde del techo.
“Miren las palomas” gritó.
Y él y sus compañeros soltaron una carcajada.
Pasó un buen tiempo. Yo ya no estaba pensando en la nueva vecina de la planta baja a la izquierda, o casi no. Sólo que quizás me extrañaba un poco que nunca se dejaba ver. Pero luego un buen día apareció caminando por la banqueta hacia mí.
“¡Vaya, allí está la nueva vecina de la plantita!” pensé, y sonreí al acordarme de las flores rojas, que siempre resplandecen en su ventana.
Pero entonces, justo antes de cruzarnos en la acera, ella dio un giro brusco hacia la calle, y la cruzó sin mirar a ningún lado.
Un coche tuvo que frenar de golpe, otros dos también. Unos ciclistas se pusieron a soltar improperios a todo pulmón.
Durante los días que siguieron veía su imagen dondequiera que fuera mientras pensaba en todo lo que hubiera podido ocurrir.
Me preguntaba si debía tocar a su puerta así nomás, para decirle que debería de tener más cuidado. “Todavía hay personas que se preocupan” le diría.
Pero no lo hice.
Sus ventanas permanecían herméticamente cerradas.
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- Por Sten Jacobsen
Una vez que se entra en el mar se entra en la cadena alimenticia. El hombre de la televisión dice además que las posibilidades de ser atacado por un tiburón son de uno en tres punto ocho millones. Si estás a punto de ser atacado por un tiburón, debes darle un golpe en la nariz o en el ojo. El ojo es mejor, pero esto no lo dice el hombre de la televisión, eso lo dice Homero Simpson, en el programa de las seis de la tarde.
Si se perfora el ojo, el terrible escualo se lastima y se va. Si le das un puñete en la nariz, puede atontarlo, aunque sólo por un breve momento. ¿Has probado dar puñetes en el agua? Créeme, es difícil. Yo daba puñetazos en la piscina cuando papá vivía y me llevaba a nadar al club para niños. En cualquier caso, eso es lo que se supone que debes hacer cuando estás a punto de ser atacado por un tiburón. Por eso, cuando Estuardo vino a quitarme la lonchera, lancé mi puño con fuerza en su rostro gordo y malvado.
Estuardo es un tiburón. Es grande, rápido y glotón, suele quitarnos las loncheras a la hora del recreo. Su rostro se compone sobre todo de nariz y dientes. ¿Alguna vez has notado cómo los tiburones siempre parecen estar sonriendo? Estuardo sonríe mucho, sonríe porque siempre consigue lo que quiere. Camina con otros dos niños de su grado, ellos gobiernan el patio de recreo, dan vueltas esperando el momento adecuado para atacar. Su piel es blanca y grisácea, pensé que sería dura y fría al tacto, pero la sentí suave y cálida cuando golpeé su nariz. Nunca había dado un puñetazo a nadie, pero eso es lo que se hace cuando estás luchando contra un tiburón.
- Detalles
- Por Gunter Silva