Puro Cuento
M is for…
Abrió el compartimiento del lado derecho de su escritorio donde solía guardar la botella de Scotch y un vaso. La base redonda, curvo en sus lados para poder ser sujetado mejor con los dedos y girarlo a su antojo. Colocó primero una esfera de hielo, perfecta, donde podría reflejar la habitación como si mirara por la ventana en un día de invierno. Vertió el alcohol mientras la esfera de hielo giraba sobre su cóncava base. Dejó que, lentamente, el hielo fuera enfriando el líquido antes de llevárselo a los labios y sorber sin ningún apuro mientras esperaba al siguiente candidato.
Sobre el escritorio, yacía su dossier junto al de otros cientos de solicitudes para el puesto que lo observaban impávidas. ¿Sabrían acaso estas personas de lo que se trataba? ¿Estarían preparados para cubrir tamaña vacante? Lo dudaba. Miró algunos curriculums al azar. Nombres: Arthur Belain, Richard Pietri, Benjamin Alster. Misiones: Seguridad del Estado, asignado en Moscú, Fuerzas Especiales en Iraq, Operación Kim Duk en Corea del Norte, un largo etc. Ninguno lo sorprendía demasiado, quizás porque el mundo tampoco le sorprendía demasiado. A eso se había reducido su vida: sentarse detrás del escritorio de bambú a leer los correos electrónicos que le llegaban desde la oficina del gobierno, lidiar con la burocracia civil que no sabía diferenciar un turco de un árabe, de un marroquí, de un chino, de un japonés, de un norcoreano. ¡Maldición! —¿pensó. Él también se estaba convirtiendo en una reliquia de la Guerra Fría.
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- Por Carlos Villacorta
Yo, el hombre de muchos senderos, no merezco el amor de mi mujer, no merezco esa ingenuidad que me daña con su belleza, no merezco la culpa atroz de ser el perro incapaz de corresponderla y no merezco el sacrificio perverso de sus ojos cerrados, el suicidio de una mirada que me ha sido entregada sin reservas.
Soñé que yacíamos entre pellejos después de hacer el amor. Ella alzaba la manta y, observando fijamente mi cuerpo desnudo, me confeccionaba un traje de hebras níveas, una larga cabellera blanca que florecía desde mi cabeza y me envolvía como un velo de mentiras imperfectas. Después avanzaba una mano insegura intentando creer, sintiendo titilar el nacimiento de la fe, y sonreía victoriosa, torcía una comisura traviesa porque había vencido una resistencia, había demostrado que, de entonces en adelante, yo no sería el único facultado para extasiarse con la visión de la criatura.
La noche en que llegué a la isla, ella me observaba con sus grandes ojos inmóviles mientras yo me desceñía la túnica polvosa. La lentitud de mis movimientos debió de parecerle una consecuencia natural del cansancio de los viajeros. Me acomodé a su diestra para contárselo todo desde el principio, según la promesa que me había hecho cuando surcaba el océano. Descuida, le dije, sé que no puedes verme. Tus ojos no están hechos para percibir mi metamorfosis. No tendría la desvergüenza de pedirte que me creyeras cuando afirmo que la totalidad de mi piel está cubierta de pelo, y que la única señal que recuerda mi antigua apariencia son mis ojos cercados por una inagotable selva blanca.
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- Por Luis Hernán Castañeda
El cierre del blue jeans se ha trabado. Yoli, la muchacha bóóraá, jala del tirador repetidas veces, intentado zafar la tela de la abrazadera, pero es inútil, lo único que consigue es hundir la costura en el pliegue de su sexo. Como no lleva ropa interior, la operación resulta incómoda. Por fin desiste y se enfunda el pantalón a la diabla.
El blue jeans le ciñe las piernas delgadas, el ruedo cubre gran parte del empeine, pero deja al descubierto los dedos de unos pies trajinados por igual en selva y descampado. Una camiseta de algodón mangas cero con las letras “Inka Cola” le cubre holgadamente el torso. El pantalón es de segunda mano, recibido en trueque a cambio de una falda nativa hecha de corteza de ojé. La prenda se la dejó una adolescente que cursa la secundaria en un colegio de Iquitos y que llegó en excursión el día anterior con sus compañeros y maestra, surcando en lancha el río Momón. A la chica iquiteña le pareció “maldita” la falda nativa que no estaba hecha de ningún material que hubiera visto en los mercadillos de Iquitos, ni algodón, ni lana, ni siquiera nylon u otro derivado sintético. “Y con rayas que ya no se borran más nunca, pintadas con tinte de resina mashinango”, le explicó la muchacha bóoraá mientras restregaba la tela con los puños para luego alisarla sobre su regazo, con ayuda de la palma y dedos de la mano, dejando que la clienta contemple el prodigio. Yoli codiciaba el pantalón y no cejó en su empeño hasta hacerlo suyo, “la resina se come la piel de tu mano cuando la machacas”, el puño cerrado golpeó una y otra vez la palma abierta para ilustrar el trabajoso proceso de obtención del tinte natural.
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- Por Irma del Águila
Una joven cruza corriendo los Campos Elíseos desiertos. Sólo se ven, en segundo plano y a la izquierda, las formas borrosas de dos autos, el primero escondiendo parcialmente al segundo. Tras los autos, el edificio que ocupa la casi totalidad de la foto forma esquina con una calle oscura. Destaca su regularidad arquitectónica: cuatro pisos, ventanas altas con balcón. Un balcón parece bordear todo el último piso, por lo menos en la parte que da a los Campos Elíseos. La fachada que da a la otra calle, dada la perspectiva oblicua, no es nítida. Además, las siluetas de los árboles que extienden sus ramas desnudas la tapan en parte. En realidad, quizás “tapar” no sea la palabra adecuada porque a través de las ramas se ve en parte la fachada, pero el enjambre de las ramas teje una red a partir del segundo piso y sólo se adivinan las ventanas por el contraste entre sus manchas negras alargadas y el color claro de la fachada. A la extrema izquierda, contiguo al de cuatro pisos, hay otro edificio más alto cuya construcción más moderna rompe con la sobriedad del primero. No parece ser de viviendas sino más bien de oficinas.
Los dos autos, los dos árboles, los dos edificios, han salido borrosos porque el primer plano es el de la joven que cruza en diagonal el paso peatonal. Lo cruza corriendo, de la izquierda hacia la derecha. No ocupa exactamente el centro de la foto. Su espalda es la que marca el centro pues está en la prolongación exacta de una hilera vertical de cuatro ventanas del primer edificio, las últimas de la derecha que dan a la avenida, es decir justo antes de la esquina con la otra calle. Por lo tanto el cuerpo de la muchacha ocupa el inicio de la segunda mitad derecha de la foto, partiendo del centro, claro. Sólo pertenecen a la mitad izquierda la pierna derecha, parte de la maleta y el abrigo a altura de las caderas.
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- Por Christiane Félip Vidal
Luego de revisar los apuntes para su clase del día siguiente, Peter, se llevó los tapones a los oídos. Era un hábito que repetía de forma maquinal antes de acostarse en la cama. Ya empijamado, y agotado por las obstinadas pesquisas que realizaba para poner punto final a su reciente investigación, el sueño le llegó tan pronto su cabeza descansó en la almohada. Una convulsa Berlín que se adormilaba y veía emerger cerillas en su firmamento, se anunció con sombrías nubes en la vista panorámica del ventanal de su casa. Fue una noche de descanso reparador.
Al día siguiente, y luego de una discusión con uno de sus estudiantes díscolos, se vio invadido por el cansancio que después de los sesenta años experimentaba con mayor frecuencia. En la cafetería, el encuentro con un colega del departamento de ingeniería le sirvió para encontrar un paliativo al imprevisto embate de aflicción.
-Lárgate para el trópico. Aquí ya no despiertas la atención ni de tu esposa.
-Preveía un final ruinoso para mi carrera docente; nada comparado a lo que estoy viviendo. Son cada vez más frecuentes mis polémicas con los estudiantes. Me he vuelto irascible y ya no tolero la controversia. Mi viaje a Latinoamérica no pasará de agosto. Estoy a la espera de la aprobación de mi año sabático.
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- Por Marcos Fabián Herrera
La mente humana siempre avanza, pero lo hace en espirales.
Mme. de Staël
Al despertar, Madame de Staël escuchó la lluvia en los ventanales de su dormitorio. Creyó que el duermevela la había engañado y que aún se encontraba en Suiza. Se detuvo por un momento a contemplar las copas de los árboles a lo lejos con sus ramas deshojadas al viento frío de la mañana. Las emociones desdoblaban su interior.
Y entonces lo vio claro, muy claro. Aquellos últimos meses en su castillo de Coppet, le habían confirmado dónde desbordar un corazón enfermo de melancolía. París sería su último destino, allí pintaría con delicadeza los trazos de su crepúsculo.
A principios de 1817, la ciudad ardía en sus pasiones a la espera de los primeros brotes de primavera. Hacía más de un año que habían derrotado definitivamente a Napoleón poniendo grilletes sobre sus pies para recluirlo en la lejana prisión de la isla de Santa Elena. La baronesa regresaba a la ciudad de la luz tras diez años de destierro con la ilusión de reabrir su famoso salón literario y recuperar el tiempo de las rosas, la antigua vida intelectual parisina que tanto añoraba en Ginebra. El emperador desaparecía del horizonte y con él su amenaza de muerte. Sentía que ya no corría peligro su vida. Ahora volvería a ser Germaine Necker, la joven inteligente y llena de vitalidad que siempre fue, incluso en los momentos más difíciles de la noche humana.
–Buenos días, madre. París nos recibe con lágrimas de gozo. Llueve, pero se va despejando. Levántate a desayunar, tal vez te apetezca pasear por Les Champs Elysées-la dulce voz de su hijo Auguste-Louis la tranquilizó.
–Nunca me iré de París–dijo Mme. de Staël con tono grave apretando la mano de su hijo. Ven, acércate. Solo tu sonrisa me mantiene.
–Lo sé– replicó Auguste, que conocía su sufrimiento en el exilio–. Descansa y no te inquietes más. No abandonarás esta casa mientras vivas. Te doy mi palabra.
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- Por Teresa Iturriaga
Como es costumbre en esos casos, me llamaron a la hora más incómoda, como si fuera un deporte universal molestarme durante las mejores horas del sueño, en lo alto de un vuelo de opio o a punto de conquistarme a la hembra del siglo. Y si fuera por algo que valiera la pena, el asesinato de la joven amante de un político o del político mismo, pero no, fue por la inútil e imbécil muerte sin importancia de un sujeto ordinario, del individuo sobrante por excelencia, pobre, desempleado, alcohólico, mal vestido, mal aseado, maloliente. Solo y pervertido, viviendo en un cuarto sórdido que no vale la mitad de lo que él paga con meses de atraso. Cualquiera podría haberlo matado, y cualquiera lo hubiera hecho haciéndole a ese hombre y al mundo un gran favor, echando a la basura unos desperdicios de una sociedad entonces un poco menos corrupta, devolviendo a la tierra un cuerpo inepto para la posesión de un alma, para ser humano, incluso, un cuerpo cuya única y última función posible sería la del abono. La única víctima de este asesinato sería el asesino, un compinche suyo que lo matara por una botella de ginebra, o una vecina aburrida de sus intentos de seducción o violación, o tal vez el pobre padre de la niña del mismo edificio a la que invitara el pervertido a su cuarto para que le tocase sus asquerosas partes.
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- Por Jan Gustafsson
Esta mañana al despertarme, con esos bostezos que le ganan al tiempo una partida, el pitar largo y desafinado del afilador de cuchillos y tijeras, o de cuanto fierro pueda a uno ocurrírsele; terminó de despabilarme. Me pareció raro oírlo. Era un sonido de presencia antigua, llegando junto con los recuerdos. A veces, volvían enmohecidos, como si el cuerpo se negara a recibirlos.
Esa música chillona y metálica me hizo sentir otra vez niña: acostada en la cama de la casa grande, tapándome con el acolchado de plumas, haciendo del renegar de mi madre una costumbre. Me gustaba dejarme estar acurrucada, mirando el techo agrietado, buscando duendes en las sombras y sintiendo los sonidos de la calle. El tranvía estremecía la casa. Era una casa que se merecía ser estremecida por algo, aunque más no sea para sacarle el sopor de las ausencias. Las voces del lechero y la del vendedor de gansos me eran conocidas. Eran justamente ellos, los que me despertaban.
Madre atendía a los vendedores, y al rato, alguna bataraza cacareaba en el fondo y un vaso de leche fresca me esperaba en la cocina.
En cambio, el sonido del afilador tañía la calle de un humor distinto. Amparado por los huecos, se metía en las casas para arreglar la eficacia de cuchillos y tijeras.
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- Por Cecilia Vetti
Desde la cocina, Mema escuchó las voces de sus hijas, Eloísa y Sara, en plena discusión. El portazo fue el indicador de que el altercado había terminado. Mientras preparaba la cena de viernes santo, se dijo que la situación familiar no podía continuar así. Cada dos o tres meses se decía lo mismo y nada cambiaba en su hogar. Doña Inocencia —Mema, para sus hijas y nietos— era incapaz de poner límites a su familia y esa debilidad la llevó a permitir que sus dos hijas y sus cuatro nietos se mudaran a su casa.
La abuela se dijo que los problemas comenzaron cuando Sara vendió el apartamento, por culpa de los perros de Angelito. Sara había conseguido comprar la residencia de bajo costo por su condición de madre soltera con tres hijos. El condominio, que estaba subsidiado por el gobierno, fue su gran oportunidad de ser dueña de una propiedad.
Sin embargo —a los doce años y con la hipoteca salda—, Sara decidió que no podía seguir viviendo allí porque, pese a su céntrica localización, a la cercanía de la escuela pública y de la estación del tren, la prohibición de mascotas le era demasiado onerosa.
Angelito amaba a esos perritos que su madre le había comprado debajo del puente del Expreso Las Américas por seiscientos dólares. Sara adquirió la parejita de pomeranians con el dinero que le pidió prestado a su mamá (y no le pagó) para complacer al nene que llevaba tantos años pidiendo un perrito. Los animales residieron con ellos como ilegales. A los tres meses, la perrita parió y el chillido de los cachorros recién nacidos los delató.
La abnegada madre de Angelito se rehusó a privar al jovencito de la compañía de sus canes y, sin reflexión alguna, vendió su única posesión para instalarse en casa de Mema donde ya vivían, por los últimos siete años, Eloísa y su hijo.
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- Por Arlene Carballo