Puro Cuento
1.
Ella habla primero y yo pierdo la timidez y el recelo a su presencia. Ya no desconfío. Dice que no le gusta cómo la mira la enfermera. Dice también que por eso ha apuñalado al marido, por esas mismas fókin miradas acusadoras, conspiradoras. Dice, o más bien canturrea, una melodía a ritmo imaginario de tumbao y conga, mientras imita el metal de voz de Shakira, con su te aviso, te anuncio que hoy renuncio, a tus negocios sucios. Entonces mueve las caderas sobre la cama, menea los hombros y advierte en voz baja que el zolpidem pronto le dará sueño. Me hace así con la mano. Así con los dedos. Como ven acá. Y yo hago caso. Me levanto de la cama que queda al otro extremo del cuarto. Camino tocando las paredes verde menta, sintiendo sus porosidades. No me pongo a contar los patrones cuadriculados de la alfombra en esta ocasión. No miro por la ventana enrejada, ni me desvío hacia el baño donde una regadera permanece sin usarse porque tiene el candado puesto. No nos permiten bañarnos sin supervisión. Me acerco a ella. Lisa, Melisa, Melania, Noelia. No recuerdo su nombre. Yo también tarareo, en mi caso, un reggaeton. Igual que ella, me siento adormilada, mareada por las pastillas que me tomé hace un rato. Las que nos calman. Me acerco más. Sé la advertencia de las enfermeras: respetar el espacio vital ajeno, evitar los roces, impedir los gestos que fácilmente pueden confundirse con violencia y el acercamiento, definitivamente, es uno. Me pregunta por qué es azul el cielo. Por qué la crema de licor irlandesa mezcla bien con el Ambien. Por qué hay tantos dioses, tantas confusiones y tantos libros sagrados: la Biblia, el Corán, el pentateuco, el libro de Mormón. Y por qué yo estoy allí. Con ella. Compartiendo aquel cuarto, aislada del resto de la población. Cuál es mi pecado. Qué es lo que purgo. Contesto que me estoy limpiando. Un vicio de coca. Se me fue de las manos. Dejé a Yolanda y no he sabido volver a estar sobria, o lúcida, o en dos pies. ¿Yolanda?, pregunta ella y me cuenta una historia de una prima suya que se llamaba Yolanda. Y me canta la canción de Silvio, o la del otro cuyo nombre siempre olvido. Y la de Paquito Guzmán. Cuando éramos pequeñitas, —añade— a los seis o siete años, queríamos que nos creciera el busto a toda costa, a como diera lugar. ¿Sabes qué hacíamos? Le dije que no, y empecé a ver todo casi borroso. No puedo decirte, dijo acto seguido. Eres tortillera.
Regresé a mi cama y me quedé dormida.
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- Por Yolanda Arroyo
El dinero no es nada, pero mucho dinero, eso ya es otra cosa.
George Bernard Shaw
Imagino que prefiere las historias de gente salvada de entre los escombros días después, como los bebés del Hospital Juárez. Un verdadero milagro, ¿no le parece? Para mí fue diferente. Digamos que el terremoto me dio una oportunidad. No quiero decir que me fastidió la vida porque sería egoísta; por lo menos vivo para contarlo. Nadie sabe el número oficial de muertos: el gobierno dice seis mil, pero existe la sospecha de que muchos cuerpos se fueron con el cascajo que recogieron. A los dos días entraron las máquinas a llevarse todo y ya no se supo más.
Veinte años de historias, buen título para su reportaje. Agradezco que haya venido a escuchar la mía. Usted decide si la publica.
Llegué de Sinaloa dos años antes del terremoto. Me había graduado del curso de oficinista y tenía un puesto como gestora de cobranza, pero quería venir a la capital a ganar más dinero. A los diecinueve años, con dos mil pesos en el bolso y un abrigo que me regaló una tía, decidí mudarme. En esa época creía todo lo que presentaban en las telenovelas de Lucía Méndez. Pensé que podía ser una de esas provincianas que llegaban al DF a trabajar y conocían al amor de su vida. Lo que encontré fue una ciudad con escasez de agua y apagones, en donde no servía para nada que hubiese aprendido con mi madre a pescar y sembrar maíz. Hasta la misma gente que había nacido aquí actuaba como si no perteneciera a algún lado.
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- Por Awilda Cáez
[T]here was a long and tumultuous shouting sound like the voice of a thousand waters— and the deep and dank tarn at my feet closed sullenly and silently over the fragments of the “House of Usher”.
The Fall of the House of Usher
Edgar Allan Poe
Sintió algo así como el engranaje del carro en la cresta de la montaña rusa, una sacudida similar a la de esos frenazos súbitos en auto o a los tirones que dan las transmisiones al embragar, y después, por uno o dos segundos, la sensación de auparse en cámara lenta sobre una ola de aire suavísima, mansa, silenciosa, que con intriga lo suspendía en vilo por encima del mundo. Entonces fue igual que si esa ola de espuma aérea se hubiera de golpe desvanecido, o le hubieran quitado una alfombra de nubes de debajo de los pies, porque a continuación lo ensordeció un enjambre de gritos pavorosos y sintió que se precipitaba en caída libre: el estómago hecho un penacho de plumas a la altura del pecho, el pecho encaramado en la laringe, la laringe detrás de los ojos y los ojos en todas partes, inútiles, porque era noche cerrada, ciega, inescrutable. Aterrado, comprendió que el vagón se había descarrilado y descendía fuera de control, apenas rozando los rieles de acero que gemían por recuperar el enganche de las ruedas, así que se agarró desquiciado al arnés que todavía lo sujetaba con firmeza pero que igual caía junto a él, ambos indefensos, insalvables, abrazados en vano contra el vacío.
De un brinco se reconoció incorporado en la cama, sudoroso y jadeante, con las manos aferradas a las solapas del camisón. Tardó unos cuantos segundos en reconocer aquel entorno, que aún parecía exudar cierto matiz onírico: el mullido edredón, el suave ronroneo del acondicionador de aire, el plácido olor artificial a brisa marina que asperjaban los aromatizadores de la habitación. Recordó que era aquella su luna de miel, aquel su hotel en Río de Janeiro y esta, que seguramente dormía a pocos centímetros, la única realidad posible, la íntima realidad gozosa del cuerpo de su mujer. Tanteó con el brazo la oscuridad y pronto halló junto a él la cima de la cadera y el hondo valle de una cintura que hasta a ciegas reconocería. Sólo entonces atinó a reclinarse de nuevo sobre la almohada y adosar su contorno a la carne sinuosa y tibia de la hembra que dormía. Admitió que estaba otra vez en pleno achaque estomacal: el mismo feroz empacho que solía aquejarlo siempre que sucumbía a un atracón nocturno. Acurrucado allí, sin embargo, bajo las tibias sábanas, era mejor agradecer el fin de la pesadilla y dejarse llevar por la calidez de aquellos cabellos sueltos, que olían a huerto de naranjas o a azahar. Y circundando la dulzura convexa de su compañera, sintiéndose seguro otra vez, poco a poco se hundió en la oscura alberca del sueño.
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- Por Janette Becerra
"Nadie oirá nada, no te apures".
En estos casos nadie oye nunca nada, y menos en el campo. Lo he ido aprendiendo estos meses de preparación, mientras pensaba cómo llevar esto a cabo. No hay por qué preocuparse, antes de venir me aseguré de que nadie me siguiera, esto es básico: haces un recorrido absurdo por la ciudad y listo, no hay nada como la falta de lógica para que las cosas funcionen. Luego, la hora de llegada. Evité incluso echarme colonia, nunca se es lo suficientemente maniático. Siento lo del golpe, aun así creo que fui cuidadoso: entró, me abalancé sobre él y le di un golpe súbito que le dejó inconsciente unos minutos, durante los cuales le até las manos a la espalda y le arrastré hasta el almacén y, una vez a solas, de ahí a la furgoneta. Al llegar aquí, fue despertando. No me veía muy bien, estaba oscuro, y encendí la luz indirecta de la sala del fondo de forma que él pudiera ver mi silueta, pero no mi cara. Yo sí veía su cara, el flexo junto a él le enfocaba directamente.
"Nadie va a oír nada", le dije. Y se meó; el hijoputa se meó encima porque además era un mierda y un cobarde, y eso que solo estábamos hablando, pero es lo que tiene hablar. Hablar a veces da miedo a los hombres, hay quien prefiere no hablar y resolverlo todo a hostias, pero yo creo que la toma de contacto de una conversación es importante en cualquier tipo de conflicto. En este caso no era un diálogo en sí, no iba a haber ningún intercambio de ideas, no habría turno de preguntas, tal vez la de gracia. Pero es curioso: hay gente, como este cabrón, que no distingue entre golpes y sexo, e intercambia ambos, o uno va seguido de otro, o negocia los dos de la misma manera, hay que ser bestia.
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- Por Miguel Rodríguez
Fue lo último que dije. Y seguramente será lo último que escuche. Para qué seguir, indagar, preguntar, si ya sé, ya creo.
Empezó todo aquella noche, una que pudo ser una noche cualquiera, pero que no lo fue, obviamente, porque entonces cambió mi vida. No recuerdo la fecha. No recuerdo la hora exacta. Era una noche, hace poco más de una semana. Recuerdo, sí, los detalles, pequeñas señales que entonces no supe interpretar como tales, sino que ahora, a la luz de esta penumbra, puedo descifrar, leo claramente como en un manuscrito iluminado por una potente lámpara.
Habíamos cenado ya, entonces, quizá eran poco más de las nueve de la noche y por algún motivo, algo que no puedo recordar en este momento, bajé al estudio, quizá olvidé apagar la computadora, quizá olvidé enviar un correo, olvidé todo, en realidad, cuando sucedió.
Estaba sentado frente a la pantalla del computador, concentrado, cuando frente a mí, en el corredor, lo vi. Una silueta, la silueta de un hombre, la figura de un hombre, un hombre que se movía en el corredor, que caminaba desde la entrada hacia la otra habitación, pasó frente a mí, lento, seguro, suave.
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- Por Sandra Araya
Hay un sueño que he soñado tanto que ya se parece más a un recuerdo.
O es un recuerdo que de tanto recordar se me ha metido a los sueños.
Jorge Franco
Ana encendía, una a una, las luces de su casa, cuando llegaba a ella.
La luz del corredor, la luz de la cocina, las lamparitas de la sala, la luz del corredor que conducía a la habitación, la luz del baño, la luz de su propio cuarto, todas se encendían bajo el contacto de su mano, mientras con la otra, delicadamente, iba despojándose de aquello que le pesaba en el cuerpo, el cansancio del día, el bolso, los zapatos, un broche para el pelo. Para cuando llegaba a la habitación, iba descalza, con la blusa a medio desabotonar, el pelo suelto, casi lista para acostarse, hundirse en un precipicio del que solo emergería al día siguiente, a las seis y treinta, cuando el despertador la sacara de su breve descanso.
Ya en la cama, prendía la televisión en un gesto automático, pues no alcanzaba a ver ni cinco minutos de lo que pusieran en la programación. Las luces del apartamento quedaban todas prendidas. Ana le temía a la oscuridad.
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- Por Sandra Araya
Inédito
Hacía calor conforme se acercaba la noche, pero al joven no le molestaba porque ya estaba acostumbrado al clima cálido de Andalucía. La tarde apaciblemente templada le recordó su hogar en el verano y la partida a España. El pensamiento del último año en Sevilla voló como un pájaro a través de su mente y, con un suspiro profundo de añoranza, apagó un cigarrillo en la entrada del bar mientras reflexionó sobre el pasado.
Un año en Sevilla sin regreso a los Estados Unidos. Muchas veces Rogelio no tenía tiempo para echar de menos su pueblo, a su madre, la vida que vivía antes de venir a España. Siempre estaba trabajando, preparando comida en un café cerca de la universidad. Por las mañanas comía un trozo de pan con un cafecito y planchaba una desgastada camisa vieja antes de salir. Al volver a casa por las tardes, se quitaba la camisa sucia con grasa y sudor, y se sentaba, quieto en el balcón contemplando a las españolas pasando. Allí permanecía callado por largo tiempo y regresaba al interior para cenar un bocadillo y arrojarse a la cama. Ganaba bastante para vivir, y claro podía ahorrar una porción del salario porque no había oportunidad de gastarlo, pero a veces salía de su apartamento en su día libre por la noche, y escuchaba un espectáculo de flamenco en su bar favorito, T de Triana.
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- Por Rodger Bishop
Aquella tarde comenzó a llover temprano, no de una forma torrencial, sino una lluvia intermitente, una llovizna de media hora; luego un chaparrón de tormenta, una rociada, una ducha caliente, una ducha fría, un baño de aguas eléctricas. Entonces vino el viento huracanado. Las pequeñas calles estaban convirtiéndose, poco a poco, en una mucosidad amarilla y resbalosa, y el pueblo se desdibujaba lentamente en el mapa; terminaba abruptamente por todas partes.
Dentro de la casa hacía un frío húmedo, esponjoso. Me apresuré a cerrar las ventanas y coloqué un armario detrás de la ventana más grande; dispuse los muebles, las camas, la cocina y todo lo que pude en el centro de la sala. Afuera el agua se arremolinaba en medio de la calle, y lo que hasta hace unas horas era arcilla endurecida por el sol, arena, aridez, desierto, se había convertido ahora en una serie de terrazas flotantes, entrecruzadas por cascadas parduzcas y turbulentas, por ríos corriendo en todas direcciones, lanzándose hacia el enorme y humeante sumidero, cargados de tierra sucia, ramas tronchadas, guijarros, pizarras, minerales, flores salvajes, insectos muertos, lagartijas, carretillas, perros, gatos, pedazos de alguna casa pobre, nidos de pájaros, todo lo que no tenía inteligencia, pies o raíces para resistir.
A lo largo de la orilla del mar había una hilera de casas que parecían sacar las garras y aferrarse al suelo que se resbalaba lentamente hacia la playa. Era como si en cinco minutos pasáramos por todas las mutaciones habidas en cincuenta años. Cualquier cosa que se miraba daba la impresión de que se la veía por primera vez. Pensé que todo esto podría desaparecer, podría ser demolido, carcomido por el infinito etcétera de la lluvia en cuestión de minutos.
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- Por Johnny Jara Jaramillo
No te voy a mentir. Este pueblito nunca me ha gustado. He intentado, he intentado sembrar algo así como una semillita que empuje el gusto desde abajo hacia la superficie, pero no. Es un pueblo feo. Aburrido. Una farmacia en la esquina, a dos cuadras de mi casa, donde venden termómetros de los viejos, de esos con mercurio, de esos que te quiebran la muñeca. Un restaurante de comida de plástico, de queso falso y nachos industriales. Tex Mex. Un local donde venden loterías y pilas de todo tamaño. Que la pila para el control remoto. Que para el relojito-despertador. Que para el marcapasos. Pero no para el termómetro, porque aquí no venden termómetros de pila. Y un puesto de café. De café del malo. De ese aguado, transparente, con el agrio del café instantáneo. Que empeora con la leche, que parece agua blanca. Compro la comida en una tienda de víveres que huele a refrigerador descompuesto. Los vegetales tienen impregnado ese olor. Imagínate cómo sabe la sopa, el estofado. Es un pueblo feo. Huele feo. La gente es fea. Eructan, se pedorrean. Y se ríen por eso. Llevan sombreros pero no están subidos en caballos como en la publicidad de Marlboro. Sí, sujetan el cigarrillo de lado, eso sí. Sus labios tienen esa habilidad. ¿Sí sabes cómo? Colgado el cigarrillo entre los labios medio cerrados, medio muertos. No deben saber besar esos labios. No deben besar. Y entonces yo me encuentro en este ambiente, con estos olores, estas imágenes, y me aburro. Siempre has dicho que soy aburrida por eso de que soy contadora. Sí, sí, qué risa. Qué chiste. Para ti. Para mí no tiene gracia. Y te lo he dicho, ya cambia de chiste. No es gracioso porque no sorprende. De hecho, ahora que lo pienso, tu humor es humor de eructos y pedorreos. Así de malo es tu chiste. Tú la pasarías bien aquí, creo. Y podría presentarte a mi alumno. Un jovencito con la edad esa de pelusa de bigote que crece sobre el labio. Esa pelusa que invita a la Gillette. Pero no, prohibido rasurar. Aún no es tiempo. Hay que respetar ciertos procesos. El muchachito es bueno. Un poco ingenuo aún. Maneja bien el balance. Sabe cómo equilibrar los pesos. Sí te conté, ¿no? Le enseño cómo caminar en la cuerda floja. De la nada, se me ocurrió un día traer de vuelta mis capacidades de juventud. Y como este pueblo está lleno de arbolitos y postes, decidí poner la cuerda al ras del piso entre uno y otro para ver cómo iba mi equilibrio. Y como este pueblo está lleno de arbolitos y postes y metiches, este muchacho estuvo ahí, viendo y viendo. Viéndome, pues. Primer día, segundo día, tercer día. Mordisqueando su mondadientes. Cuarto día. Quinto. Hasta que con timidez yo le dije, no él, yo con timidez le dije si quisiera intentar. Se me rió el mocoso. Pero luego aceptó. No lo forcé, pero debo admitir que fui un poco dura. La adolescencia pide a gritos un poco de autoridad. Y vi que tenía potencial el muchachito. No podía dejar que el talento se le escurriera. Ahí, de empujón en empujón, vi que podía sostenerse a centímetros del piso. Y luego la cuerda. La cuerda, sí, estaba tensa, debo admitirlo. Pero no lo apretaba mucho, como dijeron en el noticiero local. Lo amarré con la suficiente potencia como para que no se escapara nada más. Disciplina. Trabajo fuerte. El talento no se le podía escurrir. Disciplina, esfuerzo constante. Todo eso se necesita para mantener el equilibrio. No es que aparece de la noche a la mañana, el balance digo. Peor aún en un pueblo como este. Porque de verdad, de verdad te digo, este pueblo sí que es feo.
- Detalles
- Por Cristina Mancero