Puro Cuento
No te voy a mentir. Este pueblito nunca me ha gustado. He intentado, he intentado sembrar algo así como una semillita que empuje el gusto desde abajo hacia la superficie, pero no. Es un pueblo feo. Aburrido. Una farmacia en la esquina, a dos cuadras de mi casa, donde venden termómetros de los viejos, de esos con mercurio, de esos que te quiebran la muñeca. Un restaurante de comida de plástico, de queso falso y nachos industriales. Tex Mex. Un local donde venden loterías y pilas de todo tamaño. Que la pila para el control remoto. Que para el relojito-despertador. Que para el marcapasos. Pero no para el termómetro, porque aquí no venden termómetros de pila. Y un puesto de café. De café del malo. De ese aguado, transparente, con el agrio del café instantáneo. Que empeora con la leche, que parece agua blanca. Compro la comida en una tienda de víveres que huele a refrigerador descompuesto. Los vegetales tienen impregnado ese olor. Imagínate cómo sabe la sopa, el estofado. Es un pueblo feo. Huele feo. La gente es fea. Eructan, se pedorrean. Y se ríen por eso. Llevan sombreros pero no están subidos en caballos como en la publicidad de Marlboro. Sí, sujetan el cigarrillo de lado, eso sí. Sus labios tienen esa habilidad. ¿Sí sabes cómo? Colgado el cigarrillo entre los labios medio cerrados, medio muertos. No deben saber besar esos labios. No deben besar. Y entonces yo me encuentro en este ambiente, con estos olores, estas imágenes, y me aburro. Siempre has dicho que soy aburrida por eso de que soy contadora. Sí, sí, qué risa. Qué chiste. Para ti. Para mí no tiene gracia. Y te lo he dicho, ya cambia de chiste. No es gracioso porque no sorprende. De hecho, ahora que lo pienso, tu humor es humor de eructos y pedorreos. Así de malo es tu chiste. Tú la pasarías bien aquí, creo. Y podría presentarte a mi alumno. Un jovencito con la edad esa de pelusa de bigote que crece sobre el labio. Esa pelusa que invita a la Gillette. Pero no, prohibido rasurar. Aún no es tiempo. Hay que respetar ciertos procesos. El muchachito es bueno. Un poco ingenuo aún. Maneja bien el balance. Sabe cómo equilibrar los pesos. Sí te conté, ¿no? Le enseño cómo caminar en la cuerda floja. De la nada, se me ocurrió un día traer de vuelta mis capacidades de juventud. Y como este pueblo está lleno de arbolitos y postes, decidí poner la cuerda al ras del piso entre uno y otro para ver cómo iba mi equilibrio. Y como este pueblo está lleno de arbolitos y postes y metiches, este muchacho estuvo ahí, viendo y viendo. Viéndome, pues. Primer día, segundo día, tercer día. Mordisqueando su mondadientes. Cuarto día. Quinto. Hasta que con timidez yo le dije, no él, yo con timidez le dije si quisiera intentar. Se me rió el mocoso. Pero luego aceptó. No lo forcé, pero debo admitir que fui un poco dura. La adolescencia pide a gritos un poco de autoridad. Y vi que tenía potencial el muchachito. No podía dejar que el talento se le escurriera. Ahí, de empujón en empujón, vi que podía sostenerse a centímetros del piso. Y luego la cuerda. La cuerda, sí, estaba tensa, debo admitirlo. Pero no lo apretaba mucho, como dijeron en el noticiero local. Lo amarré con la suficiente potencia como para que no se escapara nada más. Disciplina. Trabajo fuerte. El talento no se le podía escurrir. Disciplina, esfuerzo constante. Todo eso se necesita para mantener el equilibrio. No es que aparece de la noche a la mañana, el balance digo. Peor aún en un pueblo como este. Porque de verdad, de verdad te digo, este pueblo sí que es feo.
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- Por Cristina Mancero
A mis padres
Papá está atado por la nariz a una pipa de oxígeno. Me siento a su lado y le muestro la factura.
―Mira, papá, es la última cuota.
Sé que no me escucha, pero me hace bien el gesto. Doblo el papel y lo dejo en su regazo. Lo imagino levantándose de ese lecho impersonal, yendo a depositar el último pago. Adivino su sonrisa. Esa nueva libertad a sus 77 años. Hace exactamente treinta y cinco meses decidió que no tomaría ningún otro crédito y ha conseguido mantener su promesa, aunque no le ha resultado fácil.
Recuerdo muy bien la noche de esa decisión. Es una escena que se ha repetido con ligeras variaciones durante años. Estaba doblado sobre unos cuadernos llenos de números escritos en tintas de diferentes colores. Tenía la piel enrojecida, el pelo alborotado y los ojos dilatados. Me senté a su lado. Mamá nos trajo café. Le pregunté cómo iban las cosas. Él me miró, como un condenado a muerte, levantó uno a uno sus lápices, los partió y los depositó sobre la mesa. Con cada lápiz destruido, cedían los signos de su desespero. Después rompió los papeles borroneados, recogió los fragmentos y los echó en una bolsa plástica. Al final de este ritual de emancipación, estaba muy calmado.
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- Por Óscar Osorio
Estaba ahí, frente al lavadero, con mi ropa sucia y no tenía idea cómo era lavar una camisa, así que empecé a mirar a Hanna con disimulo para imitarla. Como ella, mojé bien la camisa; después, igual que ella, empecé a enjabonar. Pero mi torpeza fue evidente.
—¿No sabés lavar, colombiana? Qué inútil.
Y pensé que era lo peor que me podía pasar, que nunca iba a poder salir adelante si no sabía hacer algo tan obvio.
—No… –respondí a media voz, con vergüenza.
—¿Nunca tuviste que lavar ropa? ¿Eras una princesa? ¿Entonces, qué hacés aquí?
Yo estaba muda, como si una mano desconocida en mi garganta hubiera guardado mis palabras, y lágrimas desobedientes mojaron mis ojos.
—No es para tanto, vení te enseño.
Me mostró cómo enjabonar la camisa, haciendo énfasis en el cuello y las axilas, cómo estregar con delicadeza y, por último, me indicó su manera de enjuagar, como su propia mamá le había enseñado.
—Ponés el tapón y llenás la poceta, sumerjís la camisa y la dejás un ratito, la sacás y la exprimís. Mirá, así –y apretaba la camisa con fuerza entre sus manos–, sin retorcerla. Vacías la poceta, la volvés a llenar, ponés otra vez la camisa en el agua, la dejás un ratito y la exprimís como te mostré. Repetís lo mismo hasta que veas que el agua queda completamente transparente, limpia, sin trazas de jabón; porque si queda jabón la ropa se estropea.
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- Por Esther Fleisacher
Hace dos semanas llegó a mi buzón un sobre de Midt regionmidtjylland. Soy una persona pusilánime y suelo ignorar durante algunos días las cartas con membretes oficiales. Sospecho sin motivo que traen malas noticias y las dejo morir o reposar en las esquinas de mi escritorio. Imagino que me reclaman una deuda inmensa que olvidé pagar o que unos funcionarios diligentes y perspicaces han descubierto que no cumplo todos los requisitos para residir en el país y han decidido, sin posibilidad de reclamación o queja, deportarme en pocos días. El embargo de mis cuentas por parte de la oficina de hacienda, o peor aún, el dolor imaginario a separarme de mis hijos y el miedo consecuente a un exilio incierto y en soledad se me hacen insoportables, tengo mareos que mueven a la compasión a mis colegas más empáticos y pesadillas constantes que intranquilizan mi conciencia en el duermevela, imaginando y sufriendo las noticias que, muy probablemente, nunca me ocurrirán.
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- Por Lucas Ruiz
a 20 años de la masacre
a 7 años…
La guerra es solo la excusa para que Hollywood siga el rastro del humo de mis ojitos lisos, de mi garganta negra, del ultraje en aquel motel de paredes destartaladas y colchones embarrados de líquidos. Precisamente el lugar en donde el general y su siquiatra festejaron al ejército. Todos con sus pechitos inflados en aquella mañana luminosa.
Cruzarse con los lobos atraídos por esta carnicería me asusta más que cualquier otra cosa. Me transformo en un insecto frágil y con mis patitas temblorosas huyo entre la vegetación junto a otros insectos amables.
Después de la guerra estuve en cama tan enferma, tan llena de dolores y achaques, que me soñé sin esperanza, ya muerta y rodeada de cuatro sirios, para percatarme que la vida no se acaba hasta que se acaba. Solo que ahora mis ojitos permanecen lisos y sin poder esquivar el mal de ojo.
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- Por Lourdes Vázquez
Hace tres días escapé del zoológico de Barcelona. Engañar al sujeto encargado de abrir y cerrar las entradas fue cosa fácil, nada que no hubiera puesto en práctica anteriormente durante mis días en Lima (donde me encerraron por casi un año) o, incluso antes, cuando escapé del Zoológico Municipal de Pucallpa. Ya estaba tan harto de permanecer encerrado. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Acaso solo por ser diferente?
Logré asirme del juego de llaves. Abrí una de las rejas y huí, mientras el resto de mis congéneres (aquí les dicen colegas) dormía. De hecho, extrañaba mucho Pucallpa, aunque no su zoológico, por supuesto, sino mi Yarinacocha querido, donde el sol gotea oro a la hora del crepúsculo y donde el color verde de las plantas en sus cuarenta y tantas tonalidades despide un aroma fermentado de masato durante el otoño. Extrañaba mi rostro reflejado en el lago por las mañanas. Yo debía volver a donde pertenecía.
En el avión Jorge Chávez―Barajas (también allí nos metieron en una jaula), un viejo mono colombiano me había dicho que teníamos suerte de irnos a España: “Todo es más bonito allí, hermano; además, si vamos a Barcelona veremos las construcciones de Gaudí, allí está La Sagrada Familia”. ¿Gau... quién? Eso espero, seguí la corriente con indiferencia... El asunto es que una vez en Barcelona, salvo por dos o tres cosas, como las coquetas monitas de las Islas Canarias, quienes habían llegado una semana atrás dispuestas a todo, las cosas no fueron muy distintas del resto de cárceles donde ya había estado: uno siempre debía permanecer adentro.
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- Por Dante Oliva-León
Días lúgubres
La novela de don Pollón y Altramuz
Juan Sayagués
Editorial Alhulia, Madrid
Páginas 168
2013
MAMOTRETO XXXV
El galeote supersticioso. Reírse de uno mismo no es reírse de uno mismo. De cómo Don Pollón logra calmar las aguas.
(De regreso a Pornocracia, Don Pollón intenta transportar al otro lado del río un conejo, una zanahoria, y a Altramuz, de tal suerte que el conejo no se coma la zanahoria, y Altramuz respete el conejo. Logra este objetivo en cuatro viajes; en el primero transporta el conejo dejando atrás a la zanahoria y a Altramuz, que no come verduras. En el segundo, que es el asunto de este mamotreto, transporta a Altramuz, con la intención de traerse el conejo de vuelta.)
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- Por Juan Sayagués
En la ciudad donde vivo hay una calle donde van a pasear los lisiados y los muertos. Me lo ha contado mi madre, sabe que soy descuidado con los lugares y las personas por donde paso y que a menudo entro en sitios de los que nunca se sale bien. Al principio di por hecho que me alarmaba del peligro y me instaba a no ir, pero al poco empecé a considerar su falta de insistencia justo al revés: como un tanteo sutil. Mi madre siempre ha sido un poco rara, pero es sutil. Cuando fui a preguntárselo, a esas horas ya había salido de casa.
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- Por Miguel Rodríguez
Al despertar el hombre no sabía dónde estaba, tampoco recordaba nada, ni sabía quién era. Cuando buscó entre sus pertenencias, pocas por lo demás, no encontró seña alguna de su identidad, ni siquiera un papel o libreta con su nombre. Un leve dolor de cabeza le confirmaba al menos que estaba vivo.
Permaneció sentado en el borde de la cama, tratando de poner en claro su mente, pero fue inútil. Por más que se preguntaba, no encontraba una respuesta. Quizás se tratara de algo pasajero, de una intoxicación producto de una noche de excesos, y ahora sólo cabía esperar.
El hombre se encontraba en el interior de un apartamento cuya vista daba a un cerro y a una ciudad desordenada y bulliciosa en la que nada le era familiar. Cuando quiso maldecir, las palabras no le llegaron o le llegaron con dificultad, era como si también se hubiera olvidado de hablar.
La idea de un accidente cerebral, lo sobrecogió, pero podía mover las manos, caminar y no advertía ninguna parálisis facial. No debía perder la calma. Estaba vivo, era lo importante, después vería cómo saldría de ese mal sueño. Se recostó en la cama y dejó que el tiempo transcurriera, pues sólo el tiempo podría traerle una respuesta a esa situación.
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- Por Elkin Restrepo