Puro Cuento
Estaba ahí, frente al lavadero, con mi ropa sucia y no tenía idea cómo era lavar una camisa, así que empecé a mirar a Hanna con disimulo para imitarla. Como ella, mojé bien la camisa; después, igual que ella, empecé a enjabonar. Pero mi torpeza fue evidente.
—¿No sabés lavar, colombiana? Qué inútil.
Y pensé que era lo peor que me podía pasar, que nunca iba a poder salir adelante si no sabía hacer algo tan obvio.
—No… –respondí a media voz, con vergüenza.
—¿Nunca tuviste que lavar ropa? ¿Eras una princesa? ¿Entonces, qué hacés aquí?
Yo estaba muda, como si una mano desconocida en mi garganta hubiera guardado mis palabras, y lágrimas desobedientes mojaron mis ojos.
—No es para tanto, vení te enseño.
Me mostró cómo enjabonar la camisa, haciendo énfasis en el cuello y las axilas, cómo estregar con delicadeza y, por último, me indicó su manera de enjuagar, como su propia mamá le había enseñado.
—Ponés el tapón y llenás la poceta, sumerjís la camisa y la dejás un ratito, la sacás y la exprimís. Mirá, así –y apretaba la camisa con fuerza entre sus manos–, sin retorcerla. Vacías la poceta, la volvés a llenar, ponés otra vez la camisa en el agua, la dejás un ratito y la exprimís como te mostré. Repetís lo mismo hasta que veas que el agua queda completamente transparente, limpia, sin trazas de jabón; porque si queda jabón la ropa se estropea.
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- Por Esther Fleisacher
Hace dos semanas llegó a mi buzón un sobre de Midt regionmidtjylland. Soy una persona pusilánime y suelo ignorar durante algunos días las cartas con membretes oficiales. Sospecho sin motivo que traen malas noticias y las dejo morir o reposar en las esquinas de mi escritorio. Imagino que me reclaman una deuda inmensa que olvidé pagar o que unos funcionarios diligentes y perspicaces han descubierto que no cumplo todos los requisitos para residir en el país y han decidido, sin posibilidad de reclamación o queja, deportarme en pocos días. El embargo de mis cuentas por parte de la oficina de hacienda, o peor aún, el dolor imaginario a separarme de mis hijos y el miedo consecuente a un exilio incierto y en soledad se me hacen insoportables, tengo mareos que mueven a la compasión a mis colegas más empáticos y pesadillas constantes que intranquilizan mi conciencia en el duermevela, imaginando y sufriendo las noticias que, muy probablemente, nunca me ocurrirán.
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- Por Lucas Ruiz
a 20 años de la masacre
a 7 años…
La guerra es solo la excusa para que Hollywood siga el rastro del humo de mis ojitos lisos, de mi garganta negra, del ultraje en aquel motel de paredes destartaladas y colchones embarrados de líquidos. Precisamente el lugar en donde el general y su siquiatra festejaron al ejército. Todos con sus pechitos inflados en aquella mañana luminosa.
Cruzarse con los lobos atraídos por esta carnicería me asusta más que cualquier otra cosa. Me transformo en un insecto frágil y con mis patitas temblorosas huyo entre la vegetación junto a otros insectos amables.
Después de la guerra estuve en cama tan enferma, tan llena de dolores y achaques, que me soñé sin esperanza, ya muerta y rodeada de cuatro sirios, para percatarme que la vida no se acaba hasta que se acaba. Solo que ahora mis ojitos permanecen lisos y sin poder esquivar el mal de ojo.
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- Por Lourdes Vázquez
Hace tres días escapé del zoológico de Barcelona. Engañar al sujeto encargado de abrir y cerrar las entradas fue cosa fácil, nada que no hubiera puesto en práctica anteriormente durante mis días en Lima (donde me encerraron por casi un año) o, incluso antes, cuando escapé del Zoológico Municipal de Pucallpa. Ya estaba tan harto de permanecer encerrado. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Acaso solo por ser diferente?
Logré asirme del juego de llaves. Abrí una de las rejas y huí, mientras el resto de mis congéneres (aquí les dicen colegas) dormía. De hecho, extrañaba mucho Pucallpa, aunque no su zoológico, por supuesto, sino mi Yarinacocha querido, donde el sol gotea oro a la hora del crepúsculo y donde el color verde de las plantas en sus cuarenta y tantas tonalidades despide un aroma fermentado de masato durante el otoño. Extrañaba mi rostro reflejado en el lago por las mañanas. Yo debía volver a donde pertenecía.
En el avión Jorge Chávez―Barajas (también allí nos metieron en una jaula), un viejo mono colombiano me había dicho que teníamos suerte de irnos a España: “Todo es más bonito allí, hermano; además, si vamos a Barcelona veremos las construcciones de Gaudí, allí está La Sagrada Familia”. ¿Gau... quién? Eso espero, seguí la corriente con indiferencia... El asunto es que una vez en Barcelona, salvo por dos o tres cosas, como las coquetas monitas de las Islas Canarias, quienes habían llegado una semana atrás dispuestas a todo, las cosas no fueron muy distintas del resto de cárceles donde ya había estado: uno siempre debía permanecer adentro.
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- Por Dante Oliva-León
Días lúgubres
La novela de don Pollón y Altramuz
Juan Sayagués
Editorial Alhulia, Madrid
Páginas 168
2013
MAMOTRETO XXXV
El galeote supersticioso. Reírse de uno mismo no es reírse de uno mismo. De cómo Don Pollón logra calmar las aguas.
(De regreso a Pornocracia, Don Pollón intenta transportar al otro lado del río un conejo, una zanahoria, y a Altramuz, de tal suerte que el conejo no se coma la zanahoria, y Altramuz respete el conejo. Logra este objetivo en cuatro viajes; en el primero transporta el conejo dejando atrás a la zanahoria y a Altramuz, que no come verduras. En el segundo, que es el asunto de este mamotreto, transporta a Altramuz, con la intención de traerse el conejo de vuelta.)
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- Por Juan Sayagués
En la ciudad donde vivo hay una calle donde van a pasear los lisiados y los muertos. Me lo ha contado mi madre, sabe que soy descuidado con los lugares y las personas por donde paso y que a menudo entro en sitios de los que nunca se sale bien. Al principio di por hecho que me alarmaba del peligro y me instaba a no ir, pero al poco empecé a considerar su falta de insistencia justo al revés: como un tanteo sutil. Mi madre siempre ha sido un poco rara, pero es sutil. Cuando fui a preguntárselo, a esas horas ya había salido de casa.
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- Por Miguel Rodríguez
Al despertar el hombre no sabía dónde estaba, tampoco recordaba nada, ni sabía quién era. Cuando buscó entre sus pertenencias, pocas por lo demás, no encontró seña alguna de su identidad, ni siquiera un papel o libreta con su nombre. Un leve dolor de cabeza le confirmaba al menos que estaba vivo.
Permaneció sentado en el borde de la cama, tratando de poner en claro su mente, pero fue inútil. Por más que se preguntaba, no encontraba una respuesta. Quizás se tratara de algo pasajero, de una intoxicación producto de una noche de excesos, y ahora sólo cabía esperar.
El hombre se encontraba en el interior de un apartamento cuya vista daba a un cerro y a una ciudad desordenada y bulliciosa en la que nada le era familiar. Cuando quiso maldecir, las palabras no le llegaron o le llegaron con dificultad, era como si también se hubiera olvidado de hablar.
La idea de un accidente cerebral, lo sobrecogió, pero podía mover las manos, caminar y no advertía ninguna parálisis facial. No debía perder la calma. Estaba vivo, era lo importante, después vería cómo saldría de ese mal sueño. Se recostó en la cama y dejó que el tiempo transcurriera, pues sólo el tiempo podría traerle una respuesta a esa situación.
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- Por Elkin Restrepo
El chillido agudo de una lechuza me despierta. No me gusta el mirar de ese pajarraco husmeando el dolor. Ya casi amanece y una pausada luz ilumina la tierra. El bosque entero ha comenzado a expirar toda su fuerza, todos los aromas guardados entre una bruma muy parecida a una llovizna.
Sé que los ciervos se están amando porque me llegan sus bramidos. Pienso que el bosque mostrará las mismas cosas mientras que el hombre no asesine su esencia.
Me siento un ciervo al poseer el bosque con toda la terquedad de un hombre solitario. Un hombre que espera la eternidad sin lamentarse.
Sé que ya soy viejo. He visto pasar los días y las noches desde esta cabaña y este sillón de la sala. La mujer amada ya hace años que ha partido dejando un hueco en la almohada. Un hueco irreversible que nunca se llenará. No sé cuánto tiempo hace que ella se ha ido; solo su ausencia da vida a los recuerdos. Y los recuerdos se burlan de mí, cambiando el sentimiento y la noción del ayer. Me pregunto sí todo ha sido tan bueno, tan precioso como la forma que quiero darle. Creo que ella ya no me amaba. Tenía piedad por mis derrotas, escuchaba mis lecturas, aprobaba o negaba con pocas palabras. Al principio, asentía llena de arrobamiento; después, casi no me escuchaba.
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- Por Cecilia Vetti
A Luis Eduardo Gualdrón,
biólogo de formación, filósofo por vocación.
Todos estaban ya listos en el "vestier" o en el cuarto que usaban como vestier, que era el último, demasiado grande para servir como sala de clase. Como los baños quedaban ahí a la vuelta, el rector había decidido que ese cuarto sirviera para algo y el profesor de educación física que se venía quejando desde hacía meses de la falta de un local donde los muchachos se pudieran cambiar (en lugar de tener que hacerlo en los baños o en la sala de clases) antes de salir al terreno, vio la oportunidad de formular de una manera enérgica su petición, ahora o nunca, le dijo al rector: el rector le cedió el cuarto. Como era la primera vez que lo utilizaban los muchachos se comportaban con el recato y la prudencia de quien se encuentra en una sala de clases. Apenas si hablaban. Cuando el profesor de educación física entró, se extrañó de ese silencio, él que sabía que en los vestiers de los deportistas es donde más bulla se hace, les preguntó qué pasaba y los muchachos contestaron que nada, que si tenían miedo del partido de esa tarde, que no, dijeron, ¿y entonces?, por qué tanto silencio. No tenían ganas de hablar, contestaron, pero el "profe" quedó convencido de que algo malo estaba pasando, algo no funcionaba con ese equipo al que él le había dedicado sus mejores momentos desde semanas atrás, con la esperanza de que sacaran adelante los colores del quinto año, año que desde hacía tiempos no ganaba el campeonato de fútbol interno. Casi siempre lo ganaban los de cuarto o tercer año, era como si a medida que pasaban los años de bachillerato, el empuje firme y la gana de destacarse en los deportes a los muchachos se les enfriaran. Pero ese año los de quinto habían dado muestras de poder hacer bien las cosas. El "profe" decidió que con ellos se iba a jugar el todo por el todo, todo el mundo conocía en ese momento sus preferencias, de manera que una derrota o un triunfo de los de quinto año serían igualmente derrota o triunfo del "profe". Miró en redondo a los muchachos, ahí estaban todos y al mirarlos detenidamente se dio cuenta de que en realidad no era el buen ánimo lo que les faltaba, más bien, silenciosos, parecían concentrados y atentos, con la gana de entrar cuanto antes al terreno. Entonces vio a Federico, el único de los jugadores de quinto que no le gustaba. Los compañeros lo apreciaban mucho, hasta hablaban de sus buenas disposiciones deportivas, pero el "profe", aunque admitía que era un buen muchacho, buena persona, decente y todo, no creía en él como futbolista. No tenía la garra, la primera cosa que se necesita en todo para salir adelante y dejar de ser un simple aficionado, porque patear el balón cualquiera lo hace, todo el mundo sabe, incluso si jamás ha jugado, sobre todo en esta ciudad donde hay cinco clubes de fútbol y el campeonato interclubes de fin de año es más importante que la vuelta ciclística al país entero. Federico no le gustaba; se le acercó a decirle cualquier cosa, por conversar con él, probar su estado de ánimo (para el "profe" era el único flojo entre todos) y viendo que el muchacho se enrollaba las medias arriba, cerca de las rodillas, le dijo que no las templara demasiado, las puntas de los dedos podían sufrir si las medias quedaban demasiado tensas, y el muchacho, obediente, se las aflojó en seguida. "Mal sítoma", pensó el "Profe" y prefirió dejar las cosas así, se dirigió a otros, dando consejos aquí y allá, hablando y escuchando apenas lo que le respondían, preocupado porque si después de tanto molestar al rector pidiendo un "vestier", de tanto esfuerzo por demostrar que este año los que ganarían serían los de quinto año, si todo se viniera abajo, era sobre él solo, sobre sus espaldas que iba a recaer toda la culpa.
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- Por Gabriel Uribe Carreño