Literatura
Dentro de la producción novelesca de autores exiliados españoles en los Estados Unidos, destaca con voz propia la obra del novelista y profesor Víctor Fuentes. Su Trilogía americana, de la que ya lleva dos entregas, aspira a ser uno de los proyectos más ambiciosos sobre una formulación poliédrica del transterrado. La primera de las entregas, titulada Morir en Isla Vista, en la que centro el estudio de esta página, es quizá la más representativa en lo que respecta al tratamiento problemizador de la identidad. Nuestro análisis se centra en los tres niveles de autorrepresentación de la novela: Floreal Hernández, falso autor o heterónimo; el narrador o transcriptor que actúa como filtro de toda la novela; y Vicente Fuentes- personaje, narrador a nivel secundario o hipodiegético. Cada uno de estos tres niveles puede ser visto como un espejo deformado del autor empírico. Al modo en que Max Estrella formulara las ideas de Valle Inclán, Víctor Fuentes hace a sus personajes contemplarse en el reflejo tragicómico de su novela. A su vez, tales instancias, proyecciones del autor real, se fragmentan, se funden con las historias que, como collage, van apelmazando el relato. El resultado final es una especie de laberinto borgiano donde el límite del yo parece desvanecerse.
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- Por Juan Jesús Payán
Cuando mi gato llegó a casa, en una jaula y adoptado legalmente, tenía aproximadamente dos años de vida. Estaba castrado, vacunado y respondía al nombre de Zorro. Lo recibí en la puerta y, desde el primer instante en que se cruzaron nuestras miradas, tuve la sensación de que me convertiría en el sustituto de sus padres. La casa se inundó de una súbita alegría y él se sintió aceptado con júbilo, pues ni bien salió de la jaula, como un forastero en territorio desconocido, se me acercó poquito a poco, con una actitud sumisa, la cola levantada y la columna arqueada. Me puse en cuclillas, alargué la mano sobre su cabecita, le hablé con dulzura y le alisé el pelaje a tiempo de acariciarle. Él emitió un ruido de aprobación y me dirigió una mirada tierna, como si quisiera decirme algo, y yo le devolví la mirada con una sonrisa que me estalló en el rostro.
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- Por Víctor Montoya
para Alejandra Maass
Ahí estaba él con su sombrero adornado con frutas rojas -acaso eran frutillas- y rosas también rojas, émulo de Carmen Miranda rondando por las azoteas del vecindario. Se paseaba por los rincones contorneando sombrero y revoleando su cuerpo en rojo. Frambuesas caían en cascada sobre sus hombros, jugo de tomate le dibujaba las ojeras, oh, ese sombrero de rojos rotundos espejándose en la ventana. Se deslizaba sobre una alfombra de geranios que caían languidecientes a sus pies, el rojo era catarata de pulpas y diademas, guirnalda de rosas con espinas jugaban a cubrirle la desnudez -pero apenas- y la línea perfecta de su codo bailaba hacia el cielo. Raso. Rojo de sangre, vino tinto salpicando el techo, corcho en el aire, mermelada de frutilla.
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- Por Esther Andradi
Inédito
Todos son hoy día profesores universitarios. Cuando Alberto los conoció eran todavía recién graduados universitarios, unos haciendo sus doctorados, y otros ya lo habían justo terminado. Al mismo tiempo, eran docentes en el departamento de letras, de aquella Universidad que había sido recién inaugurada un poco tiempo después de la caída del muro de Berlín, del fin de la guerra fría y de la reunificación alemana. Él daba clases en ese departamento, había publicado artículos y libros, tenía realizado su doctorado y vivía legalmente en el país.
"¿Eso te dijeron aquella vez?", dijo Charles, un trotamundos haitiano, que vivía en París y estaba en Berlín con una beca para artistas. "En Francia si te lo dicen, no te lo dicen así, tan directamente".
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- Por Luis Pulido Ritter
Los dioses están hechos a imagen y semejanza de quienes los adoran. El dios de los perros, por ejemplo, es un perro fabuloso, más inteligente que todos los perros juntos, e incluso que todos los hombres. Tiene la facultad de estar en millones de lugares a la vez, dentro y fuera de cada perro que existe, y sus ladridos, silencios y jadeos poseen una sabiduría excepcional. El único ser que acaso puede acercársele es la diosa de las pulgas, o por lo menos eso es lo que creen las pulgas. Esta diosa es una pulga extraordinaria, entendida en materias pulgosas, humanas y divinas, y su cuerpo es tan brillante que enceguecería los diminutos ojos de las pulgas que la vieran. No hay hombre, perro o insecticida capaz de matarla. Sus patas fantásticas le permiten dar saltos de planeta en planeta y de galaxia en galaxia para acudir al llamado de los millones de razas de pulgas que habitan el cosmos, ya que, según estiman sus adoratrices, las pulgas son la especie dominante en el universo.
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- Por Alexander Prieto Osorno
⎯ Para Soranlly ⎯
Inédito
A los veinte minutos de entrar en el estudio ya te habías acostumbrado. Un tipo levantaba ese cartel en que aparecía el letrero "Aplausos" y todos obedecían. Vos hacías lo mismo porque te explicaron, desde el principio, que en eso consistía el asunto: aplaudías y a la salida te pagaban quince euros. Y habías llegado como la mayoría de los que estaban allí; o sea, por la famosa, por la maldita crisis económica. En fin, el caso es que la cita inicial era en la estación de metro Plaza de Castilla. Ya después repartirían la gente de acuerdo con las necesidades de público que tuvieran los diferentes programas; porque se trataba de eso, de salir en televisión. Aclaremos: ni como estrella, ni en calidad de invitado, ni porque te fueran a preguntar nada; faltaría más. Pero por algo se empieza, Filomeno, y vos nunca fuiste un hombre de poca fe.
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- Por Alejandro José López Cáceres
En el sueño ella busca un libro cuyo título y autor no recuerda. Va con mucha prisa por sórdidos callejones. Una luz mortecina la conduce hasta el escaparate de una librería. No sabe el nombre de la ciudad ni el tiempo que lleva en ella, pero se mueve como si la conociera. Traspasa el umbral de la puerta del establecimiento que encuentra silencioso y quieto. Entre anaqueles, estanterías y mesas de exposición, llega al centro donde está la registradora. Inclinada, se encuentra una mujer buscando algo pequeño, un alfiler, un pendiente, o una moneda. Peinada con el cabello recogido, viste trajes de otra época, de sufragista inglesa tal vez. Es tan delgada que se le ven los huesos bajo la fina piel. Ante su insistencia en ser atendida, la mujer se vuelve para mirarla con frialdad. Cuando le pregunta por el libro, sin darle el título ni el nombre del autor, le señala un fondo tenebroso. Allí encuentra un cesto con libros a precio de saldo. Empieza a escarbar desesperada entre guías de viajes y almanaques antiguos. Su vida depende de ese libro sin título, sin el nombre del autor. Debe encontrarlo antes de que despierte. Pero el sueño se interrumpe cuando está a punto de dar con él.
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- Por Consuelo Triviño Anzola
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Octavio terminó de beber de un solo sorbo el resto del primer café de la mañana. Prendió su tercer cigarrillo mecánicamente. Se tocó el mentón mientras pensó que primero se afeitaría la barba de varios días y luego entraría en la página web que mencionaba el aviso del periódico. Dio una aspirada profunda y lenta al cigarrillo mientras comentó en voz alta para sí mismo:
¡Carajo, es que ni mandado a hacer a la medida! Ese puesto me calza como anillo al dedo -
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- Por Guillermo Camacho
se hace más allá del bien y del mal
Friedrich Nietzsche
"Can we stay here?", preguntó el niño y Magda por primera vez no supo qué decir. Respiró hondo y fumó lo que quedaba del cigarrillo. Miró al pequeño. Sus ojos caramelo esperaban respuesta. Puso la colilla en el cenicero y sentó al niño en sus piernas mientras el humo del cigarrillo dibujaba arabescos en la habitación.
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- Por Hemil García