Cigarras, ranas, gallos y gorriones: la naturaleza cantante de Eugenio Montejo

martha_canfield_001Jamás he visto un ruiseñor,
amé otros pájaros,


cuidé sus nidos inocentes.
Crecí a la lenta luz del trópico
mirando las iguanas atar el arcoiris
a mi corteza.

EUGENIO MONTEJO, Terredad

 

Leer la poesía de Eugenio Montejo significa entrar en un vasto universo, plural, variado, a menudo sorprendente y hasta desconcertante, pero siempre sumamente seductor. El lector que entra en ese universo queda conmovido, mientras concuerda con la visión de una realidad que, a través de varias generaciones, encarna el presente más vivo. La poesía de Eugenio Montejo nos habla de una actualidad que es la de todos nosotros, habitantes conflictivos en el umbral entre dos siglos, que en poco tiempo hemos destruido tradiciones, costumbres, creencias seculares. La fragilidad de la criatura del siglo XXI es la de quienes ven eclipsarse una época y abrirse otra, con el consiguiente colapso de muchas certezas y con la apertura hacia horizontes que parecen ser al mismo tiempo - precisamente porque son muy nuevos - prometedores y desastrosos, estimulantes y peligrosos.

Martha L. CANFIELD (Montevideo, 1949) catedrática de Lengua y Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Florencia. Ha publicado libros y monografías sobre López Velarde, Rodó, Ramos Sucre, Quiroga, Borges, Mutis y García Márquez. Es autora de una antología de cuentos hispanoamericanos (Donne allo specchio, 1997) y de dos antologías de poesía (Voces y luces, 1998; y Poesia spagnola e ispanoamericana («La Biblioteca di Repubblica», 2004). Ha traducido al español a Pasolini, Bufalino, Edoardo Sanguineti, Valerio Magrelli, Paolo Ruffilli. Ha editado en italiano a Idea Vilariño, Carlos Germán Belli, Jorge Eduardo Eielson, Álvaro Mutis, Mario Benedetti, Rafael Courtoisie Márgara Russotto, Eugenio Montejo, Juana Rosa Pita. Es autora de cuatro poemarios en español: Anunciaciones (1977), El viaje de Orfeo (1990), Caza de altura (1994) y Orillas como mares (2005); y cuatro en italiano, Mar/Mare (1989), Nero cuore dell'alba (1998), Capriccio di un colore (2004) y Per abissi d'amore (2006); y de la antología, Poemas (1997).

Hoy, cuando la evolución de la ecología, así como su difusión a nivel de los mass-media, está creando una "conciencia ecológica" cada vez más lúcida y emprendedora, la poesía de Eugenio Montejo nos llega con la fuerza avasalladora de una profecía y de una promesa. Conocedor de la rica herencia hispanoamericana, y en línea con los poetas fundadores de la modernidad vinculada al imperecedero canto de la naturaleza - de Ramón López Velarde a su admirado amigo Álvaro Mutis -, Eugenio Montejo se apre también a otros horizontes y se nutre de la gran poesía del siglo XX europea, de Saint-John Perse a Montale . Si López Velarde había reconocido en las espigas doradas del maíz el verdadero tesoro de México, por contraposición al negro y diabólico petróleo, y consideraba el canto del zenzontle como la voz más armónica de la naturaleza, capaz de dialogar e incluso de superar la voz del poeta humano, Mutis ha construido, a partir de la fauna y la flora de la "tierra caliente" de su infancia - o sea de la provincia colombiana del Tolima - una geografía simbólica, en la que memoria y proyecto espiritual se confunden, desengaño o desesperanza y teleología pueden convivir, confirmando la convulsión interior incesante en que vivimos. Inmediatamente después llega Montejo, y sus acacias y sus árboles como torres, a veces "góticos", otras veces estáticos e íntimamente sangrientos, junto con sus asnos, sus cigarras, con tordos y gallos, bueyes, ranas, hormigas, componen para el lector un paisaje inconfundible, tropical, vivo, que a medida que la ciudad trata de sofocarlo, se levanta y se transforma, se trasciende, para configurarse como paisaje del alma, primero íntimo y personal, vinculado a una memoria individual, luego colectivo y de época. He ahí entonces que la acacia di Montejo saluda al eucalipto de Montale, y su gorrión se pone a cantar en coro con la upupa montaliana. Y es por eso que en medio de la tierra abrasadora de los llanos puede aparecer la nieve; y la nieve puede ser «sónica» - es decir, tiene su música -, porque el paisaje de la memoria se vuelve alfabeto del mundo y cada uno de sus elementos un símbolo que le habla al ser humano de todos los tiempos - como a los lectores de Saint-John Perse o de Montale - de la ragione di vivere. Esa razón de vida que el poeta no se propone definir, pero que espontáneamente busca e inevitablemente comunica, incluso más allá de sus propios postulados. «Amo a la tierra», dice Montale, «amo a quien me la dio / y a quien se la vuelve a tomar». «Creo en la vida», dice Montejo, «bajo forma terrestre, / tangible, vagamente redonda, / menos esférica en sus polos, / por todas partes llena de horizontes».
No es superfluo subrayar entonces que esta tierra del sueño, capaz de ascender en la escala simbólica y hacerse mítica y universal, no nace de la literatura, como los famosos "paisajes de cultura" de Rubén Darío, sino de la realidad inmmediata de Venezuela, conocida y vivida por el poeta. Si el Orinoco puede limitar al norte con el "deseo", si cierta península, dibujada por el cartógrafo, puede tener un perfil de mujer tan verosímil que pareciera que habla, es verdad también que los mapas que los representan remiten a una geografía verdadera y tangible, en la que el sueño se ha encarnado antes de difundirse como leyenda y donde, por lo tanto, es posible creer aún en la felicidad. Es más, la felicidad puede existir solamente aquí, como ese paraíso llamado Manoa no ha estado jamás en otra parte. Esos mapas, nos asegura el poeta, «nunca mintieron»:

Esos mapas eran cartas verídicas de amor,
tatuajes de navegantes,
páginas puras para decirnos que la vida
sólo es eterna en esta orilla del Atlántico.
(Mi país según un antiguo mapa, TA)

En esta tierra todavía es posible dialogar con todas las criaturas, animales y plantas. Los árboles hablan poco porque meditan mucho, y los pájaros, como a veces el tordo negro, saben interpretar su pensamiento transformándolo en canto. El poeta, en cambio, es la dramática criatura que atestigua un paraíso vivo pero prohibido, mundo ideal del cual nos queda la nostalgia, aunque la memoria lacerada no logre recuperar sino en parte y de modo muy vago:

Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo.
(Los árboles, AP)

El poeta es un interlocutor limitado, que ha perdido en parte las prerrogativas que tenía, y que sigue perdiéndolas en el proceso - ya incontenible - de urbanización del planeta, con su trágico revés de sofocamiento de la naturaleza. No obstante, él está en condiciones de percibir el vínculo entre el mundo natural y la esfera de lo trascendente, acaso porque la arrogancia cada vez más difundida no lo ha enceguecido del todo. La poesía de Montejo es un diálogo constante con los animales más humildes de la naturaleza - pobres bestias de carga, insectos insignificantes, en los cuales se reconocen las huellas de un recorrido trascendental que, más allá del sentido kantiano del término, se puede denominar "camino", "vía" o más específicamente "tao", como en efecto ocurre alguna vez.
La hormiga, por ejemplo, que no viene de la tierra, como banalmente se podría pensar, sino de «remotas estrellas», comparte el alimento humano comiendo las migas, a veces amargas, que quedan en la mesa, porque así debe ser en el orden de las cosas, en la visión taoísta propia del autor.
«Taoístas» son asimismo las ranas, y el coro de su croar está hecho de una sola vocal espléndida. O bien, dicho de otro modo, una única vocal es lo que logra captar el pobre poeta. Ella borra por un instante el enigma del mundo e impregna quien la escucha de «la máxima grazia» (Las ranas, AM).
El asno y el buey, ejemplos de solidez y firmeza, que mediante la gran capacidad de soportar que poseen podrían comunicar una inocente fe en ese orden de las cosas ansiado por el hombre, se le aparecen a Montejo como criaturas besadas por la gracia divina, siempre en armonía con el mundo que las rodea, guardianes de secretos lenguajes esenciales que el hombre ya no es capaz de descifrar, aunque el poeta pueda intuirlos. El asno es capaz, con sus «largas orejas» de escuchar todas las músicas; y «los golpes de Dios», ya percibidos por Vallejo, los acepta humildemente, los recibe y hasta los guarda en su «baúl de mariposas», maravillosa e insólita metáfora del cuerpo; «y no se queja nunca», nos asegura el poeta (Honor al asno, ASXX). Ejemplo conmovedor de estoicismo, acaso el asno, como se dirá también del tordo, es otro mensajero del «sueño presocrático», que nos llega a través del tiempo milenario de la estupidez humana, para recordarnos que en algún momento supimos escuchar.
Al buey, que «va arando el tiempo, no la tierra» y por lo mismo es «sabio, profundo, demorado», se lo reconoce como «maestro cuadrúpedo», que interpreta y transmite «el habla porosa de las piedras», donde el adjetivo poroso subraya la existencia del organismo igualmente frágil de las piedras, a través del cual se genera y se transmite la función vital del lenguaje (v. El buey, AM). El buey, también él taoísta, intérprete de la paradójica e inverosímil vitalidad de la piedra, es por ello mismo capaz de grabar los signos del tiempo sobre el rostro humano, si el hombre a su vez es capaz de escuchar su lección profunda y lenta, como el «tardo paso de las nubes».
Pero, en realidad, en la escala simbólica de Montejo, los animales privilegiados son tres: la cigarra, el gallo y el gorrión. A la primera le dedica un poema largo que da título a todo el poemario, Partitura de la cigarra (1999). La define «la maestra de Orfeo» y la «reina-maga», y rechaza las tradicionales acusaciones de ociosidad que se le han dirigido por contraste con la laboriosa hormiga, antes que nada porque en el trópico, donde no hay estaciones que dividan el año y los ciclos del trabajo y el reposo, la cigarra canta todo el año. Lo que ella canta, según el poeta, es aquello que los hombres deberían aprender a apreciar, e incluso venerar: «el milagro / de habitar este mundo» (Partitura de la cigarra, PC, Canto VI). El poeta escucha su canto, recibe su mensaje y sueña que podrá cantar lo que ella canta. A través del corazón del poeta, el canto de la cigarra se renueva y sigue viviendo. El cuerpo de la cigarra es perecedero, como el cuerpo del poeta; el canto de ambos, en cambio, permanece en el tiempo y uno es la continuación del otro si - como debe ser - se establece un diálogo entre las distintas criaturas que saben y que pueden cantar y celebrar el don precioso de la vida:

[...]
el canto es ella misma,
está atado a su cuerpo como un ala.
Hacerlo oír, traerlo aquí a la tierra,
a quienes ya no están pero lo oyen
y a quienes más tarde no estaremos,
prodigarlo en el mundo es su trabajo.

Siempre tendremos más canto que cigarra,
(se gasta el cuerpo en breve,
desaparecen ojos, alas, sombras,
pero nos queda intacto lo cantable),
siempre tendremos más tierra que existencia
y más canto que tierra
y más ausencia que nostalgia.
(Partitura de la cigarra, PC)

El gallo, que como la cigarra es más canto que gallo (v. Il canto del gallo, AM), difunde en todas partes sus notas de incontenible armonía. «El canto está afuera del gallo», y dentro de su frágil y pequeño cuerpo hay vísceras perecederas y sueño imperecedero. Su sueño, como su canto, es lo que él transmite al hombre y sobre todo a quien, entre los hombres, es capaz de dialogar con él, o sea, el poeta. Su sueño, como su canto, está asociado al drama que se cierne sobre la humanidad de fines de milenio: el proceso de urbanización que ha destruido los campos y ha condenado al gallo al silencio. No obstante, si el gallo - como el poeta -perece, el canto no puede perecer jamás. Porque el eco de la voz del gallo seguirá oyéndose, sobre todo, precisamente, en medio de la catástrofe creada por el desarrollo urbano:

No hay campos cerca, sino edificios, ruidos urbanos,
la religión del dinero con sus máquinas...
¿Dónde se esconde el eco de ese canto
que se quedó sin gallo,
que no cuenta con patios ni verdores?
(Canto sin gallo, PC)

El gorrión, por fin, pequeñísima ave de canto tan dulce, como los otros animales citados, es símbolo de la voz musical del poeta, aunque en este caso es mucho más: es el canto mismo, es el «canto sin cuerpo» . El gorrión es el canto per antonomasia, el alma del poeta, la voz de mañana y la esperanza de hoy:

El cuerpo se hunde en tierra cuando muere
y el gorrión permanece:
de un canto a otro va rodando [...]
(Anatomía del gorrión, PC)

Escuchar los cantos de las criaturas es un deber moral; transmitirlos a través de las técnicas del poeta es una tarea noble y necesaria. Tal vez detrás de estas voces que no deben perecer, están los dioses profundos, y esa voz secreta que ordena el universo filtra a través de ellos una especie de sussurro, una respiración constante que sostiene el canto, la música de las esferas. El animismo panteísta de Montejo, en heroico contraste con el materialismo y el utilitarismo cada vez más dominantes, restituye al desencantado lector del tercer milenio un significado y una razón de vida. Guiados por las voces persuasivas de sus pequeñas y magníficas criaturas, nosotros sus lectores sentimos que nos reconciliamos con la naturaleza que tanto hemos descuidado y maltratado, entramos también nosotros en el vivificante diálogo cósmico que el poeta nos revela. Así llegamos a sentir el movimiento mismo de la tierra que gira y las voces eternas que la pueblan, sobreviviendo al tiempo que cancela y a la sorda urbe que aniquila:

Sentir. La tierra que gira porque siente
el espacio estrellado. Y el mar y el mundo
y el minúsculo tallo de la hierba.
Sentir el tiempo cayendo gota a gota,
desesperadamente.
(¿Qué siente mayo, qué siente el color verde?)
Sentir la lluvia y su tambor de piedra
y la naranja en su planeta solitario
lleno de aromas amarillos.
Sentir más cerca, dentro y fuera del cuerpo,
con lo que queda en él de nuestros padres;
oír sus voces llamándose en la nuestra.
(¿Qué siente la nube en la ventana,
cuando los ojos la detienen?)
Sentir. Los astros más y más se redondean
gravitando en sus azules sentimientos.
Sentir, sentir a pesar de la ciudad,
contra los vahos de su anestesia,
con la infancia que aún corre por la sangre,
con la magia del sueño;
apartar de la carne sus viejos bueyes de opio
hasta que se despierten.
(Sentir, AM)


Detrás o dentro de las cosas, en los seres, en las voces universales palpitan siempre vivos «los dioses profundos», de los que tenemos tanta necesidad. Y aunque hayamos perdido todo, ellos estarán allí para acogernos. «Están intactos», asegura el poeta, y en el centro de su llama vital esperan por nosotros. «Ningún soplo del tiempo los apaga». Lo que tenemos que hacer es descifrar sus voces en medio de las voces que nos rodean, lo que tenemos que hacer es escuchar! (v. Vuelve a tus dioses profundos, TER).
Y si acaso se hubieran vuelto mudos, su eco habrá quedado intacto, circulando en nuestra sangre, como el canto del gorrión en el aire.

 

Suscríbete

Suscríbete a nuestro boletín y mantente informado de nuestras actividades
Estoy de acuerdo con el Términos y Condiciones