La vejez y la proximidad de la muerte vistas en Memorias de Adriano.

marguerite ypurcenar 250"Estaba de acuerdo en morir; pero no en asfixiarme;
la enfermedad nos hace sentir repugnancia de la muerte,
y queremos sanar, lo que es una manera de querer vivir"
– Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

 

 

En aquellos años de intensa producción, alrededor de 1954, Marguerite Yourcenar escribió en su texto "El tiempo, gran escultor":

El día en que una estatua esté terminada, su vida, en cierto sentido, empieza. Se ha salvado la primera etapa que, mediante los cuidados del escultor, la ha llevado desde el bloque hasta la forma humana; una segunda etapa, en el transcurso de los siglos, a través de alternativas de adoración, de admiración, de amor, de desprecio o de indiferencia, por grados sucesivos de erosión y desgaste, la irá devolviendo poco a poco al estado mineral informe al que había sustraído su escultor.

Como la estatua, el hombre, esa frágil arcilla de tiempo sucesivo que se ennoblece al admirar, inconscientemente, los primeros rasgos y lisuras naturales de su piel, una estatua de elementos apenas vírgenes, aún con el tacto de la suave tierra en su dura resistencia de obra de arte, inmóvil se entrega a los días, a los años que esculpen sin detrimento alguno un cuerpo de fluidez encarnada. Si pensamos en Adriano, aquel emperador romano del siglo II d.C, de refinado estoicismo y atento estudioso de Epicteto, sabemos que en esos años fue el hombre y no los dioses, las virtudes y decadencias humanas las que se erigieron sobre la harto compleja jerarquía religiosa que pudo haber recaído en un letargo acaso indefinible, acaso inexplicable. Pensar en el Adriano que ilustra Marguerite Yourcenar, es pensar en el tiempo sobre los hombros de un ser no ajeno al dolor o a las delicias fugaces del amor. Es el tiempo que pasa y queda, cuya diana simbólica y engastada es la vejez, esa cóncava instancia donde todo se explica, donde la visible luz tiende a ser más nítida, más clara y un poco más sencilla. La enfermedad es un contorno revelador en los últimos años de vida del emperador, el sentirse débil, cansado e incapaz lo tornan un ser inútil para ser parte de los asuntos comunes de su tiempo. Cuando en Adriano surge ese reconocimiento de ese instante en que su cuerpo ya no es el mismo en agilidad o aventuras hacia el riesgo y el peligro, se divisa la inocencia del hombre viejo que camina a pasos acelerados hacia la muerte. Adriano observa no sin justa claridad sobre esa sombra acechante que es la muerte: "(...) pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la enfermedad moral progresa". Cuando las dolencias se acrecientan y el reconocimiento de las mismas trasciende todo pensamiento humano, la aceptación de algo tan real como es el de abandonar esa fiel materia que es el cuerpo, se convierte ya en una idea cotidiana, en una suerte de amistad hasta el fin de los días.
No es menos válido, en nuestro acto de lectura, referirnos a aquello que se desvanece como agua entre los dedos en la vida del emperador. La vejez no sólo viene acompañada por la mirada sutil y acaso resignada que se le hace a la muerte, también exige la liberación del hombre hacia los placeres que brinda la vida, esos triunfos cotidianos que encendían de valor la existencia. "Ciertas porciones de mi vida se asemejan ya a las salas desmanteladas de un palacio demasiado vasto, que un propietario venido a menos no alcanza a ocupar por entero". Adriano ya no es el dueño de su pasado, en el presente es un hombre anciano y enfermo, está en un vivir y un morir constante, en un desprenderse de lo que fue bello y perfecto.
memeoria adriano 350Uno de los tardíos reconocimientos de Adriano fue el renunciar a la caza, es la viva representación de turbada inocencia de la juventud. El joven que buscaba el peligro también acariciaba los pliegues del mando y las posibilidades del coraje y la piedad. La renuncia a montar a caballo es uno de los aspectos que ya no tienen presencia. La condición de aquel animal no era la de una fiera o la de un adversario, más bien la de un amigo que se comportaba en exactitud casi matemática con su amo. El afecto por su caballo, reconociéndolo como un amigo, es una evidente manifestación de sentimientos hacia lo que más le apasionaba hacer en otros momentos donde su salud no se veía afectada y sus diversiones no eran limitadas por un invisible dolor. Los ejercicios que agitan el cuerpo ya son un padecimiento, la carrera más corta o el esfuerzo físico se comportan en relación discontinúa con el esplendor del pasado. La natación se perfila en la base del roce de la piel con el agua, una maratón bajo las pesadas corrientes de un río sería apurar los dolores del cuerpo y resquebrajar el respeto hacia el agua: se debe nadar bien para no herir al agua. Adriano toma consciencia de que su vida sólo tiene sentido cuando cerca de él hay un apoyo para sus brazos o para aventurarse a emprender cualquier caminata. Sólo queda rescatar de aquellos recuerdos de antaño en que el cuerpo lo resistía todo, la forma de un conocimiento o de un aprendizaje sin más valor que el de aceptarse en aquella lejana felicidad.
Si en las campañas hacia Antioquía o en las faenas de cacería en África el alimento era una cuestión fácilmente solucionable, ahora Adriano es un ser que espera en resignación el plato alterado, modificado, cuidadosamente pensado. "Comer un fruto significa hacer entrar en nuestro Ser un hermoso objeto viviente, extraño, nutrido y favorecido como nosotros por la tierra". Adriano reflexiona sobre el fruto sagrado o la migaja de pan como elementos que apenas entran en contacto con el paladar ya están revitalizando el correr de la sangre o las fibras musculares. Formas del pasado son los grandes festines en los cuarteles o en el senado, el vino fue una degustación sobria de los "misterios volcánicos del suelo" que se reduce al vago placer de probar el agua con los temblorosos labios. Cuando Adriano dice que al probar una copa era sentir el ardor en las arterias y la consagrada intensidad vertida en la mente, no sólo es una alabanza a la degustación, era el modo de aceptar de que cuando los hombres disfrutan de los manjares terrenales, están añadiendo a su cuerpo una forma de vida disimulada en la conversación o en la adoración del cuerpo en el amor.
El amor es un delirio, como alimentarse. Adriano no es un hombre que valorice el placer cuando dos seres humanos se encuentran y se convierten en uno. "Las palabras engañan, dice él, puesto que la palabra placer abarca realidades contradictorias, comporta a la vez nociones de tibieza, intimidad de los cuerpos, y la de violencia, agonía y grito". El simple contacto comporta una realidad de intimidad con el otro. El roce de la piel es un paso curativo que trasciende a los amantes o al enfermo con su médico. No obstante, cuando Adriano dice que "(...) si un solo ser, en vez de inspirarnos irritación, placer o hastío, nos hostiga como una música y nos atormenta como un problema (...) entonces tiene lugar el asombroso prodigio en el que veo (...) una invasión de la carne por el espíritu". Hay un cierto escrúpulo por las diversas significaciones que se han hecho de un rostro, una mano o de un sexo. El cuerpo debe ser una inventiva equilibrada y transida de delicada sobriedad; cuando la carne es violentada por los abismos del afán y del placer sin control, ese encuentro íntimo, lento, apaciguado se reduce a una batalla en la que uno solo es el ganador.
Adriano en su vejez confiesa a Marco Aurelio su incapacidad en lo concerniente a la seducción, son ámbitos fatigosos y desesperanzadores reducidos al simple detallar o la deliberada elección por un gusto que se planta en lo corporal. Todo ello es una triste ficción, porque mientras se trata de seducir al otro, también se le domina, se le encadena a una vaga necesidad que es tan efímera como el tiempo o el cuerpo mismo. Adriano bien pudo disfrutar de los sobrios placeres del amor bajo la sombra de la amistad, estuvo Plotina, aquella mujer que, en palabras de Adriano, "me conoció mejor que nadie; le dejé ver lo que siempre disimulé cuidadosamente ante otros, por ejemplo ciertas secretas cobardías", o el caso de Antínoo, aquel joven temeroso ante la idea de la vejez "que había debido prometerse mucho tiempo atrás que moriría a la primera señal de declinación, y quizá antes".
La vejez mezclada con la enfermedad ha causado en Adriano el lento abandono del sueño. Esa voluptuosidad es una cura silenciosa contra las fatigas comunes del día, la noche en su ritmo eclipsa el alma y el cuerpo sumiéndolos en las caricias de la quietud. Para Adriano tratar de dormir es una forma de lucha contra el cansancio, el cuerpo debe adoptar rígidas posiciones para no recaer en el dolor o en el ahogo. No obstante, en los momentos más acalorados en el senado o en la ciudad, cualquier instante ofrecido al sueño era dejar a la vida que siguiese fluyendo "como un manantial poco abundante pero fiel". El sueño, como los alimentos, son imparciales en su tarea de restauración, no se debaten en elegir, así como el agua no elige a quien saciar bajo el extremo sol de mediodía en el desierto. Para Adriano dormir poco es un doloroso recaer en el insomnio, ya que en aquel estado salen a flote oscuros pensamientos, silogismos sin explicación, tristes presentimientos o simples recuerdos que aún no cruzan la frontera del olvido.
Marguerite Yourcenar, en la primera parte de Memorias de Adriano, ha sabido esbozar lo que se pierde, lo que se desvanece cuando el ser humano ha entrado a habitar las instancias de la vejez en comunión con el terrible arrullo de la enfermedad. La autora de lengua francesa presenta a un hombre que se observa a sí mismo, que acepta y a la vez rechaza, que desea morir y a la vez resistir.
Un hombre considera su vida al final de su tiempo, como esa estatua que se resigna al tacto del viento o del joven contemplador, el emperador ordena esa múltiple región que fue su vida. No obstante, hay una comprensión de lo hecho, de lo vivido, de lo amado, y también de lo odiado. "Trato de recorrer nuevamente mi vida en busca de su plan, seguir una vena de plomo o de oro, o el fluir de un río subterráneo, pero este plan ficticio no es más que una ilusión óptica del recuerdo". No se llega a ordenar el tiempo consumado, la cifra del pasado es un fractal de múltiples reflejos, solo pocos ha ido amontonando Adriano para soportar las inconexas circunstancias en las que se presentará la muerte.
Adriano bien pudo pensar en el suicidio como un método libre de acallar la vida abandonada en las rumorosas aguas de la enfermedad. Él es percibido en su estado más que un emperador, más bien como un dios sanador, la cuestión es harto paradójica, se le toma como un ser inmortal por sus allegados más cercanos, pero no puede curarse a sí mismo de los padecimientos que sufre. "La meditación de la muerte no enseña a morir y no facilita la partida; pero ya no es facilidad lo que busco". Adriano, en la resignación de la vejez y la enfermedad, también ve acrecentarse cómo su monumento desea desmoronarse sin contratiempos, en silencio y sin la presencia lastimera de las lágrimas. Cuando leemos en Memorias de Adriano que al final todo se reduce a azares cumplidos, signos acabados, destinos entrelazados, comprendemos, como lectores, que el texto guarda una segunda visión, más intensa, y es la de la perfección de la muerte. En Adriano los medicamentos no actúan y el paso de las horas se hilvana entre inflamaciones y diminutos ensueños. La lucidez se conserva hasta el final cuando Adriano comprende que su vejez no es una vasta acumulación de agonías, atrocidades y sequedades. Su camino termina cuando apenas se divisa ese otro mar turbulento en el que la noche se confunde con el día y el latido del corazón es un recuerdo de tronar de batallas en Persia o en Jerusalén.
Nada más podemos aventurarnos a decir, salvo que, como escribió Marta Gonzales en su artículo "El estoicismo en Adriano: una conducta moral frente a la muerte", el emperador Adriano produce una fascinación que "(...) radica en la fuerza de su personalidad, en el misterio que transmite su vida como una experiencia humana, una pasión o una ilusión". Advertimos, finalmente, en el recorrido de estas pocas páginas, que como lectores reales, hemos descubierto a un hombre, a un soldado poeta, a un filósofo, a un sensual y frígido fundador de pueblos y desiertos, a una criatura sensible, frágil y terrestre entre líneas, hemos leído a un sofisticado comentador en torno a las compartidas dádivas de la vida, porque la vejez es también un regalo, un don que se establece en dirección comprensiva hacia el pasado. Tantas son las cosas que quedan en ese viaje hermenéutico del emperador romano, que la muerte únicamente puede ser el último giro de la llave de una puerta felizmente habitada.

Ficha de referencias.
Gonzales, Marta (2006) El estoicismo en Adriano: una conducta moral frente a la muerte. Cuadernos de filosofía latinoamericana (SantaFé de Bogotá). Vol. 27, No. 94, Ene.-Jun. 2006 p. 155-164
Yourcenar, Marguerite (2000) Cartas a sus amigos. Alfaguara: Madrid
Yourcenar, Marguerite (2002) El tiempo, gran escultor. Alfaguara: Madrid.
Yourcenar, Marguerite (2002) Memorias de Adriano. Editorial Planeta DeAgostini: Venezuela.

 

Wilson Pérez
wilosn perez 001Colombia, 1992. Escribe poesía y ensayo, es astrófilo, ha sido autodidacta. Estudia Humanidades y lengua castellana en la Universidad de Antioquia. Algunos de sus poemas han sido traducidos al portugués por el poeta Antonio Miranda. Ha sido parte activa del Portal de Poesía Iberoamericana, dirigida por el director de la Biblioteca Nacional de Brasilia. Ha participado en diversas antologías locales de literatura con una meditación sobre el budismo, un poema sobre la Nebulosa Cabeza de Caballo y un elogio al arte y a la estética de la caza. Ha participado activamente en jóvenes recitales de poesía y algunas de sus composiciones han sido publicadas en revistas de poesía. Algunas de sus obras: El amor y la eterna sinfonía del mar (Editada en el año de 2011); Una amatoria nocturna, Anatomía del cosmos y Armonías para meditar (Colección de haikús). Actualmente trabaja en un nuevo proyecto de poesía, una obra de aforismos y meditaciones y en un libro de ensayos sobre literatura

 

La vejez y la proximidad de la muerte vistas en Memorias de Adriano enviado a Aurora Boreal® por Wilson Pérez Uribe. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Wilson Pérez Uribe. Foto Wilson Pérez Uribe © Wilson Pérez Uribe. Foto Marguerite Yourcenar tomada de internet

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