Los niños de Pentecostés

norberto romero 251Hace más de una semana que Ethel no va a la escuela. Nadie les dice nada pero ellos lo saben, saben que ha desaparecido y que están buscándola más allá del remolino, río abajo, donde la vertiente y el pozo. Pero los habitantes de Pentecostés son muy discretos, reflexivos y bastante armados de paciencia. Volverá, se dicen, en contra de lo que hacen: buscarla mientras los niños están en el colegio, para que no se den cuenta de nada.
Volverá, dice la madre, Ethel no puede haber ido muy lejos, no puede haberse perdido, conoce el pueblo y el campo, y jamás se acercaría al pantano.
Ellos recitan la tabla de multiplicar del cinco. Una y otra vez repiten las cifras, sin prestar ninguna atención a lo que dicen, repiten como repite un loro. Eso es lo que son, loros, dice el maestro ciruela.
Maestro ciruela le llaman a su espalda.
Ethel salió de su casa llevando su cartera con el libro de lectura, la cartuchera con los lápices de colores y el lápiz de tinta, el cuaderno de renglones y el cuadriculado, también la lapicera de caligrafía, con pluma de bronce y el tintero, una factura envuelta en papel de estraza para el recreo largo, una tortita negra, pero Ethel no llegó a la escuela.
Ethel hizo el camino habitual, tomó el caminito de la curva, el que pasa cerca del caserón abandonado. Ella, como los otros chicos, jamás tuvo miedo, el caserón lleva años sin puertas ni ventanas, apenas tiene techo y allí no puede haber nadie, pero esa mañana Ethel oyó un ruido a sus espaldas y se volvió pensando que Braulio vendría tras ella corriendo, pero no vio a Braulio. No vio a nadie. No había nadie, sólo el caserón y los espinillos de siempre, y el chañar retorcido y medio seco, y las sierras al fondo, con sus chamuscones de viejos incendios y el techo rojo del sanatorio de mujeres asomando por encima de los eucaliptos. Ethel no vio nada más, nada más. Tropezó. Su cartera cayó al suelo, se abrió y de ella escaparon los lápices de colores que hicieron un arcoíris en la tierra, un arcoíris enmarañado y sin ton ni son, y sintió en su nariz el olor de los lápices, del grafito negro, de la madera recién afilada. Ethel se desdibuja, su tintero redondo de baquelita, el tintero involcable, se parte en dos, la tinta se derrama y enseguida es absorbida por la tierra. No queda nada. Y sólo vio una cosa: una bota que aplastaba la tortita negra, negra como la oscuridad que advino al instante. Y oyó al pájaro, la calandria que cada mañana cantaba posada en el chañar, y la calandria le dijo por primera vez cosas, que no era únicamente el canto, que había también palabras, aunque no las oyera, había palabras, sí, y frases y todas esas cosas que forman el lenguaje, esas palabras que el maestro escribe en el pizarrón y ellos copian en los cuadernos, esas palabras que están en el libro de lecturas...
Y como un relumbrón vino a su mente esa poesía que estaba el la página 21:

Cuando el sol con nuevo brillo
Da al campo el primer matiz,
Se aparece la perdiz
Muy oronda por el trillo.
Ethel no sabe que es matiz, ni trillo, no conoce esas palabras cuyo significado todavía no le reveló el maestro, pero la calandria no dijo exactamente esas palabras, dijo otras, otras que no recuerda. La calandria... qué le dijo la calandria... vení... vos sos buena... Sí, Ethel es una chica muy buena, de las menos traviesas, de las que estudian y casi nunca se manchan el guardapolvo, ni se salpican de tinta. Entonces por qué me duele, si no hice nada.
Lleva su traje amarillo
De recortada capita
Y es tan gentil, tan damita
Que, por hilar una charla...
Entonces es la perdiz la que le habla, no es la calandria, es la perdiz del traje amarillo que sale a pasear cuando sale el sol, o tal vez va al colegio, como ella.
El cielo se niega entonces.
Frente al caserón hallaron la cartera, un zapato, la torta negra aplastada en el papel de estraza, los lápices de colores y el tintero destrozado.
Los niños de Pentecostés lo saben, lo saben porque ellos lo ven todo. Ellos se pasan el día en la calle y no tienen límites sus andanzas, van tras los sapos, persiguen los cuises, juegan a la mancha. Lo ven todo, aunque no lo parezca, porque tienen los ojos en el alma. Y aquella tarde llovió, llovió mucho y hubo rayos y truenos como estampidas. Los perros se amedrentaron y salieron disparados hacia el monte, como locos corrieron con la cola entre las piernas y las orejas pegadas a la cabeza, aullando de dolor. Y al rato había pasado y lucía el sol en el cielo azul de Pentecostés. Y había charcos por todas partes, y mucho barro. Y salieron los sapos de las rendijas, de abajo de las piedras, saltando como locos por aquí y por allá, cientos de sapos de todos los tamaños, mudos, hambrientos e insaciables, devorando mosquitos, hormigas voladoras y otros bichos de esos que aparecen después de la lluvia.
Y los niños de Pentecostés también salieron de sus casas corriendo a patear sapos. Los sapos volaban de un lado a otro de las calles, se estrellaban con un ruido sordo: chof chof chof. Y los gritos y las risotadas se oían en todo el pueblo. Era la alegría batracia, como le llamaba el maestro ciruela cuando les reprobaba esa conducta patotera: a usted le gustaría que le hicieran lo mismo. Le gustaría, ¿eh?, niño Fernández. Oreja retorcida, penitencia, rincón mirando a la pared y sin salir al recreo, después de clase.
A la semana los sapos estaban resecos como vainas de algarrobo, grotescos, retorcidos así. Y Braulio oye a sus padres discutir en voz baja. Hablan de Ethel, seguro. Cuchichean y miran de soslayo hacia donde está él jugando bajo la mesa del comedor. Y seguro que también hablan de la madre de Ethel, de su padre que desapareció hace años, se fue como Ethel, Ethel se fue lejos, como su padre se fue en el único tren, el de las 7. Pero dicen que su padre está en la ciudad, pero dónde está Ethel. Ethel está en la ciudad con su padre, eso dicen, pero él sabe que no es verdad, que Ethel se desvaneció en el aire como se desvanece el polvo de la tiza antes de caer al suelo. Ethel se ha convertido en un fino polvillo blanco.
Ellos saben que hallaron la cartera, los lápices... y más de una vez se han acercado por el caserón en busca de algún resto, pero los policías se lo llevaron todo. Y no volvieron. Pero Braulio encontró entre el polvo del camino un trocito de mina roja, no dijo nada y se lo guardó en un bolsillo.
Un día apareció su nombre escrito en el pizarrón:
ETHEL.
Braulio se miró instintivamente las manos, el resto de los niños también, todos se vieron en el mismo instante mirándose las palmas de las manos, comprobando que ellos no habían sido. Y nada más entrar en la clase el maestro se apresuró a borrarlo, Ethel volvió a ser polvo de tiza, pero no pudo del todo y todavía puede leerse, muy tenue ETHEL, hasta que de tanto escribir encima ya no se vea nada. ETHEL palimpsesto.
Entonces alguien dijo muy bajito Ethel puta. El maestro ciruela no lo oyó porque estaba de espaldas y es un poco duro de oreja, pero Braulio sí, aunque no supo qué boca había sido. Los ojos nada decían, todos eran opacos en el momento en que Braulio recorrió las filas con los suyos buscando esa boca soez que había dicho la malapalabra. Y alguien volvió a murmurar la malapalabra en una de las filas vecinas, antes de entrar a clase, justo después de izar la bandera, y sólo vio bocas cerradas. Pero por qué, si Ethel es tan buena, estudiosa y aplicada, siempre con el guardapolvo blanco, impecable, almidonado, como de cartón. Cruje cuando ella se sienta en su banco, junto a Braulio.
Bajo la tapa del pupitre de Braulio está el nombre grabado a punta de cuchilla de Mateo, que está un grado por delante, porque el banco fue suyo. Está el de Julio, que hace ya dos años terminó sexto, el de Marcial, el de Marcelino. Braulio piensa que algún día debería hacer lo mismo, dejar constancia de su paso como casi todos los niños de Pentecostés (únicamente los chicos) lo hacen, aunque sabe que es malo, que si el maestro ciruela lo descubriera lo castigaría poniéndolo en penitencia durante los recreos largos, de cara a la pared, o después de hora, en la quietud misteriosa de la escuela vacía.

sanatorio 351Pentecostés es pequeño, todos se conocen y todo se sabe, los secretos florecen en boca de todos a los cinco minutos de ser encerrados bajo las siete llaves del juramento. La atmósfera en la casa de Braulio está enrarecida, el silencio se palpa, es tan denso como un muro de rocas. Los padres de Braulio parecen moverse dentro de sendos corsés desde hace días, desde que se disolvió el nombre en la niebla de tiza. Pero los muros de piedra que pueblan el aire no son exclusivos de su casa, en las otras del pueblo ocurre lo mismo, y todos parecen ir encorsetados, silenciosos, con la mirada vacua como estatuas.
En la calle juegan a policías y ladrones, a la mancha venenosa, al pido gancho, a la rayuela, a las bolitas y figuritas, como casi todos los días, pero algo ha cambiado: falta Ethel con sus trenzas ceñidas, sus monitos de seda rojos.
En el cielo, las nubes dialogan misteriosamente y Braulio oye con claridad el nombre de Ethel. Sí, las nubes la han nombrado. Mira hacia lo alto dejando a un lado el juego de bolitas, a pesar de que le toca a él tirar. ¡Vamos, tira! Pero él está observando las nubes, sus contornos difusos como polvo de tiza, buscando tras ellas el nombre de Ethel. Ellas lo pronunciaron y lo oyó claramente. Saben que no se fue en el tren a la ciudad, ellas conocen donde está porque ven desde lo alto del cielo.
¡Estás loco!
No estoy loco, las nubes dijeron Ethel.
Pero las nubes se disiparon sin volver a decir palabra y él siguió con el juego, bajo el cielo cobalto a punto de oscurecerse.
Es la hora de volver cada uno a su casa, a cenar. Taza taza. Mañana será sábado, habrá tiempo para seguir jugando, para volver a escudriñar las nubes y aguzar el oído para cuando la nombren. Y a ver si también los demás, que siempre lo saben todo, lo oyen, para que no lo llamen loco. ¿Pero qué pasará si mañana no hay nubes, quién entonces pronunciará el nombre de Ethel convocando su vuelta o para que no caiga en el olvido?
Donde el río hace un remolino hay una enorme roca desde la que se tiran al agua, pero nunca en el mismo remolino, más lejos, a unos metros porque allí no hay peligro de que el agua los engulla en su vórtice. La roca no sólo sirve para tirarse desde lo alto, también para juntarse a charlar, o para mirar hacia la falda de las sierras y ver cómo los yuyos van comiendo las ruinas de los dos sanatorios, cómo van agrietándose las paredes del pabellón de los hombres, y hundiéndose los techos de tejas inglesas que luego se lleva la gente. Y desde lo alto de la roca se tejen historias de tuberculosos, de muertos, de infecciones pulmonares capaces de acabar con todo Pentecostés. En el aire de sus habitaciones persisten los bacilos, todo el mundo lo sabe, acercarse es exponerse al contagio, adentrase en sus galerías y pasillos puede contagiar de inmediato. Allí, en esas salas espaciosas atiborradas de camas de hierro comidas por el óxido, en los armarios metálicos desvencijados, en las mesas de luz altas y casi etéreas de tan blancas que fueron, en todos los enseres que estuvieron un día en contacto con los cuerpos enfermos, anidan y esperan los bacilos, volando por los aires y dispuestos a meterse por la boca y la nariz hasta llegar al pecho, donde se comen los pulmones a mordiscos. Por eso escupían sangre, todo el mundo lo sabe en Pentecostés, porque fue famoso, justamente, por los sanatorios, el de mujeres y el de hombres, a los cuales llegaban desde todas las ciudades los tristes desahuciados. Incluso cuando el viento sopla en dirección al pueblo pasando por los sanatorios es peligroso, mejor cerrar puertas y ventanas y salir a la calle lo menos posible.

Pentecostés se muere, lleva años de agonía, desde que cerraron los sanatorios, y quienes pudieron se marcharon a otros pueblos porque se acabó el trabajo. Los mayores lo recuerdan con nostalgia, ganaban bien, llegaban familiares continuamente de las ciudades a ver a sus enfermos y todo se vendía. Ahora apenas quedan negocios, la panadería, la carnicería, el almacén de ramos generales y un bar con sus billares desiertos. La estación de trenes tiene cerradas a cal y canto puertas y ventanas, y en la techumbre se prodigan los yuyos y las piedras que los chicos arrojan. El óxido se acumula en los rieles apenas visibles, y la gente se lleva los durmientes para hacer escalones de acceso a su puerta.

sanatorio 353Ethel polvo de tiza lleva días sin ir al colegio y sin aparecer. Todos lo saben pero nadie habla, sólo de vez en cuando los mayores murmuran esas cosas que los niños no acaban de entender pero cuyo trasfondo amargo perciben y padecen. Por ello saben que Ethel no volverá de donde se haya ido, porque cuando los mayores dejan de mirar de frente algo ocultan, y sus madres llevan tiempo esquivando los ojos cuando buscan respuestas.
No volvió a aparecer la malapalabra en el pizarrón, pero ellos saben que continúa allí, palpitando como un corazón bajo el negro arratonado por la tiza. Y una vez, en uno de los recreos, un niño se atrevió a decirla, aunque es voz muy baja y cuando le reprocharon su conducta lo negó, pero se apresuró a justificarse diciendo que Ethel era mala, porque se lo había dicho su padre.

Estaba sólo, de pie en lo alto de la roca, con los ojos columbrando lo profundo del río, arrojando piedras al remolino y pidiéndole, como otras tantas veces, respuestas al vórtice convulsionado. Y es posible que ese día el río le respondiera a Braulio, porque hubo un instante en el que el cielo azul, tan azul como siempre, pareció diluirse en ráfagas de espanto sobre el tenue horizonte enrojecido, y las fachadas de los sanatorios abandonados se tintaron de amarillo dorado. Braulio asoció el color al nimbo de latón que los ángeles de la iglesia de Pentecostés llevan sobre la cabeza. Fue entonces cuando supo por boca de estos, que Ethel se había convertido en uno de ellos y que no estaría lejos, pues sintió bajo la piel la presencia de su amiga, como una tenue corriente eléctrica que le erizó el incipiente vello de los brazos.
Braulio corrió con todas sus fuerzas, cruzó Pentecostés a lo largo de la calle principal, subió la colina del caserón y llego a su casa en la que entró como una tromba murmurando apenas por la fatiga:
Ethel, Ethel está allí, bajo los arcos.

Anochecía cuando las autoridades y los policías entraron, tapándose la boca con pañuelos, al ruinoso pabellón de hombres. No les hizo falta luces artificiales, pues la del sol todavía agonizaba en la fachada y penetraba las galerías de forma rasante, dorada como el bronce, y se dejaba caer sobre el cuerpo tendido de Ethel, entre escombros, basuras y malezas.
Braulio esconde un pequeño frasco que fue de colonia de su padre en cuyo interior guarda un escaso centímetro de mina roja. Antes de dormir se queda mirándolo hasta que el sueño lo vence. A veces sueña con Ethel. Nunca más volvió a aparecer ese nombre en la superficie gris del pizarrón, ni la malapalabra impronunciable. Y por aquellos días Braulio escribió su propio nombre en el reverso de la tapa del pupitre, entre el palimpsesto de nombres de antiguos alumnos, donde tal vez se esconde un nombre impronunciable, violentamente acuñado con un cortaplumas.

 

norberto romero fb 350Norberto Luis Romero
Argentina.  Reside actualmente en Alemania tras casi cuarenta años de haberlo hecho en España. En 1983 publicó su primer libro de cuentos, Transgresiones, y en 1995 Canción de cuna para una mosca doméstica, premio «Tiflos» de libro de cuentos, publicado por la ONCE. En 1996 aparece El momento del unicornio, su libro de relatos más conocido y reeditado en 2009. A partir de 1996 no dejará de publicar continuamente, pues de esa misma fecha datan sus Signos de descomposición, en la editorial Valdemar, Madrid, donde en 1999 publicó su segunda novela La noche del Zeppelín y en 2002, la tercera: Isla de sirenas. En 2003 verá la luz la novela Ceremonia de máscaras y The last night of carnival, libro de relatos con traducción de H.E. Francis que es publicado en los Estados Unidos; y en 2005 publicó la novela Bajo el signo de Aries. En 2007 publicó el cuento "Capitán Seymour Sea". En 2008 el libro de cuentos El hombre en el mirador, que apareció en México, y Emma Roulotte, es usted, Zaragoza, en 2009. En 2010 aparece el volumen de cuentos The Arrival of the Autunm in Constantinople, en Green Integer, de California. En 2011 publica la novela Tierra de bárbaros, en Sevilla y en 2012 la novela breve El lado oculto de la noche, que dos años después aparece en versión inglesa en traducción de H.E. Francis en la editorial Otis de California. Norberto Luis Romero ha cursado asimismo estudios de arte en la Escuela “Emilio Caraffa” de Cosquín, Córdoba, Argentina, y desde al año 2010 compagina la literatura con la creación artística.

 

Pentecostés (del lat. Pentecoste, del gr. pentēkost1, f. de pentēkostós, quincuagésimo)
1 m. Fiesta que celebraban los *judíos en conmemoración del dictado de «la ley» en el monte Sinaí, cincuenta días después de la Pascua del Cordero.
2 *Fiesta en que se conmemora la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, que se celebra el domingo que está cuarenta y nueve días después del domingo de Pascua. 1 Cincuesma, pascua del Espíritu Santo, pascua de Pentecostés. 2 Lengua de fuego.

 

"Los niños de Pentecostés" enviado a Aurora Boreal® por Norberto Luis Romero. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Norberto Luis Romero. Foto  Norberto Luis Romero © Ataúlfo Gamonal Coto. Fotos sanatorio © cortesía archivo privado Norberto Romero.

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