Castillos en el aire

loteria 001A Tim Richmond, mi querido cuñado

Jorge Kattán

Aquel fresco atardecer decembrino la cantina "El Patriota", de don Saturnino Aguado, se hallaba más concurrida que nunca y el eco producido por las risotadas y aullidos aguardentosos de los parroquianos podía oírse desde media legua a la redonda. Jacinto, el carnicero, uno de los causantes de tal algarabía, había ingerido ya más de medio garrafón de aguardiente cuando su etílico alborozo se vio paralizado de repente por la presencia de Florinda, su mujer, que había entrado en el recinto, como lo había hecho en muchas otras ocasiones, para llevárselo a casa a como diera lugar.
Mientras la buena de la Florinda esperaba con rabia e impaciencia a que Jacinto empinara el codo por última vez, sus avispados ojos notaron que a don Saturnino, a quien ella odiaba profundamente por considerarlo culpable de la introducción y propagación de los vicios húmedos y secos en todo Cojontepeque, al sacarse el pañuelo del bolsillo trasero para sonarse las narices, se le había caído un papelito que a ella le pareció ser un billete de a cinco pesos. Aprovechándose de un descuido de los lugareños, Florinda arqueó con estudiado disimulo su elástico cuerpo y recogió del suelo lo que resultó ser un billete de la Lotería Nacional. Acto seguido se lo metió con sigilo dentro de su apretado corpiño y emprendió luego, con su marido, la patética marcha hacia su hogar.

Al paso que Florinda empujaba o tironeaba a Jacinto para que éste no se le fuera a quedar dormido en la calle, la abnegada mujer no podía impedir que su mente divagara en torno a aquel billete que yacía sudado y escondido dentro de su sostén.
Ella, que siempre había querido jugar a la lotería, pero que nunca había podido comprar un miserable billete porque Jacinto, en asuntos financieros, la traía con el mecate corto, se veía ahora dueña absoluta de aquella posibilidad de llegar a ser rica, posibilidad materializada en el húmedo pedazo de papel que llevaba adherido a las partes íntimas de su cuerpo.

Jorge Kattán Zablah, cuentista y ensayista salvadoreño.  Autor de las siguientes colecciones de relatos: Estampas pueblerinas (Costa Rica, 1981), Acuarelas socarronas (España, 1983), Por el carnaval de la vida (Costa Rica, 1998), Cuentos de Don Macario (El Salvador, 1999), Pecados y pecadillos (El Salvador, 2003) y El Ilusionista (Estados Unidos, 2012). Director Emérito del Departamento de Español, Defense Language Institute, en Monterey, California. Sobre su obra se han escrito numerosos ensayos y se han dictado conferencias. Es miembro correspondiente de la Academia Salvadoreña de la Lengua y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Reside en Carmel, California.

jorge katta 005La breve distancia que había que recorrer se le iba haciendo paulatinamente más larga debido a que cada vez que Jacinto lograba dar unos cuantos pasos hacia adelante, por los efectos del alcohol, de inmediato daba otros tantos para atrás; pero Florinda, a quien le faltaban manos para tironear y maniobrar a su marido, continuaba barajando utópicos silogismos sobre los jugosos beneficios que le podría acarrear el furtivo billete.
Florinda había soñado muchas veces con las cosas que haría si de repente se viera en posesión de una cuantiosa fortuna, pero esas divagaciones eran sólo eso, divagaciones, devaneos intrascendentes, gimnasia mental inútil, carente de fundamento. El sueño de ahora, en cambio, era mucho más que eso, porque tenía algo concreto en qué apoyarlo.
Al fin y al cabo, ¿qué tiene de extraño el que una mujer como Florinda sueñe con verse rodeada de abundantes riquezas si es el ensueño quimérico más antiguo de que se tiene noticia en toda la historia de la humanidad? Desde el más desprendido ermitaño y la más humilde monja hasta los más encopetados funcionarios públicos han soñado con lo mismo. Unos, porque no tienen nada y los otros, porque su naturaleza inconformista y codiciosa los impulsa a anhelar la súbita multiplicación de sus bienes.
Se imaginó propietaria de un chiquero de respetable tamaño, con más de quinientas cabezas de ganado porcino, que la haría famosa en le región entera. Con tal crianza de puercos se podría abastecer--pensaba--las necesidades de la comarca y de las poblaciones aledañas, y hasta se podría exportar una buena cantidad de animales a los países circunvecinos. Algunos de los cerdos, claro está, serían sacrificados y luego vendidos en la carnicería de su marido. La plata entraría a chorros, por todos lados.
Florinda, jadeante, proseguía su absurda tarea, digna de Sísifo, en la que el camino andado era rápidamente desandado por las piernas contumaces y embriagadas de Jacinto. Mas su mente no cesaba de girar en torno a aquel billete.
Se soñó a sí misma señora y dueña de un gigantesco y modernísimo gallinero, pero no como el de aquel ciudadano polaco que residió un par de años en el pueblo y que instaló uno, compuesto de mil gallinas y mil seiscientos gallos porque, según su criterio, la producción de huevos era una cuestión de naturaleza lúbrica. No, en el gallinero intangible de Florinda no se permitirían semejantes depravaciones sexuales y únicamente habría unos cuantos gallos introvertidos y de buenos modales. Sería otro manantial inagotable de dinero, dinero que no sólo provendría de los huevos, sino además, de la venta de aves vivas y ya descuartizadas.
Estimó igualmente conveniente la adquisición de veinte carretas nuevas, con sus aperos y sus respectivas yuntas de bueyes, para que el transporte de los marranos, las aves, la carne y los huevos inalámbricos se hiciera en vehículos propios, con lo cual se ahorraría la infinidad de pesos que supondría pagarles, para tales efectos, a los contratistas exigentes y sinvergüenzas.
Columbró, además, la construcción de una escuela modelo en la cual se educarían todos los futuros dirigentes políticos regionales y naciones en las ilógicas, entreveradas y complicadísimas artes de no robar y de no mandar a apalear y a violar a las mujeres y a las hijas de sus enemigos ideológicos.
En sus febriles desvaríos, con gran fruición se contempló las manos, cuyos dedos apenas podía ver porque los traía recubiertos de finísimos brillantes engastados en hermosos anillos de oro y de platino. Hasta los dedos pulgares se los había adornado con dichas refulgentes sortijas. Mientras admiraba emocionada sus luminosas manos, pues tal era el deslumbrante destello que emanaba de aquellas joyas, Florinda hacía un esfuerzo sobrehumano por mantener el cuerpo erguido, ya que la jorobaba el enorme peso de los gruesos cordones y cadenillas, forjadas en metales preciosos desconocidos en la comarca, con que se había aderezado el cuello.
Mas, uno de los funambulescos tropezones de Jacinto la hizo volver a otra realidad, aunque sin dejar de soñar. Y su mente empezó de pronto a cavilar y a rotar en una dirección diametralmente opuesta.
Ante tal sideral y repentina fortuna--continuó Florinda devanando ideas en la rueca de sus extravíos cerebrales--, sus antiguos e indiscretos pretendientes, movidos por la codicia, vendrían de nuevo a requerirla de amores y, enterado de ello el celoso de su marido, el embrollo iría a desembocar en sucesivos y proverbiales duelos, de todos los cuales Jacinto saldría victorioso, ya que por razón de su peligroso oficio, el de carnicero, sabía manejar con inigualable destreza no sólo las armas cortantes y corto punzantes, sino, además, las contundentes. Pero, en realidad, casi le resultaba mejor que le mataran a su marido en uno de esos disparatados combates, pues si salía triunfador, con toda seguridad lo enviarían a podrirse en las tenebrosas mazmorras de la penitenciaría capitalina, a raíz de lo cual, su incalculable riqueza terminaría parando en los insaciables bolsillos de los inescrupulosos tinterillos.
A todo esto, Jacinto se mantenía en pie de puro milagro, pues había caído en un sopor que le hacía desafiar ridículamente la ley de la gravedad. Y Florinda, por su parte, persistía en aquella doble tarea de empujar a su marido y de bordar premisas y conclusiones volatinescas sobre la imagen del billete de la Lotería Nacional que le había hurtado a don Saturnino.
Satanás mismo --pensaba atemorizada--, encarnado en la persona de don Indalecio Barrientos, brujo oficial del pueblo, le ofrecería seductores negocios que le acrecentarían sus bienes en un santiamén, pero cuyo verdadero objetivo sería el apoderarse de su alma sin escrúpulo alguno... El truculento del párroco de Cojontepeque, don Agustín Garfio, archiconocido por su apetito desmedido por los bienes materiales, también trataría de alzarse con su riqueza y, para tal propósito, le ofrecería el paraíso terrenal o, cuando menos, el limbo, siempre y cuando buena parte de su fortuna la dedicara a decir misas y a comprar bulas e indulgencias en sufragio de su alma, la de su marido y las de sus parientes por consaguinidad y afinidad tanto vivos y muertos como por nacer. De no aceptar semejante estratagema, su alma sería consignada sin misericordia alguna al tenebroso reino de Lucifer.
El alcalde municipal, don Everardo Salazar, hombre de afiladas uñas--proseguía Florinda divagando escandalizada, mientras le daba un empellón a Jacinto-- la compelería, sin lugar a duda, a invertir su dinero en negocios turbios, amenazándola, para el caso de que rehusara, con decretar una ordenanza que autorizaría la construcción de una ancha y pintoresca carretera que pasaría por en medio de la carnicería de su marido. Este alcalde, cuatrero de gran notoriedad, pero protegido por la ley debido a su alto puesto y a su condición social, la forzaría, en resumidas cuentas, a asociarse con él en el asunto de robar cabezas de ganado bovino, porcino y lanar y a proporcionarle suficiente dinero para comprar un camión de dimensiones desmesuradas que serviría de matadero clandestino móvil, donde los animales mal habidos serían destazados y cuya carne sería vendida, luego, en el establecimiento de Jacinto. Y no estimaba Florinda muy aventurado el afirmar que el desalmado de don Everardo la obligaría, además, a que le ayudara económicamente para poder introducirle mejoras a su burdel. Y de todos estos negocios inmorales --barruntó--, con seguridad que a ella apenas le tocaría un miserable tres por ciento de las utilidades.
Y Jacinto --coligió Florinda horrorizada--, que hasta entonces sólo se embriagaba los domingos y días de fiesta de guardar, se convertiría de la noche a la mañana en un borrachín a tiempo completo, con el consiguiente efecto de que, con toda certeza, ella se transformaría en blanco indefenso de todas las armas y herramientas que con tanta destreza sabía utilizar su marido. Esto, amén de los puntapiés y coscorrones de rigor en tales casos.
En ese momento, Florinda, sorprendida, se percató con incredulidad de que por fin habían llegado a la puerta de su casa y, como pudo, arrastró en calidad de bulto a su marido, quien ni por pienso se enteraba de lo que estaba aconteciendo, pues roncaba como un energúmeno, y lo metió en el camastrón matrimonial.
Casi simultáneamente se sacó del corpiño el billete de lotería, que estaba empapadísimo en sudor y, después de mirarlo con acusada repugnancia por unos segundos, se dijo: "¡Con razón el maestrescuela le contó un día a mi comadre Micaela que por allá, en los Estados Unidos, los ricos les dejaban sus fortunas a los gatos! ¡Claro, para no causarles tantas desgracias a sus seres queridos!"
Y ya iba a romper el mentado billete y a tirarlo en el tarro de la basura, cuando, de repente, se echó a correr como una mula espantada en dirección a la cantina con el deliberado propósito de devolverle a don Saturnino aquel maldito pedazo de papel que tan mal rato la había hecho pasar y que tantas calamidades le podía traer. "¡Que se joda don Saturnino! ¡Ese viejo de porquería sí que se merece la mala suerte de ganarse el premio gordo!"

 Castillos en el aire enviado a Aurora Boreal® por Jorge Kattán Zablach. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Jorge Kattán Zablach. Foto Jorge Kattán © Jorge Kattán.

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